La expulsión del Director de Human Rights Watch (HRW), José Miguel Vivanco, otorgó a la prensa motivos para criticar al gobierno bolivariano, como muchas veces, pero esta vez el asunto era tanto más grave, se trataba nada menos que de acusaciones sobre violaciones a los Derechos Humanos. Los medios, por lo general, han puesto énfasis en que dicha expulsión conlleva una privación a la libertad de expresión, con el objeto de acallar supuestas violaciones a los Derechos Humanos denunciadas por Vivanco en una Conferencia de Prensa. Pero, poco han dicho sobre cuales fueron los derechos supuestamente vulnerados.
Indagando en el informe y en la poca prensa que se refirió sobre estos derechos hay uno particularmente que parece ser el más contundente: “La nueva ley que permitió copar el Tribunal Supremo con aliados del gobierno (que) aumentó el número de magistrados del Tribunal Supremo de 20 a 32” y que vulneraría los Derechos Humanos basándose en que “no ha actuado para contrarrestar ataques a la separación de poderes”, ni “ha salvaguardado derechos fundamentales en casos prominentes sobre medios de comunicación y sindicatos”. HRW ha señalado que no existen más argumentos que aliviar la carga del tribunal para aumentar el número de magistrados. Sin embargo, basándonos en la tesis de Roberto Gargarella, habría detrás de esta crítica de HRW una posición conservadora, elitista y principalmente contramayoritaria[i].
En el constitucionalismo la protección de los Derechos Fundamentales es una garantía de los individuos frente al poder del Estado y como un límite que éste tiene para intervenir en la vida de las personas. En los orígenes de las democracias modernas, se ha institucionalizado a los tribunales como garantes de estos derechos (sobretodo la propiedad) y como contenedores del avance de las mayorías populares, convirtiéndose, finalmente, en protectores de las minorías económicamente poderosas. Al revertirse esta situación, el sistema acusa la herida, como creo fue el caso de Venezuela.
En democracia, la soberanía popular reside en el pueblo, el que elige a sus representantes. Estos, al agruparse, forman mayorías políticas, (conforme a la regla de oro de la democracia que es la regla de la mayoría )en el parlamento o en el poder ejecutivo, ejerciendo el control de la acción del Estado y la facultad legislativa, es decir, pueden mediante la creación de leyes adoptar medidas cuyo límite son los derechos fundamentales. Para esto se necesita de un consenso mayoritario, en la cámara respectiva o entre la cámara y el presidente.
Sin embargo, para el pensamiento conservador resultaría demasiado peligroso dejar todo el poder del Estado en manos de las mayorías. El constituyente norteamericano, James Madison, criticó en “El federalista” a las mayorías legislativas porque actuaban motivados por el impulso de una pasión común o por un interés adverso a los derechos de los demás ciudadanos, siendo este comportamiento propio de éstas y, por lo tanto, el orden institucional debía estar orientado a impedir este comportamiento. Madison, buscaba evitar el avasallamiento de las minorías, pero entendía a éstas como a las minoría de los opulentos o a las minorías “con riquezas, estatus y poder”.
En consecuencia, se hacía imperiosa la necesidad de crear mecanismos que realizara contrapesos a la voluntad mayoritaria —como hemos visto, generalmente adversa a los intereses de la clase económicamente poderosa—, entre los que se cuenta el sistema electoral, congreso bicameral, base distrital, entre otros. Además, un órgano que hiciera respetar la Constitución y los derechos consagrados por ella, conteniendo de esta forma la voluntad mayoritaria.
El poder judicial vino, en este sentido, a poner el freno a las asambleas legislativas y sus miembros otorgaban confianza por ser un grupo selecto y confiable. Su número reducido, en comparación con una cámara del Congreso, resulta paradigmático, ya que esta última crea leyes, necesitando una legitimidad democrática para hacerlo, en tanto que el tribunal —sin ella— puede derogarlas. Sobre cómo cumplirían la labor de frenar a las mayorías, Hamiltón señaló en El Federalista que “el poder judicial debía proteger la constitución y los derechos fundamentales de los efectos de esos malos humores que las artes de hombres intrigantes o la influencia de coyunturas especiales esparcen a veces entre el pueblo”.
En Venezuela, con la constitución del 99 se realizó un complejo sistema de integración de magistrados, cuya base de participación es más amplia que en la de otras democracias, al integrar a otros poderes en la conformación de los candidatos a magistrado, para que sean elegidos por la Asamblea Nacional, que es un congreso unicameral federal.
HRW denuncia que la nueva Ley Orgánica del Tribunal Supremo de Justicia (LOTSJ, de 2004) permitía que “un candidato que no recibiera una mayoría de dos tercios en las primeras tres votaciones podría ser elegido por mayoría simple en la cuarta.[ii]”, lo que a juicio de HRW permitía al gobierno copar el Tribunal Supremo, recomendando un quórum de las dos terceras partes de la Asamblea Nacional, tal como habían sido ratificado anteriormente algunos magistrados.
Sin embargo, el quórum puede tener una doble lectura, por un lado permite consensos más amplios —como efectivamente plantea HRW— y, por otro, otorga a una minoría política la capacidad de veto, equiparando un tercio con dos, cuya única justificación lógica sería conservadurismo contramayoritario. De acuerdo a este segundo criterio, podríamos afirmar que la ampliación de magistrados y la disminución del quórum mitigan el carácter contramayoritario que conllevan los altos tribunales y es, en consecuencia, positivo.
Me parece muchísimo más democrático, más legitimado, un tribunal que cuente con un respaldo mayoritario a uno que cuente con un acomodamiento no de mayorías, sino de clase.