Es muy corriente en todo el mundo que los gobiernos se quejen del obstruccionismo que practican los parlamentos respecto de las iniciativas del Ejecutivo. Las oposiciones no quieren, por lo general, el éxito de quienes están gobernando, al grado de que son capaces, incluso, de bloquear aquellos cambios que a todas luces signifiquen un progreso para la población.
Muchas veces, esto es posible por la situación de empate popular entre las expresiones políticas que gobiernan y las de sus adversarios. No ocurre cuando un mandatario cuenta con un masivo apoyo ciudadano y los gobiernos se imponen apelar constantemente al pueblo para demandar su apoyo. Es decir, mucho tiene que ver esto con el liderazgo, la autoridad moral y, por cierto, la concordancia de sus programas con los intereses sociales.
Siempre se anota que el presidente Salvador Allende fue capaz de nacionalizar el cobre por la unanimidad de un Parlamento que le era muy hostil, como que, a corto andar, la mayoría de los legisladores terminaron alentando el Golpe Militar que lo derrocó. Habría sido imposible que una demanda soberana tan arraigada en un pueblo activo y movilizado hubiera sido rechazada por los diputados y senadores. Simplemente, estos no se atrevieron y buscaron el camino de la sedición para terminar con los cambios que se proponía La Moneda. Cuestión que ya no sería necesario por la rápida conversión neoliberal de nuestras autoridades supuestamente vanguardistas o de izquierda.
En Europa hemos observado alianzas repugnantes entre partidos ideológica e históricamente adversarios a objeto de compartir el poder, repartiéndose ministerios e instituciones públicas para, en definitiva, morigerar los objetivos planteados por los que se habían impuesto en las elecciones. Alemania fue una patética expresión de esto, en que democratacristianos y socialdemócratas terminaron cogobernando y consolidándose como una clase política en que su principal objetivo es la mantención en el poder.
Dígase lo que se quiera del expresidente mexicano Andrés Manuel López Obrador, pero lo que parece indiscutible es que en el ejercicio del poder acrecentó su apoyo popular y fue capaz de lograr profundas reformas (como la judicial) una vez que el parlamento le fue mayoritario. Lo que se explica en su perseverancia, pero mucho en su relación cotidiana con el pueblo, sumando voluntades que finalmente se impusieron contra el obstruccionismo de sus detractores de derecha que, desde luego, hacían todo lo posible por desbaratar el cumplimiento de su Programa.
Un liderazgo nada de vociferante, pero muy efectivo si se considera su costumbre de iniciar el día con una rueda de prensa y hacer sus planteamientos al pueblo a través de los medios de comunicación. Al grado que culminó su administración con un enorme apoyo entre los más de cien millones de mexicanos que decidieron darle continuidad a sus propuestas con la elección de Claudia Sheimbaum, la primera mujer en llegar a la Presidencia de este país. ¡Cuánto se dijo que los audaces propósitos de su Partido Morena serían imposibles al lado de los Estados Unidos y la influencia de las poderosas empresas nacionales y transnacionales asentadas en todo el territorio!
No es lo que acontece con la suerte de un Lula, en Brasil, por ejemplo, donde la reconstitución del bolsonarismo amenaza cada día más con el programa del Partido de los Trabajadores que, pese a su nombre, la verdad es que concita un modesto apoyo ciudadano. Por el contrario, ya se ve como el presidente argentino es capaz de alcanzar objetivos que son claramente contrarios al interés nacional, las centrales sindicales y los poderes fácticos. El éxito, hasta aquí, de Javier Milei, se debe al liderazgo que concitó a propósito de denunciar tenazmente la podredumbre de la política y el descalabro económico ocasionado por la administración de Alberto Fernández.
Hasta febril en sus propuestas, el mandatario argentino ha hecho frente con éxito a un parlamento muy adverso, como al boicot callejero de las entidades peronistas. Aunque en su deschavetada acción arriesgue la posibilidad de perder el enorme poder que obtuvo, lo que podría explicarse en su egolatría y, por cierto, débil o inexistente vocación democrática. Lo que lo ha llevado aplaudir a Trump y destituir a su ministra de Relaciones Exteriores por oponerse al bloqueo norteamericano a Cuba, una sanción repudiada casi por el mundo entero. Para colmo, ahora, se echa encima a los estudiantes y a quienes ya sospechan que su genuina voluntad es la de privatizarlo todo y consolidar un capitalismo todavía más extremo que el de su vecino Chile. Condenando, también a su país, a la inversión extranjera y el abuso de las empresas transnacionales.
Se podría hacer una lista de otros gobernantes que, en aras de programas que logran encantar a los ciudadanos, muy rápidamente renuncian después a sus promesas y sucumben a la corrupción, el peor flagelo de la política regional. Escándalos transversales como el de Lava Jato, sumado a otros graves y bullados episodios a nivel nacional, comprometen a múltiples dirigentes políticos y partidos del continente, haciendo imposible que los mandatarios se propongan gobernar con el pueblo y para el pueblo.
Por Juan Pablo Cárdenas S.
Columna publicada originalmente el 14 de noviembre de 2024 en Política y Utopía.
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