Carta a los adherentes, votantes y simpatizantes de la candidatura de Jorge Arrate en la primera vuelta presidencial:
Santiago, 18 de febrero de 2010.
Compañeras y compañeros, amigas y amigos:
El triunfo de la derecha en la elección presidencial es un retroceso de las perspectivas democratizadoras que hemos impulsado. No obstante, en nuestro caso, los resultados de la primera vuelta fueron un avance.
Por primera vez en 37 años habrá en la Cámara tres diputados comunistas -tres diputados de la izquierda- electos con altas votaciones. Aunque desde luego aspirábamos a una mayor adhesión electoral, en la elección presidencial alcanzamos el más alto porcentaje obtenido por una candidatura de izquierda desde 1970.
Lo conseguimos a pesar de ostensibles desventajas: para elegir parlamentarios en el sistema binominal debimos concentrar nuestra fuerza, no postular candidatos a senadores e inscribir sólo 12 candidatos a diputados de las propias filas. Nuestros adversarios nos superaron en gasto total declarado por 9, 15 y 31 veces. Tuvimos que prevalecer sobre varias tentativas de horadar nuestros apoyos y liquidar nuestra opción. Los espacios que la prensa escrita, radial y televisiva entregó a las demás candidaturas fueron, según todas las mediciones, muy superiores a los asignados a la nuestra.
Desde el punto de vista cualitativo, la campaña movilizó a numerosos jóvenes que se aproximaron a nuestras organizaciones para participar o iniciar su vida política. Candidatas y candidatos identificados con nuestras ideas vencieron en la mayoría de las elecciones universitarias realizadas en 2009. Ofrecimos a la ciudadanía, una vez más, el ejemplo de las múltiples acciones y jornadas voluntarias emprendidas por ustedes sin más estímulo que el deseo de luchar por sus ideales. El Juntos Podemos y la estructura nacional de sus organizaciones, el Partido Comunista y la Izquierda Cristiana, el Frente Amplio con sus componentes en desarrollo, e innumerables dirigentes sociales, barriales, sindicales, de la cultura, y muchos independientes, se movilizaron con mística y entusiasmo, dignificaron la política y reafirmaron valores y principios. Nuestra propaganda fue la más austera y hermosamente artesanal, y nuestra franja televisiva la más original y de más alto nivel cultural.
Hicimos visible la idea de una sociedad distinta, de otro modo de convivir, de un país regido por criterios de igualdad y de libertad y no por el imperio del mero cálculo económico. Nuestro mensaje programático fue poderoso y estremeció la pauta de debate impuesta por los medios de comunicación controlados por la derecha. El resultado fue una convergencia de mucha potencialidad entre las concepciones de avanzada social y el inconformismo popular, que va más allá de las opciones de voto, muchas de ellas determinadas por la idea del “voto útil” u otros cálculos similares.
Nuestro discurso político sin dobleces evidenció que no es concebible cambiar Chile sin izquierda o con una izquierda acallada, porque sólo nosotros asumimos explícitamente las aspiraciones populares y nos atrevemos a colocar en discusión los temas que los demás evitan u ocultan. Si no hubiésemos levantado un programa propio y una candidatura, ninguno de los otros presidenciables habría considerado reemplazar la actual Constitución y nadie hubiera propuesto una Asamblea Constituyente para permitir la expresión de la soberanía popular, ni sustentado con ímpetu los derechos históricos de los pueblos originarios, ni la justicia plena en materia de derechos humanos, ni tampoco la recuperación del cobre para Chile y los chilenos.
Nadie hubiera subrayado la centralidad de los profesores en la educación, el imperativo de terminar con la municipalización de escuelas y liceos, la necesidad de un trato digno para las universidades públicas y de avanzar hacia un sistema nacional de educación pública gratuito que signifique un ataque frontal a la desigualdades. Ningún otro programa planteó, sin vacilaciones, la cuestión de género y el reconocimiento de los derechos sexuales y reproductivos de la mujer, ni propuso una concepción en que desarrollo y protección del medio ambiente fueran parte de una misma ineludible ecuación, ni demandó una legislación laboral que proteja efectivamente a los trabajadores. Ninguno como el nuestro se pronunció de manera terminante contra todas las formas de discriminación, entre ellas la fundada en la libre opción sexual de las personas.
Siempre llamamos las cosas por su nombre. Sabemos que la renuncia a las identidades comienza por el lenguaje: olvidar el nombre de las cosas, rebautizarlas según hacia dónde sopla el viento, llamar “gobierno militar” a la dictadura, “pronunciamiento” al golpe de estado, “democracia” a la democracia incompleta, “excesos” a las violaciones de los derechos humanos, “equidad” a la justicia social, “imperio de la ley” a la represión policial desmedida, “flexibilidad laboral” al despido arbitrario, “libre mercado” a la concentración oligopólica, “interés máximo convencional” a la usura legalizada, “progresismo” a una visión impregnada de escepticismo sobre las posibilidades de luchar por cambios más profundos.
