Da un paso al frente: dicen
Que eres un hombre bueno.
Que no eres venal, pero el rayo
Que parte la casa tampoco
Lo es.
(…)
Y después te vamos a enterrar
Con una buena pala en buena tierra.
Así que oye bien: sabemos
Que eres nuestro enemigo. Es por eso que te vamos
A poner delante de un paredón. Pero, tomando en cuenta
Tus méritos y virtudes,
Va a ser delante de un buen paredón que te vamos a matar,
Con buenas balas tiradas con buenos fusiles”.
Así termina el primer capítulo de Sobre la violencia, del filósofo esloveno Slavoj Zizek, anunciando sin ambages lo que viene: una vuelta a la orden del día de la política revolucionaria y de su corolario, el terror. Figura prominente de la teoría crítica contemporánea, Zizek es todo un fenómeno: las editoriales se arrebatan sus títulos, da conferencias multitudinarias, un sinfín de documentales le están dedicados y hasta una discoteca de Buenos Aires tiene su nombre…
Éxito que se explica en cierta medida por su manera de mezclar las referencias abstrusas a Hegel con la cultura popular –novelas policíacas, de ciencia ficción, filmes de Hollywood, chistes del antiguo campo socialista, digresiones acerca de las nuevas prácticas sexuales–, a la vez que despliega una feroz y no menos sutil crítica del capitalismo contemporáneo –a lo cual añade citas de Stalin para reprender la flojera de la izquierda institucional–; cierta tendencia a la provocación que el autor se puede permitir, ya que su pasado de disidente en el período comunista lo pone al amparo de toda sospecha de afinidades con el estalinismo. Bajo la batuta de una tríada corrosiva (Hegel, Marx, Lacan) a la cual de vez en cuando se suma el maestro del suspense, Hitchcock, en el baile al que nos invita Zizek la guillotina acosa las máscaras.
Pero ¿de dónde viene esa necesidad de rehabilitar la violencia como instrumento de lucha política? Para poder responder esta pregunta es necesario detenerse antes en la distinción que Zizek establece entre violencia subjetiva y violencia objetiva. Mientras que la primera es ejercida por un agente claramente identificable, la segunda se distingue por el hecho de ser inherente al sistema –pero no por ello corresponde al monopolio de la violencia legítima del Estado (ejército, policía, etcétera)–, sino más bien a las formas de coerción mucho más sutiles que rigen las relaciones de dominación y de explotación. La fase actual del capitalismo evidencia la complementariedad entre estos tipos de violencia: “la violencia ultraobjetiva o sistémica, inherente a las condiciones sociales inducidas por el capitalismo global (el cual implica la creación automática de individuos excluidos y dispensables como los parados o los desahuciados), y la violencia ultrasubjetiva de las nuevas corrientes fundamentalistas étnicas y/o religiosas (en una palabra: racistas)”. De ahí la advertencia de Zizek: no nos podemos dejar subyugar por la espectacularidad de la violencia subjetiva –motines en los suburbios, atentados terroristas, etcétera–, puesto que no es más que el tipo más visible, tan sólo la reacción ante esta violencia mucho más importante: la violencia sistémica de base. Teniendo en cuenta esa dialéctica, se disipa el aura de irracionalidad que, en la opinión pública, ensombrece con frecuencia las manifestaciones de violencia subjetiva.
EL REINO DEL CAPITAL
Aquí cobra sentido la cita que inicia este artículo. La erosión del Estado-providencia en el curso de las últimas décadas ha propiciado el surgimiento de un tipo de personalidad pública a la que Zizek tilda de comunista liberal. ¿Qué es un comunista liberal? Se trata ni más ni menos del hombre de negocios que pretende que es posible aprovecharse de la globalización y a la vez “adoptar los valores anticapitalistas de responsabilidad social y ecológica”: Bill Gates, George Soros, o los directores ejecutivos de Google, IBM, INTEL, eBay…
Para el comunista liberal los antagonismos socio-económicos se reducen a problemas concretos que hay que resolver lo antes posible: hambruna en África, fundamentalismo religioso, opresión de las mujeres musulmanas, etcétera. Sus obras caritativas, su implicación en la resolución de las crisis humanitarias, no resisten comparación alguna. Pero, claro está, con una condición: el repliegue del Estado. Si se les exige demasiados gravámenes a las corporaciones o si se las trata de regular: ¿cómo generar los fondos destinados a los necesitados? En realidad, su discurso no se aleja de la doxa neoliberal, a no ser por cierta condescendencia hacia los desfavorecidos.
