Reflexiones previas
Parto con una primera aclaración: soy de la opinión que cualquier cambio profundo al actual sistema electoral chileno debe ser determinado a través de una asamblea constituyente. Se devuelve así, en ese acto, el poder a sus mandantes originarios.
Continúo: soy un convencido de la necesidad de avanzar hacia un completo proceso de descentralización de la administración del Estado. Esto se basa en que, en términos generales, la concentración de todo tipo pone en riesgo la democracia.
Y concluyo con una tercera: mi convicción sobre la necesidad de descentralizar Chile se sustenta en principios generales a los que adhiero, como la democracia, el respeto a la diversidad, la protección ambiental, el desarrollo económico a escala humana, la equidad. No me llama la atención el regionalismo chovinista e individualista que considera que quienes vivimos fuera de Santiago tendríamos derechos superiores (en el caso de Aysén, por ejemplo, por ser considerados doblemente chilenos por un tema de soberanía y rigurosidad climática) y por tanto requeriríamos lo mejor. Y si esto “mejor” incluso significa quitar a otros, que así sea. Mi regionalismo se sustenta en la equidad general.
Es desde estos fundamentos donde me apeo, como simple ciudadano, a la discusión sobre el cambio al sistema electoral, léase fin del binominal. El que está proponiendo el gobierno y que eleva a 50 los senadores y a 150 los diputados del país. El que redistribuye distritos y circunscripciones. El que se señala no aumentará el gasto del parlamento. El que incluye un mecanismo para facilitar las posibilidades de las mujeres para acceder al Legislativo.
Las preguntas siempre vigentes
La discusión de fondo es antigua. Tan antigua que no ha sido resuelta en mil, dos mil, tres mil años. En realidad, nunca ha sido superada. Se remonta, por decirlo en caricatura, al momento en que dos seres humanos se reunieron y decidieron vivir en sociedad, luego de lo cual debieron responder una primera gran pregunta: ¿cómo tomaremos las decisiones que nos involucran a los dos? Como soy más fuerte que tú, ¿las tomaré yo? O, ¿un día tú, otro día yo? O, ¿en cada disyuntiva, dependiendo de quién convence a quién? En concreto, la eterna pregunta sobre el poder y su distribución.
Está claro que no existirá nunca un sistema perfecto. Aspirar a ello es tan iluso como creer que solo el arte de los argumentos entra a batallar cuando se toman decisiones de cualquier tipo, desconociendo múltiples barreras simbólicas y materiales que se coluden para que la democracia absoluta sea una irrealidad.
Por ello, es en el pacto social donde construimos las condiciones que permiten acercarse al ideal 100 por ciento democrático. Como aquello no existe y, es más, está sujeto a las más diversas interpretaciones, lo justo es ampliar el debate hacia las diversas variables que se deben considerar para lograr que en el Congreso, efectivamente, aloje la sociedad que se quiere representar. En nuestro caso, Chile.
Las variables
El primer factor, uno esencial, es el demográfico. Como el país está desagregado artificialmente en regiones, provincias y comunas, cualquier sistema debiera propender a una representación proporcional en términos de población. Digo artificialmente ya que el territorio no tiene fronteras físicas más que las naturales y es a través de las decisiones del ser humano que se va conformando la, como le dicen, división político-administrativa.
Asociado a lo anterior, un segundo elemento es el territorial. Es decir, asegurar la representación en propiedad de cada unidad político-administrativa en sí misma. No considerar aquello significaría, por ejemplo, que a Aysén le correspondería elegir 0,8 diputados y no los dos que tiene actualmente.
Nuestro sistema electoral distorsiona la representatividad. Si no fuera así, que alguien me explique por qué múltiples, legítimas y amplias miradas de país no tienen cabida en el Parlamento, o esta es muy escasa. Y no me salgan con la simple mala suerte o la falta de aptitudes. Si fuera por esto último, no estaríamos discutiendo una reforma educacional de fondo.
