El ministro del Interior, Rodrigo Hinzpeter funciona en una sociedad cuya principal preocupación es la delincuencia. Ese fue el énfasis de campaña de la derecha en su carrera al gobierno, en ello insisten los medios que parten cada noticiario con el asalto del barrio y, de paso, nos han llenado de cámaras nuestra privacidad.
Pero ahora las prioridades de la ciudadanía son otras. Porque hace rato nos dimos cuenta que es más peligroso que el lanza del Paseo Ahumada el político que se hace rico con la plata de estudiantes endeudados; que es más peligrosa la impunidad de los empresarios externalizando desastres ambientales que el joven que vende un par de porros en la esquina; o causa más daño el asalto a los trabajadores que cada mes reciben un sueldo mínimo.
A ese sutil pero trascendente cambio de prioridades pareciera que los políticos simplemente llegaron tarde.
Hoy se anuncia un cambio de gabinete y las miradas están puestas en el ministro del Interior, Rodrigo Hinzpeter, quien llegó a alargar del nombre de su cartera con el apellido de Seguridad Pública. Su nombre figura en el postergado enroque ministerial no por meternos miedo durante años (cosa que de por sí debiera penalizarse), sino porque jamás les cayó bien a los capos de la UDI.
Hinzpeter funciona como ministro en una sociedad del miedo, el que alimentaron por décadas nuestros medios de comunicación, pero sostener que la delincuencia es el principal problema de los chilenos se hace pedazos cuando la realidad es más rica que una serial policial.
Si por años las encuestas y los medios –que funcionan de la mano- lograron que el miedo a ser asaltado o el mal recuerdo de un lanzazo movilizaran las intenciones de voto, hoy resulta un mal chiste la fácil frase repetida por Lavín de que un gobierno de derecha acabaría con ‘la puerta giratoria’ en las cárceles.
Si bien el miedo fue clave en el ascenso de Piñera al sillón de O’Higgins, sus continuas apelaciones a que ganarían la ‘batalla contra la delincuencia’ chocaron con una realidad irreductible para el ejército de tecnócratas de Paz Ciudadana enquistados en La Moneda. Tanto que la semana pasada el mismo Piñera reconoció que quizás nunca ganarían la declarada ‘batalla a la delincuencia’. Le faltó decir al narcotráfico.
Y es que de tanto repetirse los estereotipos, se rompieron en el choque con la experiencia social. Muchos usuarios de marihuana son exitosos profesionales y hasta un niño sabe que meterse un chocolate al bolsillo en un supermercado no es nada comparado al saqueo del Estado que los grupos económicos perpetraron a mano armada hace un par de décadas.
El asalto hoy prosigue a manos de ‘Mineros de Chile’, pero el sheriff de Piñera porfía en concentrarse en las pequeñas ilegalidades.
Hinzpeter creyó que gobernaría en un comic como el del Salón de la Justicia, pero resulta que hoy nos entretenemos más con South Park o la Casa de los Dibujos. Las nuevas generaciones ya no se compran el cuento del bueno y el malo. Parece que le hizo mal su formación bajo la tutela de Alberto Espina, quien hace más de 20 años saca votos entre las viejas repitiendo la caricatura del ‘drogadicto que asaltará a las buenas familias’.
Quizás los políticos no se han dado por enterado porque aún les funciona el circo electoral a base de un electorado caduco, a quienes seducen en millonarias campañas financiadas por las empresas cuyos intereses defienden. Aún no se dan por enterados que a la hora del noticiario el people meter donde revienta es en Internet.
Las prioridades en derechos básicos son lo que nos afecta el día a día y no el eventual asalto o la historia del robo a la cartera de la vecina. Para los chilenos son más escandalosos los carísimos aranceles universitarios, las largas horas de espera en los consultorios para que te den un paracetamol o el tener que esperar hasta media hora para pagarles un kilo de azúcar a los supermercados que no quieren contratar más personal.
El aún no darse cuenta de eso exige una cirugía más profunda que un cambio de gabinete. Exige que toda la clase política que ha negociado esta transición de nunca acabar sea capaz de reconocer su incapacidad ante estos nuevos tiempos y asuman que no se la pueden, que sus gramáticas de poder están viciadas y que sus discursos ya no convencen ni a sus nietos. Las generaciones más jóvenes les estaríamos por siempre agradecidos.
Por Mauricio Becerra R.
@kalidoscop
El Ciudadano