Con razón Zizek los utiliza para mostrar el funcionamiento de la ideología en su más pura expresión: la violencia socio-simbólica, al desplegarse, nos (a)parece espontánea: de tal modo las desigualdades socio-económicas terminan por inscribirse en el orden natural de las cosas. A lo cual habría que añadir que los comunistas liberales, al igual que las élites en su conjunto, lejos de desempeñar el papel de marionetistas, están ellos mismos atrapados en las redes de la ideología capitalista. O tal como a Zizek le gusta citar la que considera la más elemental definición de la ideología: no saben lo que hacen, pero aún así lo hacen.
Esto, empero, no los exime de su credo ni de sus acciones: “en la lucha contra la violencia subjetiva, los comunistas liberales no dejan de ser los agentes de la violencia estructural que crea las propias condiciones de la explosión de esa violencia subjetiva. Los mismos filántropos que pagan millones para luchar contra el SIDA o promover la tolerancia han arruinado la vida de miles de individuos por medio de la especulación financiera y asimismo han creado las condiciones favorables para el auge de la intolerancia que denuncian”. En resumidas cuentas, “la caridad no es más que una máscara generosa que disimula el verdadero rostro de la explotación económica”.
Así pues la dinámica de autogeneración continua del capital se convierte en “la clave de los sucesos y catástrofes de la vida real”.
Retomando un enfoque marxista, Zizek insiste en que esta abstracción (el incesante auto-engendramiento de la circulación del capital) determina la estructura de la vida social. Y, para no dejar dudas sobre el tenor de la violencia objetiva, que atraviesa el conjunto de la sociedad desde los más acomodados hasta los más desposeídos, Zizek acude a la distinción establecida por Lacan entre la realidad y lo Real: “la realidad remite a la realidad social de las personas implicadas concretamente en las interacciones y los procesos de producción, mientras que lo Real consiste en la inexorable lógica abstracta y espectral del capital que determina lo que sucede en la realidad social”.
La crisis económica actual ilustra perfectamente este problema: “la realidad no tiene importancia, es la situación del capital lo que cuenta”.
LA POLITICA DEL MIEDO
Tras la caída del comunismo y la asunción de la democracia liberal como estadio final de la evolución política –el “fin de la Historia” de Fukuyama– nuestro modo político ha pasado a ser el de la biopolítica postpolítica.
Según Zizek, éste es el marco actual: la postpolítica pretende haberle dado la espalda a las viejas luchas ideológicas para centrarse en la gestión de expertos y a su vez la biopolítica tiene como fin la regulación y la seguridad del bienestar de los individuos. Tecnocracia y primacía del confort resultan ser las dimensiones que se imponen una vez que se renuncia a la toma de postura ideológica y por ende a la política; todo se reduce a la gestión eficaz de la existencia. Aun así, esa supuesta objetividad de las élites, la de hacer política sin ideología, no hace más que poner de manifiesto el dominio de la ideología capitalista: a tal punto satura los mecanismos sociales que se vuelve invisible.
Esta situación constituye de facto un vaciamiento de la democracia. A partir del momento en que la política se reduce al peritaje, a la coordinación objetiva de intereses, el único modo de movilizar a las multitudes o de inyectar un poco de pasión en el debate, es el recurso al miedo, “constituyente de base de la subjetividad actual”. La obsesión por la seguridad (delincuencia, terrorismo) sirve pues de detonante al despliegue de los más variados dispositivos de vigilancia y represión: ubicuidad de las cámaras y de las policías privadas, proliferación de los sistemas de rastreo (pasaportes biométricos, bancos de datos genéticos) y de las leyes que inhiben el derecho a manifestarse.
