La historia es implacable, indesmentible, y en Chile sus dardos apuntan a las tiendas derechistas cuando se necesita saber qué sector de nuestro mundillo político ha sido el menos demócrata y el más golpista durante los últimos dos siglos.
Todos y cada uno de los golpes de Estado acaecidos en nuestro país, así como la única guerra civil registrada en nuestra Historia, fueron generados y protagonizados por la Derecha, la que no sólo golpeó a opositores que no pertenecían a familias aristocráticas sino, también, en el sempiterno afán por dominar todo, poseerlo todo y expoliar todo y a todos, sin ambages, acuchilló a muchos de sus propios aliados ocasionales. Revisemos someramente los eventos principales estelarizados por la derecha chilena, cuya característica indesmentible es el clasismo reflejado en el desdén y desprecio por el resto de la sociedad nacional.
¿Cuántos han sido los eventos ‘golpistas’ más importantes en el devenir de Chile desde su independencia hasta nuestros días? Si nos constreñimos en el análisis específicamente a aquellos que se transformaron en gobiernos (de facto, en todos los casos), el número pareciese exiguo, pero si consideramos también a las asonadas e intentos sediciosos, la cuenta aumenta de inmediato. Lo relevante es que todos y cada uno de esos episodios fueron protagonizados por la Derecha.
La máxima de los conservadores pareciera ser “asesinar a la democracia para mantener enhiesta e incólume la libertad de explotación en el gobierno del expolio”. Este asunto no es nuevo, claro que no, viene ocurriendo desde la época portaliana, como se puede observar en las líneas siguientes, pues luego de la independencia del país y del exilio de Bernardo O’Higgins se establecieron con claridad dos facciones políticas (aunque ambas pertenecientes al mismo tronco social): Liberales y Conservadores.
Esas facciones, el año 1829, se enfrentaron en la batalla de Lircay (Talca), triunfando las huestes conservadoras dando nacimiento al ‘estado portaliano’, el cual representaba a los comerciantes nacionales y extranjeros. A partir de ese momento el Estado se sustentó en el apoyo y cobijo entregado por la Clase Política Militar y la Clase Política Civil, asociadas ambas en lazos sanguíneos de parentesco ‘familisterial’ y en intereses económicos y de clase.
El año 1891 volvería a exigir una definición respecto de la lucha entre liberales y conservadores (el pueblo continuaba ausente de toda responsabilidad gubernamental), y una vez más, luego de una cruenta guerra civil, los mismos intereses ultra conservadores se impondrían a sangre y fuego sobre la posición más nacionalista planteada por el presidente (liberal) José Manuel Balmaceda. Al revisar las causas que originaron la sedición y el golpismo de la derecha fundamentalista –que siguió las coordenadas ‘aconsejadas’ (y en cierta medida financiadas) por la argamasa inglesa que en Chile encabezaba John North- se obtiene un panorama que ahora, en el siglo veintiuno, a los chilenos les resulta de sobra conocido, ya que en esencia es el mismo que desglosó los episodios de sangre y genocidio experimentados por el país en 1973.
El presidente Balmaceda tenía la intención de contar con presencia del Estado en las salitreras y aumentar la exportación del llamado ‘oro blanco’, incrementando los ingresos fiscales, para así, financiar el plan de obras públicas del gobierno. Los empresarios del salitre (principalmente John North), como también la oligarquía y el parlamento, se opusieron violentamente, y contaron con el decidido y sedicioso apoyo de una parte de las fuerzas armadas, la marina. Los niveles de respeto debidos a las autoridades de gobierno se vieron sobrepasados por medio de la agresión de una prensa virulenta, la que llegó a incluir en sus ataques a los familiares y a las vidas privadas de los hombres públicos. ¿Algo distinto a lo acaecido ochenta años más tarde?
Pero, no avancemos indebidamente en este escueto recuento. El año 1924, otra vez, la derecha conservadora movió a sus representantes militares y dio un eficaz zarpazo a la débil institucionalidad de la época. El año 1920 las posiciones conservadoras perdían fuerza y apoyo luego de tantos incordios políticos y masacres de trabajadores, como el ocurrido el año 1907 en la escuela Santa María, en Iquique. Un liberal, Arturo Alessandri Palma, quien también había sido opositor al gobierno de José Manuel Balmaceda en 1891, obtuvo el triunfo en la elección presidencial, en un momento que a juicio de quien escribe estas líneas constituyó una especie de ‘bisagra’ histórica mediante la cual fue posible encauzar algunos importantes avances en materias laborales y políticas. Vea usted.
En 1920 recién había terminado la Primera Guerra Mundial, conflicto que generó relevantes cambios en la geografía de Europa, así como avances notables en la aviación, las comunicaciones y la industria naval y automovilística, entre otros aspectos cuya mención sería extensa para este breve documento. Abreviando lo que importa relatar, al llegar Alessandri al gobierno había también asuntos políticos de fuste, como los coletazos de la revolución rusa que terminó con el zarismo e instaló, por primera vez en la Historia Universal, al partido comunista a cargo del gobierno de una nación poderosa, de un ex imperio, en este caso, la vieja “madre Rusia” convertida ahora en la URSS (Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas), motivando un verdadero pánico en las potencias occidentales capitalistas (algunas todavía colonialistas) que vieron en el comunismo a su nuevo gran enemigo. Por ello, el Vaticano editó encíclicas explicitando llamados de alerta a los gobiernos occidentales en cuanto a detener el avance del comunismo mediante algunas mejoras en las condiciones generales (y salariales) de los trabajadores.
