Un sector de la clase política ha reaccionado biliosa a la obviedad planteada por el intendente Huenchumilla desde que asumió el cargo en la Araucanía: el problema entre el Estado chileno y el pueblo mapuche no es policial, sino político, y se resuelve solo con soluciones en perspectiva histórica, por encima del cortoplacismo que ha caracterizado a la acción de los partidos en la post-dictadura.
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Pero para un sector de nuestra dirigencia tal planteamiento solo puede inducir a actos aberrantes de renuncia en el cumplimiento de la función pública. Pareciera que la mejor solución es someter la demanda mapuche a través del terror y, si no, el terror es propio ¿Por qué? De todo lo dicho, la gota que al parecer rebasó el vaso es aquella según la cual el problema se resuelve con la devolución de las tierras.
Asistimos, entonces, al mismo endiosamiento del territorio que afecta transversalmente a la dirigencia política chilena. En la centroizquierda, también y por cierto, como denunciara Domingo Namuncura. La misma que plantea una única posición de Estado posible frente a la demanda boliviana: decir no. Y la misma que llevada a las prácticas del poder estatal se aterra ante la diversidad: un ariqueño, un pascuense y un chilote son chilenos y punto, sin tener en cuenta que son tantas las diferencias que nuestra institucionalidad también, si quisiera ser razonable, debería adaptarse.
Aunque esta vez asistimos a ver que algunos eran interpeladores y otros interpelados, aquí no hay quien se quede afuera. Como si fuera un gran collage, el rostro del Poder en este tema se configura con la cohesión sucesiva de los poderes institucionales, sociales y comunicacionales. Porque, digámoslo claramente, en el caso chileno el Estado, su configuración, la idea que se transmite de cómo es esta nación e incluso su relato han sido construidos por una élite. Es ella la que, desde la llegada de los españoles, ha temido y reprimido por partes iguales a los mapuche. Como ha afirmado lúcidamente el director del Museo de Arte Precolombino, Carlos Aldunate, la idea de Chile luego de la independencia fue forjada entre cuatro paredes, por un grupito, a imagen y semejanza de las costumbres de los poderosos de la zona central: hombres, santiaguinos, de tez blanca y en algunos casos huasos hacendados. Si, por ejemplo, usted pasara lista a la actual composición del Congreso Nacional, se daría cuenta que las cosas no han cambiado demasiado, aunque bajo la ficción de la representación por sufragio popular, distritos y circunscripciones.
Las voces de este poder que se presume incontrarrestable necesitan instalar cuando se ven amenazadas la equívoca percepción de una unanimidad social, en la que no quede espacio para una voz que matice la represión o la mano dura. El verdadero consenso es que todos deseamos que termine la violencia; la discrepancia es que para el Poder no todas las violencias valen lo mismo. Porque para enfrentar lo que estima un foco terrorista, profundizará un estado de excepción que existe hace años en la zona, incluso al margen de la institucionalidad, gracias al cual se ha ejercido la represión contra familias desarmadas o contra niños, situación que ha merecido el repudio sistemático de organismos internacionales, tal como una vez más lo ha hecho Naciones Unidas, y que, por cierto, jamás ha sido informado por el diario o la televisión. A no ser que, quien sabe, el Estado considere que esos niños mapuche atacados son parte de la amenaza terrorista, como cree el ejército israelí en Gaza.
Para que no haya asomo de matices, surge el concepto de “mano blanda” para el desempeño de cualquier autoridad que no haga en la Araucanía lo mismo que, guardando las diferencias, hace por estos días Benjamin Netanyahu. Para esta posición tan segura de sí misma, no habría lugar para el sentido común y para decir, por ejemplo, que las voces que hoy reaccionan en coro contra la violencia callaron o incluso tuvieron participación en las muertes de Matías Catrileo, Alex Lemún y Jaime Mendoza Collío. Para decir que son jueces y parte porque no es exactamente, o no solamente, el combate de la violencia lo que les importa.
La derecha, y no digamos que parte importante de la Nueva Mayoría esté ajena, quiere el pulgar en alto de la Opinión Pública para reiniciar la “Pacificación”. Y ya sabemos que, raramente, en la Araucanía esa palabra significa exactamente lo contrario que en el resto del mundo. Para que haya paz verdadera, al menos desde que existe el mundo moderno, deben concurrir las voluntades de las partes involucradas, satisfaciendo sus expectativas, sin reservas no explicitadas que puedan reeditar la violencia más adelante, perpetuándola. El Estado de Chile no piensa igual: ha repetido, y ahora se le fuerza a que lo haga de nuevo, la búsqueda de una “paz” unilateral, eufemismo para referirse al sometimiento de los mapuche en favor de los intereses de otros ¿Quiénes? No los chilenos en general, sino los grupos que han monopolizado los beneficios del progreso en nombre de la patria.
La democracia, y por eso es tal, contempla mecanismos para la búsqueda de entendimientos. Pero siempre hay políticos, en toda época y lugar, dispuestos a no hacer lo que les es propio y en cambio buscar un camino más rápido, que no obligue a los poderosos a transar. Para ello siempre se encontrarán justificaciones: hoy es la idea de la “mano blanda”, sospechosamente alimentada por la oportuna ola de bombazos que nadie saben quién ejecutó.
A Huenchumilla ni a nadie se le puede imputar mano blanda por la lucidez de mencionar el trasfondo: la tensión que ha enfrentado a los intereses de quienes controlan el Estado de Chile, primero oligárquicos y luego neoliberales, con las distintas manifestaciones de la sociedad mapuche. Quizás valga mencionar una sola y decidora diferencia: a lo largo de los siglos, las comunidades de esta etnia, más allá de su diversidad, han desarrollado la conducta de adaptarse a los territorios que ocupan, sin pretender transformar la naturaleza. Exactamente lo contrario que las empresas forestales que a través de los monocultivos desarrollan en la zona su industria millonaria. La justificación para ello es irrefutable: ¿por qué los mapuche no hicieron lo mismo? Porque son flojos, por supuesto. A esa mirada no se le pasa por la cabeza que existan relaciones no instrumentales, menos aún con el medioambiente.
Ahora que la interpelación se ha materializado como una lamentable parodia, parece haber llegado la hora de hablar en serio. ¿Qué diferenciará a la Nueva Mayoría de la derecha y, para no ir tan allá, del primer gobierno de Bachelet? ¿Qué hará exactamente el intendente Huenchumilla, aparte de decir lo que ha dicho? ¿Cómo responderá el Estado de Chile a los nuevos cuestionamientos de Naciones Unidas por sus políticas represivas en la región? Responder a estas tres preguntas nos llevará a un escenario de verdad significativo, al revés de la intrascendente puesta en escena de esta semana en el Congreso Nacional.
Por Patricio López