Una breve digresión acerca del masturbatón resulta útil para comprender el alcance del miedo en estos tiempos. En 2006 Londres fue la sede del primer masturbatón del Reino Unido, evento en el que centenares de hombres y mujeres se masturbaron en beneficio de agencias especializadas en la sexualidad y la reproducción. “La postura ideológica en la que se origina el concepto de masturbatón se caracteriza por un conflicto entre su forma y su contenido: constituir un colectivo a partir de individuos dispuestos a compartir con otros el egoísmo solipsista de su placer exclusivo […]. Esta colusión de elementos contrarios se funda en la exclusión compartida: estar solo en medio de una multitud no es sólo una posibilidad, es un hecho. Este aislamiento y esta inmersión impiden ambos la verdadera intersubjetividad, es decir el encuentro con el Otro”.
No es una casualidad que entre las ventajas de la masturbación citadas por los organizadores se indicara que ésta encarna el summum del safe sex.
Ostentación del placer solitario, exclusión del otro real como amenaza, obra de caridad a favor de ese mismo otro pero esta vez virtual y por lo tanto sin posibilidad de perturbar nuestro equilibrio: curiosa manera de estrechar vínculos, ¿no? A la gran orgía, en que el exceso de fluidos, olores y cuerpos eran el aguijón del deseo, la sustituye el exhibicionismo aséptico de la petite mort en solitario. Del ‘uno para todos, todos para uno’ al ‘se mira y no se toca’, más que un cambio de lema, una profecía: el masturbatón es el sexo de la era del miedo.
Si la política del miedo es la faceta más espectacular de la situación actual, la tecnocracia rampante es la dinámica que la determina. Irlanda nos da un ejemplo perfecto. Luego del rechazo por el pueblo del tratado de Niza en 2001, el gobierno (bajo la presión de Bruselas) convocó otro referendo para que se aprobara el texto. La historia se repitió en 2008 con el tratado de Lisboa. Y los referendos hubiesen continuado uno tras otro hasta que el pueblo tomara la decisión correcta, es decir, que aprobara lo decidido por las altas administraciones europeas. Hace poco los griegos, acosados por los demás gobiernos de la Unión, tuvieron que renunciar a un referendo sobre el pacto de austeridad que les fue impuesto a cambio del rescate financiero. Tendencia perversa que comienza a ser la norma: respecto a las políticas europeas, sólo se acepta la decisión popular si se alinea con la voluntad de la administración central.
Este desplazamiento de la política hacia la especialización explica en parte la fuerte tasa de abstención que despunta en los procesos electorales de las democracias occidentales. Zizek lo ve como la deserción de una ciudadanía que no se reconoce más en el sistema: “la abstención de los votantes va más allá de la negación intrapolítica, del voto de no-confianza: es un rechazo del marco de decisión”.
LAS CONTRADICCIONES PRINCIPALES
La conjunción de tecnocracia y obsesión por la seguridad, que actualmente condiciona la política en las sociedades occidentales, anuncia quizá el futuro del capitalismo. En «Primero como tragedia, después como farsa», al analizar el desarrollo fulgurante del capitalismo en China, Zizek se pregunta: “¿Qué pasa si la despiadada combinación del látigo asiático con el mercado bursátil europeo demuestra ser económicamente más eficaz que el capitalismo liberal? ¿Qué pasa si es la señal de que la democracia, tal como la entendemos, no es ya una condición y una fuerza motriz del desarrollo económico, sino, por el contrario, un obstáculo?”.
Alejándose de la crítica marxista tradicional, que considera los derechos universales de la democracia como el marco jurídico necesario para la explotación y la dominación de clase, Zizek destaca que dicho marco no es simple ilusión, sino que justamente la existencia de estos derechos influye en la rearticulación de las relaciones socioeconómicas, mediante la paulatina politización de éstas. Es así que surgen preguntas tales como: ¿por qué las mujeres no pueden votar?, o bien ¿por qué las condiciones de trabajo no son un problema público, político?
El éxito del capitalismo asiático viene a alterar los términos de esta ecuación, puesto que, por lo visto, constituye la vía más eficaz para eliminar las contradicciones entre la urgencia de la reproducción y circulación sin freno del capital y las reivindicaciones que emanan continuamente del juego democrático. Por lo tanto, hay algo más que una coincidencia en el hecho de que en la neutralización de la política, es decir, en la obliteración de los antagonismos que estructuran la sociedad, se sitúe el punto de convergencia entre la tecnocracia y el modelo chino.