Son bien evidentes las insuficiencias de la tarea que juntos realizamos. Entre ellas, subrayo dos: primero, no estuvieron en nuestra campaña todos los que comparten o se aproximan a la visión de sociedad que propiciamos. Debemos ser persistentes para abrir espacios y tender puentes que nos acerquen a todos los socialistas fieles al legado allendista, a ex militantes antidictatoriales hoy dispersos o pasivos, a compañeras y compañeros que desconfían de la lógica partidista, de la participación electoral o de los entendimientos con fuerzas de centro, pero que tienen con nosotros amplias coincidencias programáticas.
Segundo, no conseguimos movilizar a más de un 40% de ciudadanos excluidos o autoexcluidos de formular su opinión a través del voto, en particular jóvenes que no han querido hasta ahora tomar partido en las contiendas electorales. Con muchos de ellos compartimos el rechazo al modelo político y económico vigente y un horizonte de más libertad e igualdad.
Un mes antes de la elección formulamos una invitación a Frei y Enríquez, de cara al país, durante el último debate televisivo: la idea era impedir que ganara la derecha y hacer pública una común disposición a apoyar en el balotaje a aquel de los tres que obtuviera un voto más, sin otra condición que la reciprocidad y algunos acuerdos básicos. Nos parecía crucial, en ese momento, hacer sentir a los electores que Piñera no podría superar la barrera de una voluntad común de las tres postulaciones que no eran de derecha. Sin embargo, Frei y Enríquez evadieron una respuesta oportuna o expresaron objeciones.
Durante la campaña, Enríquez generó “un espacio de ambigüedad favorable a Sebastián Piñera”, como expresé en presencia de ambos aludidos, ambigüedad que los medios de comunicación de derecha se encargaron de alimentar y sostener sin pudor alguno. Frei, mal asesorado, enfrentó con manifiesta debilidad la ofensiva de Enríquez, sin poner en evidencia los equívocos del discurso de su contendor ni hacerse cargo frontalmente de sus imputaciones. El interés de muchos concertacionistas por capturar a cualquier precio los votos de Enríquez para asegurar su sillón parlamentario y un mal cálculo sobre la segunda vuelta, inhibieron una adecuada respuesta de Frei y de sus candidatos a los ásperos ataques de que fue objeto. Así, la ya erosionada identidad de la Concertación se diluyó aún más, víctima de la descalificación sin respuesta dirigida contra su líder.
En la segunda vuelta, la definición mayoritaria de las fuerzas que apoyaron nuestra candidatura fue aceptar la propuesta de 12 puntos a la que se comprometió unilateralmente y por escrito el comando de Frei y votar por él. Esos 12 puntos debieran, si los concertacionistas fueran coherentes, constituir una base mínima para la actuación de sus parlamentarios y los de izquierda en el próximo período. Algunos de los nuestros estimaron insuficiente la propuesta de 12 puntos, pero aún así no se hicieron parte de la convocatoria a votar nulo que otros sectores formularon.
Compañeras y compañeros:
El gobierno de Piñera representa el punto más alto de fusión entre dinero y política. Hoy la derecha suma al poder económico, comunicacional y gubernamental, buena parte del Congreso y de los municipios, poderosas universidades, colegios y escuelas, instituciones de salud y seguridad social privadas, o sea una concentración de facultades desconocida en Chile, salvo durante los diecisiete años de dictadura pinochetista.
Es una imperiosa necesidad de la justicia social abocar nuestra energía a reconfigurar un actor poderoso e influyente, capaz de comprometer a la ciudadanía en las luchas populares, a incidir en los movimientos sociales, en las políticas públicas, en el Congreso, en el indispensable debate político-cultural. Si no lo logramos, todo cambio profundo que contravenga las bases del actual modelo será postergado o terminará en una simple corrección destinada a sostenerlo.
La opinión pública es ahora convocada a nuevos juegos retóricos como la llamada “oposición constructiva” y el denominado “gobierno de unidad nacional”. La verdad es otra: el modelo será profundizado por los nuevos gobernantes para reafirmar el lucro como el motor de todos los ámbitos de la existencia, disminuir el sentido y significado de lo público, lo colectivo, lo comunitario, e intensificar el uso de los instrumentos represivos del Estado y de los mecanismos de disciplinamiento social. Entre estos últimos destacan la precarización del empleo y la desprotección del trabajo y el perverso e interminable circuito del endeudamiento y la transferencia de los colosales intereses a los capitales financieros concentrados.
