En la oficialización de lo que todos ya sabían, en fecha reciente, la Comisión de Inteligencia del Senado dio a conocer a la opinión pública un reporte de 6000 páginas sobre metodologías de interrogatorio -torturas- utilizadas entre el 2001 y el 2006.
A un costo de 40 millones de dólares, el informe, que tomó cinco años en completarse, describe con lujo de detalles la labor ‘casi artesanal’ de los esbirros de la CIA: palizas, ahogos con agua, vigilia forzada, vejámenes sexuales y una serie de procedimientos destinados a quebrantar al individuo en la búsqueda de obtener información.
Guantánamo, Bagram y Abu Ghraib son solo algunos de los sitios en donde se practicó -y practican- los infames métodos.
No obstante, vale la pena destacar que a pesar de los tormentos, los datos obtenidos de los sujetos no necesariamente rindieron los frutos esperados; es decir, poco o nada se logró en términos de inteligencia.
De hecho, privar a cientos, sino a miles de personas de sus derechos básicos en un contexto de humillaciones y atropellos, solo contribuyó a menoscabar -aún más- la reputación estadounidense ante el mundo.
A pesar de todo -increíblemente- hay quienes justifican los martirios. Los legisladores republicanos, ultraconservadores y fanáticos de la derecha más bien buscan que se continúe con la práctica de torturar a los sospechosos de terrorismo.
Mientras, en los pasillos del poder norteamericano, la Casa Blanca niega conocimiento del tema. Algo similar ocurre al otro lado del Atlántico; Londres expresa ignorancia sobre las denuncias de tortura.
Parece que para EE.UU. y aliados adjuntos, los derechos humanos son de ‘adorno’. Bajo la doctrina de la seguridad nacional cualquier justificación es posible, la tortura se excusa, así como la existencia de cárceles secretas y los asesinatos de inocentes que quedan impunes.
En suma, se trata del mismísimo paladín de los derechos humanos, quien de repente se convierte -bajo admisión propia- en el torturador más grande del mundo: el burro hablando de orejas.