Así pues Zizek, en «Primero como tragedia, después como farsa», señala los conflictos que, por su intensidad, manifiestan el impasse del capitalismo –que adquiere aquí un doble sentido: el de las contradicciones que la lógica capitalista es de por sí incapaz de resolver y, por ello mismo, el de barrera a su reproducción indefinida. “Son cuatro los antagonismos en cuestión: la amenaza inminente de una catástrofe ecológica; la inadecuación de la noción de propiedad privada con la de propiedad intelectual; las repercusiones éticas y sociales de los nuevos avances tecnológicos y científicos (en especial en la biogenética); y, por último, aunque no el de menor importancia, las nuevas formas de apartheid […].”
Los tres primeros elementos corresponden a lo que Negri y Hardt llaman ‘bienes comunes’, la sustancia compartida de nuestro ser social, cuya privatización actual “conlleva una violencia a la que, en caso de necesidad, habría que resistirse por la fuerza”. He aquí la explicitación: los bienes comunes de la cultura (el lenguaje, nuestros medios de comunicación y de educación, la infraestructura de los transportes públicos, de la electricidad, del correo, etcétera); los bienes comunes de la naturaleza exterior, amenazados por la contaminación y la explotación indiscriminada (ya sea el petróleo, los bosques tropicales, el hábitat natural, etcétera); los bienes comunes de la naturaleza interior, es decir el patrimonio biogenético de la humanidad, el cual se encuentra al borde del precipicio, ya que la biogenética hace realizable, por primera vez, la perspectiva de un cambio de la naturaleza humana. El último punto, las nuevas formas de segregación, reúne los otros tres, ya que el abismo entre los excluidos y los incluidos atraviesa todos esos campos.
“Lo que motiva el combate en todas estas esferas es una toma de conciencia del potencial de destrucción –que podría conducir al autoaniquilamiento de la humanidad– inducido por la lógica de “alambrado de los bienes comunes” inherente al capitalismo.”
Poco después de la caída del muro de Berlín, una broma, parodiando el curso de la historia según la ortodoxia marxista (capitalismo-socialismo-comunismo), rezaba que el socialismo era la vía más rápida para pasar del capitalismo al capitalismo. Hoy día el problema más bien sería que el capitalismo se convierta en el trampolín que nos propulse de un salto a la horda primitiva –no por gusto, la obsesión que domina el aluvión de filmes catastrofistas tales como La carretera o Soy leyenda–.
EL TIEMPO DEL FIN
Los textos de Zizek pueden por momentos rezumar cierto aire apocalíptico. Esto no sólo se debe a la urgencia de la situación –el fracaso de las últimas cumbres de medio ambiente deja claro hasta qué punto la lógica del capital es nefasta en este campo–, sino también al mesianismo propio de las corrientes revolucionarias.
En su glosa a la «Epístola a los romanos», Giorgio Agamben define el tiempo mesiánico no como el fin de los tiempos, sino más bien como el tiempo del fin, es decir, el tiempo que queda entre el tiempo y su fin. Éste es el lapso en que se inscribe toda praxis revolucionaria.
Conciencia del fin (sea del Antiguo Régimen, del capitalismo o incluso de la Historia) que instaura de hecho la urgencia de actuar. Urgencia, que no precipitación. Zizek insiste en que a la conminación hay que hacer algo, que en estos tiempos de crisis repetidas (económica, climática, humanitaria) “se asemeja a la compulsión supersticiosa que hace gesticular cuando se observa un proceso sobre el cual no se ejerce ninguna influencia real”, hay que oponer la voluntad de reflexionar y de “decir lo que hay que decir”.
Y esta reflexión, más allá de la crítica del sistema, debe orientarse a las formas concretas de la lucha. Y aquí nos hallamos ante un obstáculo mayor a superar (o a asumir): el fracaso de las revoluciones del siglo XX –del cual el estalinismo es el símbolo–.
