En cierto sentido, las Asambleas Constituyentes tienen un carácter re fundacional: es el caso histórico de las Cartas Magnas de Estados Unidos y de Francia, en el siglo XVIII, y de España, en 1812, La Pepa, 1931, la de la II República, y la 1978, formulada y promulgada después de la muerte de Franco. En Latinoamérica, Venezuela, Bolivia y Ecuador poseen el mismo carácter fundacional. En el caso chileno, desde 1833 hasta ahora, no ha existido ninguna Asamblea Constituyente, sólo dos plebiscitos fraudulentos para refrendan sendas Carta Magna ilícita, el de 1925 y el de 1980, amos impuestos por una alianza cívico-militar.
La historia, lo sabemos, no se repite: la teoría circular del “eterno retorno” es sólo una posición filosófica, sin ninguna prueba que la avale en los hechos, sin embargo, se pueden comparar procesos político-sociales que, en fondo, tienen una textura histórica similar, por ejemplo, la Constitución de 1925 surge del quiebre de dominación oligárquica que había comenzado en el Centenario de la república, y que se radicalizó en 1920, con la candidatura a la presidencia de Arturo Alessandri Palma. No es casualidad el que los militares revolucionarios de 1925 hubieran visualizado la Asamblea Constituyente, pero la astucia de Alessandri y la espada del inspector del ejército, Mariano Navarrete, lograron burlar este ideal democrático mediante el ardid de proponer un texto constitucional, redactado por el propio Presidente, para ser plebiscitado.
Pienso, basándome en este precedente histórico, que la forma para lograr que un plebiscito permita convocar a una Asamblea Constituyente exige, necesariamente, una radicalización de la crisis de dominación oligárquica que, a mi modo de ver, hasta ahora se expresa de manera larvaria por una fuerte desconfianza en las instituciones del Estado – Parlamento, Ejecutivo, partidos políticos, poder judicial e, incluso, la iglesia católica, preferencialmente – y en el sistema electoral – considérese que hoy la Presidenta representa el 20% del universo electoral y los parlamentarios apenas el 8%; si estos datos no representan una crisis de representación y legitimidad, no hay donde perderse.
En un artículo anterior traté de caracterizar el quiebre político actual en Chile como el paso de una monarquía oligárquica a lo que se podría llamar “una república virtuosa”: todos los grandes procesos de quiebre conllevan una ética que, en caso de las movilizaciones sociales, que se radicalizaron en 2011, especialmente las estudiantiles, regionales y ecológicas, contienen un fuerte fundamento de la ética de la convicción weberiana. Principios como “educación gratuita, pública, laica y universal, derecho inalienable a la salud y a una vivienda digna vienen a constituir las ideas-fuerza que relacionan la tradición republicana y el cambio. Estas características explican la convocatoria y masividad de estas manifestaciones ciudadanas, de ahí que la calle se convierta en el actor fundamental del cambio político.
En nuestro país, la república murió en 1973 y, lo que vino a partir de esa fecha fue una monarquía oligárquica, con dos modalidades: dictadura autoritaria y democracia duopólica, al fin y al cabo quien termina mandando es el finado Jaime Guzmán con sus famosas trampas, candados y “jaulas de hierro”, tan bien descritas por el cientista político y constitucionalista Fernando Atria.
Creo que al definir la Constituyente como una refundación republicana de Chile, que recupere y supere la larga lucha del laicismo y el Estado docente, de los ideales de “pan, techo y abrigo”, y “gobernar es educar”, de Pedro Aguirre Cerda y, en la actualidad, de reemplazar una sociedad absolutista de mercado por una sociedad de derechos y participación popular, es lo que da sentido ético y moral a lucha por la Asamblea Constituyente.
Rafael Luis Gumucio Rivas