Una de las visiones que falta, la más notoria, es la de las mujeres. También la de los pueblos originarios. La de parlamentarios que efectivamente sean oriundos del distrito o circunscripción que pretenden representar. De los adultos menores de 40 años. De los pobres. De las personas con capacidades diferentes. De la comunidad LGBT[1].
A pesar de la aspiración meritocrática de cierta elite, tal ausencia no es porque tales portadores tengan menos capacidades. Es por las barreras de entrada estructurales. Uno de los efectos de esto es que Chile se ve perjudicado, ya que tales miradas no se están vaciando en las leyes que estamos aprobando en el legislativo. Y eso es lo que hay que rectificar.
Ya se ha dicho, al sistema político en general, y electoral en particular, le faltan variables. En un estudio de 2013 se dejó en claro que en el mundo político se repiten colegios, profesiones, barrios, estrato socioeconómico. Avancé en demostrarlo en el Ejecutivo con el artículo “El polígono chileno de la inequidad” donde daba cuenta que más del 80% de los ministros de Sebastián Piñera vivía en un territorio de 55 km2 del sector oriente de la capital. Específicamente entre las comunas de Lo Barnechea, Las Condes y Vitacura.
Por ello es preciso dar los pasos que sean necesarios para cambiar esta realidad. Para incluir las variables que sean necesarias para diversificar el Parlamento. ¿Sabía usted que en el Senado francés los ciudadanos que viven en el extranjero no solo pueden votar en sus territorios sino incluso elegir 12 representantes? La explicación: las históricas colonias galas.
El punto es que precisamos darnos un sistema que permita incorporar al Legislativo a todos los sectores que como sociedad consideremos deben tener un espacio: se ha hablado de mujeres, también de pueblos originarios. ¿Y por qué no un representante asegurado para Isla de Pascua? ¿Propender a que los más jóvenes también tengan un espacio?
Y claro, otras medidas como el límite a la reelección y la revocatoria de mandato también son relevantes. ¿Por qué? Porque mientras más frugal y controlado es el poder, menos posibilidades de eternizarse y ejercerse arbitrariamente. Porque los parlamentarios no son autoridad, son esencialmente mandatarios. Es preciso terminar con la praxis muy chilena de que votamos por un representante y terminamos teniendo un jefe.
La maldita cifra
En esta discusión es la representación la que está en juego. Y es ahí donde me compro –en cierta medida- la idea del físico y cientista político estoniano Rein Taagepera que apunta a que en todo parlamento, principalmente en el definido como de representantes (nuestra Cámara Baja), debe cumplir con éxito dos funciones.
La primera, la de representar. Como es imposible que los 17 millones de chilenos y chilenas, estemos en asamblea permanente, elegimos representantes. El número de elegidos óptimo es el total de representados: 17 millones. Mientras menor es este número, menor efectividad tiene la representación, dado que el contacto entre el representante y el representado se dificulta.
La segunda, la de legislar. Más allá de las particularidades de cada ser humano para coincidir con otros, mientras más involucrados más difícil llegar a acuerdos. En este contexto, el óptimo es uno. Para una sola persona es mucho más fácil consensuar las normas. Doy este ejemplo aunque la propia idea de consensuar con uno mismo suene absurda.
Es así que para cada país, según sus habitantes, es preciso buscar un número de ciudadanos a elegir que combine eficientemente la mayor eficiencia en representación con legislación. Y, por análisis comparado, Taagepera determinó que tal cifra es la raíz cúbica de la sociedad involucrada. Por lo menos así se cumple en la mayoría de los países que entendemos por desarrollados. En el caso chileno, con un universo de unos 17 millones de chilenos a representar (no considerando solo a los votantes), esta sería de 257.
El maldito gasto
Llegado a este nivel de análisis, entramos en la discusión que han querido instalar ciertos sectores sobre cambiar el sistema binominal sin gastar un peso más.
Completamente en desacuerdo.