La actitud de Zizek al respecto es de gran coraje, ya que afirma que, en lugar de considerar el estalinismo (el totalitarismo) como una simple desviación de las luchas revolucionarias, habría que considerarlo como inscrito en el núcleo de todo verdadero proyecto de emancipación. Así lo explica en su prefacio al discurso de Robespierre: “la dura consecuencia que tenemos que aceptar es que este exceso de la democracia igualitaria por encima del procedimiento democrático [es decir, la irrupción real de aquellos que hasta entonces no contaban en los procesos políticos: los desposeídos, los excluidos] sólo puede institucionalizarse en la forma de su contrario, como terror revolucionario democrático”.
Siendo el problema cómo reinventar ese terror hoy día. Lo cual, retomando la formulación leninista, se traduce por la voluntad de volver al punto de partida: “comenzar por el comienzo”. Comienzo que ha de leerse a la luz del componente mesiánico antes mencionado y que presupone una doble lectura: comenzar de nuevo el proyecto revolucionario y, con el mismo impulso, hacer advenir lo antes posible la nueva era que arrase con el tiempo del fin –que no es más que este fin sin fin del capitalismo–.
Un primer intento de reactivación de la política revolucionaria se basa precisamente en la amenaza ecológica. Habría que conjugar cuatro etapas para hacerle frente de manera eficaz: una justicia igualitaria estricta (todos deberían pagar por igual en términos de renunciamiento: a nivel mundial, paridad en el consumo de energía por habitante, de emisiones de dióxido de carbono, etcétera); el terror (castigo sin piedad a todos los que violen las medidas de protección impuestas); el voluntarismo (asumir decisiones a gran escala que frenen la lógica capitalista); la confianza en el pueblo (no se ha de temer a la utilización de la figura del informante, que denuncie los culpables a las autoridades).
LA VIOLENCIA DIVINA
La rehabilitación del terror revolucionario se inscribe en un cuestionamiento más amplio de la izquierda en su conjunto (desde la institucional hasta la altermundialista). Según Zizek, ésta ha renunciado a todo proyecto político radical y se ha rendido ante la economía de mercado cual si fuera la única opción posible. En este sentido, la izquierda no es menos cautiva de la influencia simbólica del capitalismo que el resto de la sociedad: “hoy día no hacemos sino imaginar que no creemos de verdad en nuestra ideología; y, a pesar de esa distancia imaginaria, no dejamos de profesarla. No creemos menos, sino mucho más que lo nos imaginamos”. A tal punto que, insiste Zizek, es mucho más fácil imaginarse el fin del mundo (el cine ofrece un variadísimo muestrario) que el fin del capitalismo.
Claro está que la debacle del comunismo ha sido un duro golpe para cualquier dinámica de oposición radical al sistema. En «¿Quién dijo totalitarismo?» Zizek desmonta el mecanismo que subyace en esta imposibilidad: “la noción de totalitarismo ha sido siempre una noción en función de un complejo operativo de neutralización de los radicales libres”, equiparando la crítica radical de izquierda a la dictadura fascista de derecha. La conciencia de los horrores del totalitarismo (de izquierda y de derecha) condiciona aún el imaginario político, con lo cual esta sospecha ejerce de camisa de fuerza sobre toda verdadera lucha contra el capitalismo.
De ahí que Zizek acuda a la distinción, hecha por Walter Benjamin, entre violencia mítica y violencia divina. Si la violencia mítica es el modo de imponer la ley que funda la soberanía del estado, la violencia divina, en cambio, es la expresión del exceso de vida, el signo de la injusticia en todas partes del mundo, un mundo dislocado en el plano ético. “Cuando individuos ajenos a la estructura del campo social [desposeídos/excluidos] golpean a ciegas, exigiendo y aplicando una especie de justicia/venganza inmediata, se trata de violencia divina”. La violencia emancipadora de los desposeídos, ésa es la violencia divina. Violencia determinada por la voluntad de justicia, de libertad. Lo que la distingue, por ejemplo, de la barbarie nazi que se enraíza en un proyecto de sujeción. Tal y como lo había entendido Robespierre, una revolución no sería más que un crimen estridente que destruye otro crimen, si no se acompañara de la fe en la idea eterna de la libertad.
