El título de la columna no es al azar, y está inspirado en el libro que recibe el mismo nombre, del célebre sociólogo, Pierre Bourdieu. En esta ocasión, sirviéndome de esa retórica, me interesa plantear una disyuntiva crítica respecto a la relación entre intelectuales y política en nuestro país; relación que por lo demás, no es para nada nueva, aunque hoy padece una severa crisis.
Históricamente, los intelectuales han tenido un fuerte vínculo con la política. Esto es posible de observar, a través de las prácticas que han tenido grandes pensadores con militancia política. Es el caso, por ejemplo, de Jorge Arrate, ideólogo de la renovación socialista, y vinculado al mismo partido, cuya influencia fue inminente en la reestructuración de esa institución política. Otro ejemplo, es el de Clodomiro Almeyda, profesor de teoría política en la Escuela de Sociología de la Universidad de Chile, hombre fundamental en la controversial historia del Partido Socialista de Chile. Del mismo modo, la derecha también ha tenido importantes figuras con militancia política: es el caso del actual presidenciable, Andrés Allamand, uno de los fundadores de Renovación Nacional e ideólogo de la derecha más liberal. Y en el extremo, Jaime Guzmán, militante del Movimiento Gremialista, ideólogo de la derecha conservadora y fundador de la UDI. Así, se podrían señalar varios ejemplos de grandes intelectuales, que más allá de las distinciones políticas, han estado fuertemente vinculados a los procesos sociopolíticos.
Esta relación entre intelectuales y política que se ha dado en Chile, podría ser considerada, para los más puristas, como una suerte de deformación del oficio que atentaría contra el principio de “lo objetivo” en los discursos científicos, y que en el caso de nuestro país, podría ser explicada, en gran medida, a través de las prácticas de los intelectuales políticos, cuyas acciones han estado, desde su origen, orientadas por la acción política. Ello, precisamente, por la condición histórica de las ciencias sociales, las que desde su génesis siempre abogaron por realizar críticos diagnósticos de la sociedad chilena y simultáneamente proponer soluciones de superación.
Como han comentado importantes autores sobre este tema, este ímpetu crítico de los intelectuales se institucionalizó en las nacientes ciencias sociales, así como también en las ciencias económicas, cuya máxima institución representante fue la CEPAL. En ella, la participación de intelectuales comprometidos con el cambio social permitía conjugar los aspectos económicos y sociales del desarrollo, en función de transformar las estructuras sociales para terminar con la desigualdad.
El régimen militar acabó con todo el avance institucional de las ciencias sociales, historia por lo demás, muy sabida, que terminó con muertes e intelectuales exiliados. Sin embargo, la reorganización de los intelectuales tuvo cabida en los Centros Académicos Independientes, cuya labor permitió preparar críticas al régimen autoritario, poder conocer su naturaleza y preparar la transición a la democracia. ¡Qué duda cabe del papel de los intelectuales en este proceso!. Si antes reflexionaban en las estrategias del desarrollo y cambio social, en dictadura debatían y estudiaban cómo definir al régimen y cómo recuperar la democracia. Figuras importantes de las ciencias sociales participaron de este proceso: entre ellos, Tomás Moulian, Manuel Antonio Garretón, José Joaquín Brunner, Eugenio Tironi, Angel Flisfisch, entre otros intelectuales de importancia gravitante en ciencias sociales y política.
Cabe preguntarse entonces: ¿Dónde quedó ese ímpetu crítico? ¿Murió la crítica en 1997, con el reconocido libro Chile Actual: Anatomía de un Mito o con el Informe de Desarrollo Humano del PNUD de 1998, preparado por Norbert Lechner? ¿Qué papel juegan hoy los intelectuales ante la hegemonía del modelo de desarrollo neoliberal? ¿Qué pasó con las instituciones críticas como ARCIS, Academia de Humanismo Cristiano, FLACSO, CEPAL, entre otras, y las críticas radicales y proposiciones de cambio social, al modelo socioeconómico y político imperante?
Evidentemente surgen más preguntas que respuestas: Por un lado dicha erradicación de la crítica se corresponde con la fragmentación de las ciencias sociales producida en dictadura. Esa transformación, sin duda destruyó gran parte del componente crítico. Sin embargo, el conglomerado de la Concertación, compuesta por una proporción no menor de gente proveniente del mundo de las ciencias sociales, no generó grandes modificaciones para salvaguardar la condición de las ciencias sociales, apuntando a su dimensión crítica de cambio social. De algún modo, la democratización después de los 90’, se convirtió en el concepto capital de las ciencias sociales, pero pasó de ser un fin –sin resultados positivos-, y no necesariamente un medio en pos del bienestar social. De ahí surgieron las voces disidentes que criticaron la transición, e hicieron reflexionar sobre el proceso sociopolítico, aventurando una alternativa a la administración del modelo de desarrollo neoliberal, pero que hoy, parecieran brillar por su ausencia.
Con todo, la cientifización de la actividad académica, los indicadores burocráticos de gestión y de acreditación, y la ideología del credencialismo, tan criticada en su momento por Pierre Bourdieu, hoy parecen imponer un “imperio de la técnica”, en el cual se refugian grandes intelectuales, subordinados a estos mismos criterios; grandes aparatajes institucionales, financiados por mecenas con fuertes vinculaciones políticas (a veces de insospechados intereses), que cumplen con todas las exigencias del mercado universitario, pero que carecen del sustrato original de las ciencias sociales, a saber, la masa crítica que le vida. El mismo Pierre Bourdieu decía en 1984: “y la sociología no se merecería ni una hora de esfuerzo si tuviera que ser un saber de expertos reservado a expertos”, frase olvidada en los cajones de los escritorios sofisticados de los intelectuales, quienes desafortunadamente padecen el mismo mal que gran parte de la clase política: el cierre de su campo de acción y la separación del mundo social que lo reconoce y legitima.
Si en un momento fue el desarrollo social y económico en pos del cambio social, y si en un momento fue conocer el funcionamiento del régimen autoritario y su posterior democratización, hoy creo que asistimos a un sitio eriazo dominado por la “universitecnia”, alejado de toda proposición normativa de proponer formas de sociedades distintas…y lo peor, que se han convertido en saberes reservados a expertos que distan mucho de aquellos que están muy por fuera del campo científico, y que se validan precisamente de esa condición, mientras más lejos estén de aquellos que podrían eventualmente beneficiarse de ese conocimiento.
La pregunta es: ¿la ciencia, es un fin en sí mismo o ella tiene un fin normativo? Ante el fracaso a todas luces del modelo de desarrollo neoliberal, cabe al menos cuestionarse cuál es el papel de los intelectuales en esta titánica tarea de apuntar hacia una transformación social. Claramente, no es interés de esta reflexión responder esta pregunta de gran complejidad, pero al menos “lanzar la primera piedra” en función de sospechar sobre este tema, que como sabemos, ha sido esencial para el desarrollo de la política y la sociedad.
Por Alejandro Osorio Rauld
Sociólogo. Magíster Ciencias Sociales, Universidad de Ch