El trabajo de Michelle Bachelet ha sido criticado ampliamente por la derecha, por sectores de la misma Concertación e incluso por personeros de su propio gobierno. Si bien no se puede negar que ha sido un gobierno mediocre, tampoco podemos establecer que las condiciones para dirigirlo han sido optimas. En el corto periodo que Bachelet lleva como presidenta, el escenario político se ha destacado como una plataforma de debates constantes para negociar cuotas de poder. Una situación que se ha acentuado aun más con las inminentes elecciones municipales.
Con la cuenta regresiva en marcha se siente la tensión en el aire para conocer los resultados electorales. Puesto que los porcentajes de apoyo a los partidos en estas elecciones serán un indicador de peso relativo de los partidos dentro de sus coaliciones, los votos contados el 26 de octubre serán el principal argumento con que se negociarán las candidaturas y cuotas de poder para las elecciones concurrentes de 2009.
Una de las grandes tareas para los gobiernos post-Pinochet, fue tener como desafío modernizar las instituciones democráticas del gobierno y remendar la congregación de la sociedad civil. Esto llamó a fijar periodos presidenciales donde el candidato electo podría gobernar con relativa libertad en términos de tiempo. En un primer momento la Constitución Política de 1980 fijó la duración del periodo presidencial en ocho años. Sin embargo las reformas de 1989 y de 1994 optaron respectivamente por un periodo transicional de cuatro años, y luego periodos definitivos de seis años.
Una de las fortalezas que tenían los gobiernos de seis años era que se disponía de suficiente tiempo para garantizar la calma que los presidentes necesitan para poder involucrarse intensivamente en su trabajo. Para Frei Ruiz-Tagle y Lagos Escobar, esto fue así. Los primeros dos años en el poder fueron substancialmente de diseño, mientras que los cuatro restantes fueron de ejecución.
De hecho, una buena parte de los grandes cambios institucionales que hoy en día constituyen la estructura política de Chile fueron instaurados bajo sus gobiernos. Las grandes obras públicas, los tratados de libre comercio, los aparatos administrativos del Estado y sus sucesivas modernizaciones, incluso múltiples carreteras, industrias y escuelas, entre otros, forman parte de algunos de los legados de estos gobiernos más largos.
En un gobierno de cuatro años la planificación se comprime. Los dos primeros años se programa y se hace, y los segundos dos años principalmente se hace. Dado que son gobiernos más cortos, y el Presidente sabe que necesita avanzar mucho en poco tiempo, por lo general se tiende a realizar más políticas públicas, pero a menor escala.
En otras palabras, los periodos de seis años se asocian con pocas obras pero con mucha transversalidad, mientras que los periodos de cuatro años se asocian con muchas obras, pero poca transversalidad. Y si a esto le sumamos que por lo general en el primer año no se avanza demasiado, y que el último es opacado por las campañas electorales, es seguro decir que los gobiernos de cuatro años son sustancialmente menos productivos -a largo plazo- que los gobiernos de seis años.
Desde que Bachelet asumió la presidencia en marzo de 2006, los partidos están buscando candidato presidencial para 2009. Los actuales candidatos de la Concertación son los mismos que en alguna oportunidad fueron proclamados durante 2006, 2007: Insulza, Gómez, Bitar y Lagos entre otros. Lo mismo sucede en la Alianza, donde Longueira y Piñera se vienen autoproclamando incluso días después que Bachelet asumiera.
Si bien estas estrategias y juegos políticos no son nuevos, la intensidad con que las campañas electorales afectan a los gobiernos es mucho mayor en los de cuatro años que en los de seis. Pero no sólo perturba la gobernabilidad del país, sino que influye directamente sobre la calidad de la democracia y los mecanismos de toma de decisión en la sociedad.
Su ilustración más clara la podemos encontrar en el proceso de distribución de poder entre los partidos que forman parte de una coalición. Para ellos las elecciones sirven como razonamiento ex-ante para repartir sus respectivas cuotas de poder. A modo grueso, a partir del porcentaje de votos que un partido recibe en una elección determinada, se fijan los porcentajes de candidatos que le corresponden dentro de su coalición. Eventualmente estas cuotas se transforman en la principal moneda de negociación política inter-coalición.
En otras palabras, si un partido quiere llevar al candidato presidencial único de su coalición, la manera más fácil de justificarlo es por medio de su desempeño electoral. Tomemos el caso del partido con mayor votación en las elecciones locales, la Democracia Cristiana. En 2004 la DC obtuvo 99 alcaldías de 345, es decir 28,6% del total nacional. Si bien actualmente es el partido con más presencia a nivel local, tendrá que demostrarlo, una vez más en octubre. Sólo de este modo podrá obtener un argumento válido para imponer sus ambiciones presidenciales ante el resto de los partidos de la Concertación.
Pero este método de distribución de poder tiene serias implicancias sobre la calidad de la democracia. Por un lado divide a los partidos, creando competencias tras-bambalinas poco trasparentes, y por otro lado consolida a las elites como los sectores encargados de tomar las decisiones -a costa de la voluntad de la gente.
Hasta que no exista un mecanismo para seleccionar candidatos más transparente, la democracia será restringida. Una buena alternativa para evitar este “malfuncionamiento” democrático son las primarias, donde la gente elige al candidato de su sector para que los represente en la elección presidencial. A diferencia de un candidato electo por negociaciones entre las cúpulas tecno-políticas de los partidos, un precandidato electo popularmente en primarias es uno de consenso que no sólo entrega la decisión final a la gente, sino que le brinda legitimidad al proceso.
En fin. Las elecciones municipales de 2008 no sólo eligen alcaldes y concejales, sino que también pavimentan el camino de quienes serán los candidatos presidenciales de 2009. En estas ultimas semanas antes de la elección, y por varias de las que la sigan, veremos a los partidos y sus representantes cardinales desplegando sus mejores tácticas de negociación. A falta de un método transparente para seleccionar a los candidatos presidenciales, estas negociaciones se seguirán dando a puertas cerradas y a nivel de cúpulas. Restando alrededor de un año para celebrar el bicentenario en Chile, ya parece ser hora de transparentar el proceso político y abrir las puertas de la participación y de la democracia a todos los chilenos.
Kenneth Bunker