El uso del atributo divino no ha de confundirnos. Dios no representa ninguna garantía de la violencia revolucionaria: “si la muerte de Cristo en la cruz significa algo, es precisamente que hay que renunciar a la noción de Dios como guardián trascendente que nos garantice la felicidad al final del camino, dicho de otro modo, al concepto de teología histórica. La muerte de Cristo en la cruz encarna la muerte del Dios protector […] la violencia divina es el signo de la impotencia de Dios.”
Esta relectura de la crucifixión –no hay autoridad superior alguna que vele por nosotros– conduce al abandono de la teología de la historia propia del marxismo. Si no hay Dios ni sentido de la historia que dé significación a nuestros actos, no nos queda más que cargar “el peso terrible de la libertad”. Es por eso que no existen criterios objetivos que permitan calificar un acto como acto de violencia divina: “Sólo al sujeto le incumbe el riesgo de interpretarlo y asumirlo como un acto de violencia divina”. Sin sujeción a una necesidad subyacente, la violencia emancipadora es un acto de libertad pura, un salto al vacío.
Aquí interviene la noción de acto ético, piedra angular de la rehabilitación de la violencia política. Semejante acto no está sólo más allá del principio de realidad –en el sentido que iría en contra de la opinión dominante–, sino que “más bien consiste en una intervención que cambia en sí los fundamentos en los que se basa el principio de realidad […] una intervención en la realidad social, que transforma lo que se percibe como posible; no está simplemente más allá del bien, sino que redefine el valor del Bien.” Esta redefinición del cuadro normativo de la sociedad, y por ende de la percepción de los posibles, es la esencia del acto ético.
De modo concreto, basta con tener en mente las sucesivas redefiniciones de las normas sociales que la idea de igualdad ha producido a lo largo de la modernidad (sufragio universal, abolición de la esclavitud, acceso de las mujeres a la esfera pública, etcétera). Redefiniciones que, sin excepción, han originado conflictos violentos al oponerse a las categorías morales y políticas en vigor hasta el momento. Lo cual demuestra el carácter intrínsecamente abierto de la realidad: “la única manera de reflejar el estatus de la libertad es afirmando la in-completitud ontológica de la realidad: la realidad existe en la medida en que existe una brecha o fisura ontológica en su seno.”
DE LA TEORIA A LA PRACTICA: EL IMPASSE DE LA CRITICA
Esta reactivación teórica de la violencia revolucionaria suscita ciertas preguntas acerca de sus probables consecuencias –incluso de su pertinencia–. La primera concierne la transición de la violencia emancipadora (divina) a la violencia fundadora de derecho (mítica).
¿Cuál sería pues el vínculo entre la violencia que vendría a hacer tabula rasa del antiguo sistema y la que instauraría un nuevo orden? Al ver los horrores del estalinismo, la pregunta se impone naturalmente: ¿cómo evitar que el terror revolucionario ceda al avasallamiento totalitario? Zizek (en la fotografía) puede replicar que no existen garantías al respecto, que los mecanismos de inscripción de la emancipación se forjan en el camino y que el riesgo de no lograrlo es justamente parte de la apuesta por la libertad. Lejos de eludir dicho dilema, Zizek en repetidas ocasiones se ha enfrentado con el escollo del estalinismo, interpretándolo como una compresión del frenesí imprevisible y extenuante que, por su novedad radical, es una revolución.
Ahora bien, tal réplica deja que desear. De un enfoque de la violencia por venir se espera algo más que un simple acto de fe. Es necesario por lo menos intentar avanzar en cuestiones tales como: ¿qué tipo de organización política se necesitaría para llevar a cabo la lucha? ¿Cuál sería el modo deseable (si es que existe) de la aplicación del terror? ¿Existirían, y bajo qué disposición, los órganos aptos, una vez pasada la necesidad, para detener el terror? En efecto, suponiendo que la violencia no cristalice en un aparato represivo que niegue la revolución misma, el terror podría perpetuarse en una especie de orgía sangrienta. En una inversión irónica, la violencia privativa e ininterrumpida de los excluidos podría así convertirse en la señal misma del fracaso a encauzar la violencia sistémica. El horizonte de esta venganza ad aeternam se situaría más bien en una suerte de suicidio colectivo que en el reino de la justicia. Desestimar los mecanismos concretos de la puesta en práctica de semejante violencia, al igual que las barreras por alzar para no naufragar de nuevo en el Archipiélago Gulag, confina con un abandono del pensamiento.