En la práctica, la “oposición constructiva” será el nuevo nombre de la complicidad con el modelo y del acomodo de parte de la Concertación a una circunstancia en que el ejercicio de la política será mucho más abiertamente funcional a la gran economía privada. “Gobierno de unidad nacional” será la manera de llamar un supuesto afán de incluir que sirva de cobertura al viejo e irrenunciable afán de excluir que ha caracterizado históricamente a la derecha.
La cohabitación binominal entre los partidos de la Concertación y la derecha no se romperá mientras la izquierda no se desarrolle más y genere magnetismo y fuerza suficiente. Bajo un gobierno de derecha el terreno de batalla política y social es más desnivelado que frente a un gobierno de centro, como hubiera sido el de Frei. Por eso la construcción de una izquierda plena, heterogénea, crítica, futurista, y con capacidad de aliarse es una tarea más compleja, pero también más imperiosa.
Amigas y amigos:
En la primera vuelta emergieron dos posturas directamente competitivas con la nuestra, ambas de matriz concertacionista. Una, el “progresismo” que, gracias a su singular plasticidad, ha sido incluso reivindicado conceptualmente por Piñera y dirigentes de la UDI. Esta reivindicación de la derecha se agrega a un proceso de desfiguración o vaciamiento que ha sufrido el término “progresismo”, hoy invadido en todo el mundo por concepciones “social liberales”. La Concertación se ha ido acercando cada vez más a este punto de vista. Este hecho obliga muy particularmente al Partido Socialista -aunque no sólo a él- a enfrentar un tiempo de definiciones en el que deberá definirse “progresista” o retomar su identidad de izquierda.
El “progresismo liberal”, definición no única pero principal que Enríquez adoptó durante la campaña, se convirtió en el manto de la segunda postura abiertamente competitiva con la nuestra: el “transversalismo”, una variante de los movimientos de amplio espectro en que conviven sectores de pensamiento de avanzada social con segmentos de impronta neoliberal. El “transversalismo”, teorizado y promovido expresamente por Enríquez y sus directivos, constituyó un espacio promiscuo, agresivo con la izquierda, a la que descalificó y atacó duramente, que logró captar, con un discurso atrevido, en constante deslizamiento en una y otra dirección, parte significativa del descontento frente a la binominalización del país y a la actuación de los partidos. Hábilmente la derecha lo convirtió en un dispositivo para golpear a la Concertación, frenar la emergencia de una izquierda más vigorosa y, en último término, facilitar la elección de Piñera.
Para nosotros no era sencillo enfrentar este desafío. Por una parte, por las limitaciones materiales. Por otra, porque la decisión de proponer al país un programa posible pero radicalmente reformador no se conjugaba con la disputa del voto fácil, aquel al que importa más la resonancia que el contenido. De este modo hubo personas de pensamiento de izquierda que quedaron entrampadas por la atracción mediática del “transversalismo”. Pero, especialmente, faltaron puentes entre el mundo orgánico y aquel de ánimo más receloso y distante de los procesos electorales y de los partidos. No tuvimos una plataforma común más desarrollada, más allá de los esfuerzos valiosos realizados por años por el Juntos Podemos, que permitiera consolidar lazos con los segmentos más desintegrados del sistema político.
En todo caso, cualquiera sea la frontera que se establezca entre los “progresistas” y los “transversalistas”, ambas opciones ni sustituyen ni representan a la izquierda actual ni a aquella más amplia que pudiéramos configurar. El progresismo es una opción ciertamente legítima, si bien distinta a la nuestra. Será, en todo caso, una corriente con la cual podríamos eventualmente pactar o coaligarnos, según determinen las circunstancias, pero desde una posición definida y clara.
¿Qué hacer para construir esta izquierda actualizada? Para dar un primer paso es deseable generar acuerdos sobre ideas básicas y modos de impulsarlas y desechar toda pretensión a concordancias totales. Una gran asamblea nacional convocada con amplitud podría debatir esta materia. Habrá entre nosotros, pienso, componentes orgullosos de su larga historia, indispensables por su convicción y su demostrada capacidad de sobrevivir a ataques mortales y continuar proyectándose, y también sectores emergentes, con identidades en recuperación o en desarrollo.
Pero, si nos trabamos en una disputa entre quienes postulan ignorar la fuerza de la izquierda clásica donde se ubican socialistas, comunistas y cristianos de avanzada, y quienes no se identifican con esas vertientes históricas, no llegaremos lejos. El pasado, sin duda, no es un modelo de futuro, el futuro es un proceso siempre en construcción. No se puede construir futuro ignorando la propia historia, pero el campo de batalla no es el pasado sino el porvenir. No es esta una banal cuestión de generaciones, es un asunto sobre el modo de construcción de fuerza, que requiere de un curso constante de acumulaciones.