Mejoremos los procedimientos, la fiscalización, los gastos superfluos pero más y mejor democracia bien vale un esfuerzo económico. Es más y mejor democracia la que permitirá avanzar en los temas esenciales, y opacar la necesidad de robustecerla mediante su desprestigio demuestra una visión miope (o interesada) de la forma en que tomamos las decisiones de interés público.
Dicho lo anterior, por cierto que es preciso revisar los gastos en que se incurre para la gestión parlamentaria.
En primer lugar, y teniendo como antecedente los resultados que recogió el artículo “Democrática desigualdad: Diputados chilenos son los mejor pagados en los países de la OCDE” que publicara en conjunto con Colombina Schaeffer y Leonardo Valenzuela, es necesario rebajar la dieta de los congresistas. Su sueldo es el mayor nominal y relacionalmente al de todos los países de la OCDE, lo cual a todas luces es un despropósito porque reproduce la desigualdad imperante en el país y convierte esta en uno de los aspectos centrales a la hora de hacer política. Tal efecto tiene consecuencias graves para la calidad de nuestra democracia.
Chile da muestras de querer avanzar en descentralización. Y esto incluye considerar las variables locales al momento de la toma de decisiones. Es en este contexto que no se comprende que las asignaciones parlamentarias, los recursos que el Estado entrega a cada parlamentario para la gestión que le es propia, sea igual para todos. ¿Se gasta lo mismo en representar a los ciudadanos de Ñuñoa que a los de Aysén? ¿Necesita lo mismo en pasajes en avión un diputado por Viña del Mar que uno por Magallanes?
Y ya que estamos discutiendo este tema, y por no ser materia de ley sino administrativo interno del Congreso (Consejo Resolutivo de Asignaciones Parlamentarias), sería interesante que se elabore un estudio que determine el monto de las asignaciones parlamentarias más apropiadas para cada circunscripción y distrito, teniendo en cuenta lo que entendamos como una buena representación. Quizás se piense que tal es imposible –definir un óptimo de asignación parlamentaria para una buena gestión-, pero no está demás pensar que algún monto debemos definir y que es mejor que sepamos de dónde sale este (lo cual se podrá discutir) que aceptar sin mayor explicación una cifra cualquiera.
Sí, amamos la democracia
Definir un buen sistema electoral es fundamental.
Suscribo la afirmación precedente más allá de que personalmente considero que es preciso combinar de manera correcta la democracia representativa con la participativa y la directa. Requerimos un sistema que permita tomar la más legítimas decisiones no sólo para nosotros, sino también para los que vienen. Los que aún no existen.
Porque el autoritarismo, que es la ilegítima imposición a otros de mis decisiones –volviendo al origen de este artículo– no tiene una dimensión unitemporal. También existe el autoritarismo intergeneracional, el que obliga a los ciudadanos del porvenir a vivir según las leyes del pasado, anulando sus posibilidades de elaborar las propias. Ya lo dijeron, una vez más, los franceses en el artículo 28 de la Constitución de 1793: “A ninguna generación le está permitido imponer sus propias leyes a las generaciones futuras”.
Es lo que estamos haciendo hoy. Intentando construir las leyes de nuestro tiempo, que orientarán los derroteros de los que en el futuro llegarán. Donde desde ya muchos queremos dejar el espacio para que aquellos respondan, según la mirada de su tiempo, a las preguntas que seguirían vigentes. Pero que por haber intentado ellos responderlas, ganarán legitimidad.
Expresamente en este artículo no he ahondado en la variable que se ha utilizado demasiadas veces para cercenar la soberanía popular: la mal llamada gobernabilidad. Soy un convencido que un sistema electoral realmente representativo evitará los riesgos que se usan para espantar. Lo digo como participante activo de lo que fue el Movimiento Social por Aysén. Lo digo, principalmente, como un interesado ciudadano de a pie.
Y eso, precisamente, es lo que buscamos cuando hablamos, cantamos, escribimos y declamamos por una asamblea constituyente. Que no es más que la muestra profunda de nuestro democrático compromiso con la sociedad en que nos toca vivir. Y la que vendrá.
Por Patricio Segura