Después de un duro combate, en el que por poco pierde la corona, el legendario boxeador cubano Félix Savón, brindando una lección admirable de razonamiento circular, le contestó a un periodista que insistía en saber cuál era la clave de su éxito: “la técnica es la técnica y sin técnica no hay técnica”. Es aquí, en la vieja praxis leninista revisitada por Savón –en la cual la tautología (A=A) adquiere alcance explosivo–, que se juega el destino de toda teoría de la revolución. ¿Qué hacer? ¿Qué técnicas de combate utilizar para derrocar el sistema? Desvelarlas, nombrarlas, es la única manera de comenzar a entrever su factibilidad –o su futilidad.
Por cierto, el único momento en que Zizek parece aplicar a un caso concreto (la amenaza ecológica) su objetivo (la reactivación de la política revolucionaria) nos trae de vuelta a la figura del… delator. Difícil superar la repulsión que tal elemento suscita. ¿Cómo, por una parte, criticar la anulación de la ciudadanía, a la que desemboca, por medio de la representación, la democracia parlamentaria y, por otro lado, celebrar como componente de la confianza en el pueblo lo que constituye su propia negación, es decir, la delación? Una vez puesto en práctica tal engranaje, la sospecha (y no la participación) pasa a ser el vector de la dinámica política.
A Zizek le gusta repetir, con razón, que la izquierda ya no está dispuesta a pagar el precio de un cambio verdadero y que prefiere, a semejanza de una época saturada de productos vaciados de su sustancia (café sin cafeína, etcétera), “una revolución sin revolución”. No obstante, se le podría replicar que pasar por alto las fallas de la violencia revolucionaria (el paso del terror rojo al terror estalinista) o pretender resucitar a los sepultureros de la participación democrática (los delatores) equivale a no querer la revolución en absoluto.
Ahora bien, no hay que negar los relentes de provocación de su postura. Avanzar al borde del precipicio, sería el lema de nuestro autor. De ahí viene su propensión a fagocitar los autores y referencias más diversos, ponerlos a chocar, leerlos bajo otro ángulo, hacerles decir algo distinto o más de lo que dicen. Zizek es un pensador barroco, cuyas excentricidades pueden relacionarse con las estrategias de las vanguardias artísticas: una vociferación que busca tener el efecto de sacudidas eléctricas en ese consenso fláccido que nos hace aceptar lo que vivimos como el único destino posible; y un modo de paliar la gran carencia de toda teoría revolucionaria hoy día, el enraizamiento en un vasto movimiento popular. A predicar en el desierto, más vale atizar la ira –al menos así se escuchará otra voz–.
Que en el caso de Zizek la profusa crítica al capitalismo se acompañe de una exhortación decepcionante a la acción revolucionaria se debe a que el abismo entre la dimensión analítica (disección de las creencias y modos de actuar en vigor) y la dimensión normativa (lo que se debe hacer en aras de un cambio radical) es sintomática de las teorías críticas contemporáneas. Si bien dicho cuestionamiento del sistema no carece de fuerza, aún se estanca a la hora de reinventar las formas radicales de combatirlo.
Una broma de Zizek nos revela el triste estado de las fuerzas de resistencia al capitalismo: “En el siglo XV, cuando Rusia estaba aún bajo el yugo mongol, un mujic y su mujer iban por un camino polvoriento. Un jinete mongol se paró al lado de ellos y le dijo al mujic que iba a violar a su mujer. Y añadió: “ya que el camino está cubierto de polvo, hace falta que, mientras me follo a tu mujer, me aguantes los testículos para que no se me ensucien…”. En cuanto el mongol acabó y se fue, el mujic empezó a reírse y a dar saltos de puro regocijo. Al ver esto, la mujer le reprendió: “¿Cómo puedes estar dando saltos de alegría si ese tipo me acaba de follar delante de ti?”. A lo que el mujic respondió: “¡Lo jodí, lo jodí! ¡Se fue con los cojones llenos de polvo!”.
Por José Antonio García Simón
Este texto vio inicialmente la luz en la publicación suiza La Cité
Tomado de Frontera D
Traducción: Vanessa Pujol Pedroso
El Ciudadano