Ello lo aprovechó Alessandri Palma para intentar cambios en materias laborales y, muy particularmente, en la redacción de una nueva Constitución Política. Sin embargo, la lucha de un Ejecutivo constitucionalmente débil, ante un Legislativo fuerte, originó a la postre, el año 1924, el episodio del “ruido de sables” protagonizado por oficiales del ejército en una de las sesiones de la Cámara de Diputados, lo que derivó en la renuncia del Presidente y su auto exilio en Europa. Fue algo temporal, claro está, ya que los militares en el gobierno fracasaron de manera estrepitosa, y la oficialidad joven dio un nuevo golpe desbancando a los viejos generales, llamando de regreso a Alessandri Palma, quien pudo oficializar no sólo la Constitución Política del año 1925 sino, también, publicar el Código del Trabajo, documento de excepcional relevancia para Chile en esa época, el cual había sido redactado en 1924.
Años después vinieron las asonadas y actos sediciosos que encabezaron personajes como el general Carlos Ibáñez del Campo, perenne complotador contra todos los gobiernos de la época… amigo personal (y quizás ‘fans’) de Juan Domingo Perón, con quien se hermanaba en el afecto a las corrientes fascistas que estaban en boga en Italia y Alemania en la década de 1930. Sin duda alguna, esos ‘amores’ al fascismo serían tomados en brazos no sólo por los talibanes beatos monárquicos españoles dirigidos por Francisco Franco, sino también por los derechistas chilenos de las décadas posteriores, específicamente a partir de los años 70 en adelante… hasta hoy.
El trienio 1970-1973 fue la cúspide del accionar ultra derechista contra la democracia institucional. No se requiere abundar en detalles, ya que se trata de un asunto (la dictadura empresarial-militar y el genocidio llevado a efecto en nuestro país desde 1973 a 1989) vastamente conocido por la sociedad chilena actual. Cabe recordar, eso sí, las palabras pronunciadas en el siglo diecinueve por Eduardo Matte Pérez, bisabuelo de Eliodoro Matte Larraín, actual mandamás de una de las pocas familias que continúan controlando el grueso del Producto Interno Bruto (PIB): “Los dueños de Chile somos nosotros, los dueños del capital y del suelo; lo demás es masa influenciable y vendible; ella no pesa ni como opinión ni como prestigio”.El robo de empresas fiscales y el entreguismo a los capitales transnacionales, así como el amordazamiento de toda opinión crítica y el combate a bayonetazos de cualquier intento de democratizar la nación, comprobaron cuán ciertas era las palabras de Matte Pérez, las que seguían conformando el alma de las verdaderas opiniones de la derecha chilena
Cuando finalmente el régimen dictatorial intuyó que le sería imposible mantenerse ad eternum en el gobierno, decidió imponer una Constitución Política que fuera favorable a los intereses de quienes le habían sustentado económica y políticamente. El año 1980, sin registros electorales válidos, ni posibilidad ninguna de debatir las proposiciones de los dictadores, en una opereta teñida de falsa legalidad, fue oficializada la Carta Magna que todavía rige las acciones del país en las materias pertinentes a las leyes. Una pantomima que nos avergüenza como nación; una Constitución que resulta ser estrafalario ente al momento de hablar sobre “la democracia en Chile”, cuestión que queda demostrada al recordar las palabras de Jaime Guzmán, ideólogo de ese adefesio llamado Constitución Política: “la finalidad de estas reglas constitucionales es que si llegan a gobernar los adversarios, se vean constreñidos a seguir una acción no tan distinta a la que uno mismo anhelaría, porque –valga la metáfora– el margen de alternativas posibles que la cancha imponga de hecho a quienes juegan en ella sea lo suficientemente reducido para hacer extremadamente difícil lo contrario”.
Es decir, el asunto no era otro que manipular las reglas para que sólo la derecha pudiera ganar; para que ella ganara incluso cuando perdiera. ¿Y si pese a tales ‘resguardos’, la derecha fuese derrotada catastróficamente en comicios legislativos democráticos y transparentes, qué haría? Intentar un nuevo golpe de estado, obvio.
Durante las primeras cuatro administraciones de la Concertación (y también en su propio gobierno, con Sebastián Piñera a cargo del Ejecutivo), la Alianza derechista pareció aceptar someterse a las reglas del juego democrático… ello se debía, en esencia, a que logró mantener en el Congreso los quórum que le permitían vetar cualquier iniciativa de ley que pudiese parecerle negativa en la defensa de los intereses de siempre, vale decir, de la expoliación de los recursos naturales (estratégicos o no estratégicos) llevada acabo por el mega empresariado criollo y extranjero, como también la explotación vergonzosa del recurso humano, arrasando de esa laya el territorio nacional y su gente, haciendo realidad aquella frase que dijéramos hace algún tiempo: “en América hay un país llamado Chile donde nada es de Chile”.
Cuando la Derecha perdió algunos de los quórum en los últimos comicios parlamentarios, sabiendo que su opinión y votación en el Congreso, legal y constitucionalmente, no podrían impedir la concreción de ciertas leyes que les resultasen “demasiado democráticas”, de inmediato inició el viejo y consabido proceso de desestabilización política, económica y social, con miras a conformar una situación de débito general que, a la postre, ‘justifique’ acciones de fuerza a cargo de los mandos militares que, oh sorpresa, pertenecen a los mismos grupos familiares dueños de la férula social y económica.
En esa coyuntura se encuentra Chile en este preciso momento. Es la antesala a una de estas dos alternativas que el actual gobierno (segundo mandato de doña Michelle Bachelet) deberá tomar: cumplir sus promesas de campaña y enfrentar los bandazos y pataletas de una derecha dispuesta incluso a financiar actos de terrorismo, o por el contrario borrar con el codo lo que escribió de propia mano y llamar a la Alianza (con el feliz beneplácito de la democracia cristiana) a cohabitar en La Moneda.