Las opciones organizativas deberán ser múltiples. Es deseable que convivan fructíferamente, desde el partido formal, pasando por el instrumental, las entidades de naturaleza social o cultural, los organismos existentes de hecho, los medios de comunicación de raigambre popular, hasta los individuos que quieran participar como tales. Sin duda la izquierda requiere ser política y social, reforzar las organizaciones existentes e impulsar el surgimiento de otras y respetar sus grados de autonomía derivados de su quehacer específico. Para convivir en la diversidad, la izquierda deberá ser una fuerza, un vector, una liga, un encuentro, un frente, un movimiento, como quiera llamársele, que agrupe a los organizados, ofrezca un cauce a los dispersos y despierte a los dormidos.
En los tiempos que vienen las cuestiones que juntos levantamos el 2009 no perderán vigencia. Que el pueblo soberano se exprese en una Constituyente y elabore una Constitución democrática seguirá siendo un imperativo. Lo será también no sólo evitar la privatización de CODELCO sino desarrollar una ofensiva para crear un movimiento nacional por la recuperación del cobre para los chilenos. La anulación de la ley de amnistía de 1978 deberá ahora contar con nuevos adeptos si los partidos de la Concertación cumplen con los 12 compromisos que asumieron para la segunda vuelta. La idea del salario mínimo ético y nuestra propuesta para establecerlo gradualmente continuará siendo un desafío.
En fin, será preciso, en torno a nuestros grandes anhelos, llevar a la práctica el programa, que también recoge los graves problemas que la mayoría de los ciudadanos padece en su vida diaria. Hace falta organizar luchas sectoriales, precisas y focalizadas, que signifiquen nuevos espacios eficaces de participación y movilización social.
Pienso que la izquierda debe concebirse como una nunca terminada síntesis entre lo clásico y lo nuevo, proponerse cultivar las esferas de lo político, lo social y lo cultural con igual energía, agitar sus grandes banderas transformadoras y, al mismo tiempo, ocupar los microespacios de la vida cotidiana. Es decir, ser movimiento, o frente, ser partido y sindicato, ser junta de vecinos y centro cultural, ser militante y ser adherente, ser afiliado a un partido y ser independiente, ser asociación de consumidores, ONG ecológica, centro de estudios o escuela de formación ciudadana.
Amigas, amigos, compañeras, compañeros:
Sinceramente no puedo afirmar con certeza que podamos realizar un proyecto unitario y superador de esa amplitud y pretensión en tiempos relativamente breves. Entiendo que con motivo de la reciente campaña he acumulado temporalmente un patrimonio político que no me pertenece en exclusiva y que corresponde al esfuerzo de todos aquellos que me apoyaron. Por eso siento el deber y, al mismo tiempo, tengo la aspiración de contribuir a que ese proyecto común se desarrolle. Deseo hacerlo desde una condición que, al menos por el tiempo previsible, será la de un ciudadano sin afiliación partidaria. No aspiro a cargos de dirección política ni a candidaturas. Estaré disponible para la tarea indicada, en la medida de mis propias posibilidades y definiciones personales.
Algunos me han dicho en las últimas semanas que debemos prepararnos para derrotar a la derecha dentro de cuatro años. Siempre estaré listo para participar en una tarea con esa convocatoria. Sin embargo, creo que será imposible lograrlo si ese es el objetivo único que nos proponemos porque, si bien atractivo, es insuficiente. Desplazar a la derecha requiere nuevos actores y otro proyecto, no uno parecido al que sustenta la propia derecha. Derrotar a la derecha dentro de cuatro años no puede ser un juego de “alternancia” y de nueva consagración del sistema político imperante. Una Concertación erosionada que se acomode ahora a ser la oposición, más “constructiva” o menos “constructiva”, dentro del viscoso escenario de la cohabitación binominal, carece, como lo señalé hace mucho tiempo, de capacidad política y creadora para construir nuevos tiempos.
Ni la cosmética ni el rejuvenecimiento de rostros podrán sustituir la renovación de padrones partidarios explotados hasta la saciedad por las respectivas cúpulas, la autocrítica a fondo, fundada y verdadera, y una visión de futuro que no siga pagando un costoso diezmo a la autocomplacencia, a los militantes lobistas, a los operadores que negocian todo con todos, a las múltiples redes transversales que tejen un poder que pareciera impermeable a los resultados electorales. Los indispensables cambios que auguro que ocurran, serán un proceso. Llevarán más o menos tiempo según nuestro empeño y vocación unitaria.
Sí, habrá que unir fuerzas para derrotar a la derecha. Pero sólo una izquierda recargada en sus perspectivas e integrantes podrá garantizar que vivamos efectivamente nuevos tiempos y no la repetición de un ciclo con los mismos actores y el mismo paisaje.
No habrá victoria sobre la derecha sin una izquierda orgullosa de sí misma, diversa, imaginativa y creadora, que proponga un futuro más libre e igualitario y ennoblezca la política.
Fraternalmente,
Jorge Arrate Mac Niven