En medio de una deslegitimación absoluta y clara de nuestra clase política, especialmente de esa que está constituida por nuestros diputados y senadores, vale la pena hacer la reflexión de porqué tenemos este poder legislativo que tanta desconfianza nos da desde hace bastante tiempo y que más encima, cuando lo elegimos -hasta hace poco con el insufrible binominal-, ni siquiera nos ofrecía la certeza de que el más votado fuese finalmente electo.
Algunas preguntas acerca de este poder y de cómo podríamos pensarlo e imaginarlo de una manera distinta, a continuación.
Pequeños rastros de historia
El primer Congreso en Chile se remonta a julio de 1811. Este Congreso unicameral y constituido por 41 diputados, con tres golpes de Estado, sin siquiera terminar ese año y bajo el mando de José Miguel Carrera, se disuelve en diciembre de aquel año y según palabras del militar independentista, era solo un grupo mayoritariamente de ignorantes y asesinos dirigidos por algunos perversos, así que pareciera que desde los albores de la instalación de este eje político existen cuestionamientos a su gestión o a quienes lo conforman.
En 1812, se configura un Reglamento Constitucional Provisorio que instala la figura del Senado en nuestro país y una vez afianzada la Independencia en 1818 y tras ensayos constitucionales, es finalmente la Constitución de 1822 la que dispone la creación de un sistema bicameral, es decir, constituido por una Cámara de Diputados y un Senado.
La figura de un parlamento bicameral se ratifica a través de las Constituciones de 1833, 1925 y 1980, entonces, bajo la mirada crítica es posible atender a que existe una larga historia en nuestra experiencia de país independiente con este formato de parlamento.
La pregunta: ¿Tiene sentido tener un Congreso bicameral?
La fuerza de los hábitos es una de las más difíciles de combatir. Los hábitos se arraigan y se quedan adosados en las miradas de quien los lleve consigo por mucho tiempo y es precisamente eso lo que casi siempre termina por agotar los días más anónimos hasta los sistemas y estructuras que arman una sociedad completa.
Probablemente sea ese afán de permanecer anquilosados en la comodidad de un sueldo de más de 8 millones pesos por parte de muchos de nuestros diputados y senadores lo que los haga defender y sostener este sistema que, finalmente, es el que les proporciona comodidad y tribuna. Y con esto no afirmo que todos sean unos gañanes que pretendan profitar de las arcas estatales ni de nuestros impuestos sin hacer, porque claramente hay una porción de honorables que realmente defienden esa adjetivación y trabajan desde sus trincheras, sin embargo, y refrendado por los últimos escándalos y esta sensación ciudadana que los deslegitima, hay una cantidad considerable de legisladores de ambas cámaras, que actúan desde una torpeza supina, atendiendo a sus intereses más íntimos o sencillamente a su pereza -es cosa de ver el registro de asistencia de muchas y muchos congresistas-.
Entonces, ¿tiene sentido mantener tal cantidad de legisladores -120 diputados y 38 senadores-, y más encima dispuestos en dos cámaras?
Quienes sostienen la idea de perpetuar este formato de parlamento, generalmente defienden esa postura afirmando que los proyectos de ley son ideados y discutidos con mayor detalle y acuciosidad, permitiendo una mayor reflexión de las propuestas a tratar. Se suma a lo anterior, la función de “enfriamiento” que cumplirían los senadores con los proyectos provistos por la Cámara Baja, en donde, por el ardid o la rapidez de su planteamiento, la calidad de estos mismos podría resultar en leyes febles o mal desarrolladas.
Ahora bien, ¿porqué cobra sentido articular un parlamento constituido en una sola cámara? Las razones empiezan desde el momento en que vemos a una clase político legislativa tremendamente deslegitimada ante la población y que aún así es capaz de legislar con celeridad, por ejemplo, las alzas de sus sueldos y beneficios y mantener en el olvido leyes de mayor impacto y beneficio social. Este escenario, frente a los vientos de transparencia que empiezan a soplar en el andamiaje político, se ve con mayor claridad y da cuenta de que existe una sobrepoblación de sujetos que, en muchísimas ocasiones, han operado oscuramente, beneficiando y apuntalando leyes que favorecen intereses de parientes y/o amigos que se desarrollan en áreas con claros propósitos lucrativos.
Entonces, las dinámicas de un parlamento unicameral podrían ofrecernos beneficios tales como mayor rapidez y presteza en el laboreo legislativo, generando en la población una sensación de mayor eficiencia y menor burocracia ante sus legítimas demandas. Además, la voluntad de esa misma ciudadanía tiene una real equivalencia en la figura de una sola cámara y no en la “dos posibles voluntades” que pueden presentarse con el actuar de dos cámaras.
Otro motivo que suma en la idea de contar con una sola cámara es que posibilita que la ciudadanía tenga mayor información acerca de los procesos legislativos y por lo tanto, las voluntades de esa población se traduzcan en gestiones más eficientes y sencillas.
Por último, en un país en que la imagen de la democracia nos fue arrebatada por la dictadura de Pinochet y ahora, en los tiempos que vivimos, que nuestros representantes “democráticamente elegidos” nos terminen dando palos y destruyendo los votos de confianza puestos en ellos, la forma de una sola cámara respondería mejor a una mirada honesta, efectiva y consistente de lo que es realmente una democracia, en donde nosotros, los y las ciudadanas, realmente tengamos los legisladores que queremos y necesitamos.