Una concentración celebrada en 1773 en el Faneuil Hall de Boston, en donde miles de personas se congregaron para protestar contra un nuevo impuesto colonial británico que gravaba el té, terminó convirtiéndose en un acontecimiento con una fuerte carga simbólica en la prehistoria de la Revolución Americana. Algunos de los manifestantes –que se llamaban a sí mismos “Hijos de la Libertad”– abandonaron el lugar de reunión, subieron a bordo del Darmouth, un barco cargado de té, y lanzaron toda su mercancía por la borda.
Uno de los rasgos más chocantes de ese Tea Party [Partido del té] bostoniano, en el que se inspiran los populistas del actual Tea Party, era el de que aquellos antiguos partisanos iban vestidos con ropajes de mohicanos, descargaban su ira lanzando gritos de guerra indios y empuñaban hachas con las que abrían los sacos de té. Esta mascarada consistió en un compendio de hechos que reflejan la ambivalencia fundamental que siempre ha caracterizado el auge de los populismos. Al fin y al cabo, del mismo modo que en los Estados Unidos de finales del siglo XVIII los indios ya podían ser vistos como un símbolo de pueblo oprimido y ser instrumentalizados por otros que creían encontrarse en una situación parecida, no deja de ser cierto que los ascendientes de aquellos patriotas bostonianos habían tratado de exterminar por todos los medios una considerable proporción de la población de nativos indios americanos para su propio enriquecimiento.
El actual movimiento del Tea Party, como la mayoría de sus antecesores “populistas”, es un amasijo de contradicciones, una desconcertante red de emociones, ideas e instituciones políticas entrecruzadas. Sin embargo, lo que conecta vigorosamente a los miembros actuales con aquéllos que se atrincheraron en el puerto de Boston es un fuerte sentido de rebeldía ante la injusticia a la que se creen sometidos: “No me pisotees”.
A pesar de que los movimientos populistas han tenido en común el tratar de resistir ante las imposiciones de poderosas fuerzas externas –el anti-elitismo había sido algo axiomático para este tipo de movimientos insurgentes–, entre ellos han diferido enormemente sobre la etiología de las fuerzas que les amenazaban y sobre qué era necesario hacer para liberar a la gente de su yugo. Aquí puede ser interesante recordar que, por ejemplo, en el año 1973 hubo una invocación al Tea Party de Boston en una concentración popular a bordo de una réplica del Darmouth; se trató de una manifestación para pedir la destitución del entonces presidente Richard Nixon.
DE LOS KNOW-NOTHINGS AL PEOPLE’S PARTY
En toda la historia de Estados Unidos el instinto populista, hoy redivivo en el movimiento del Tea Party, ha oscilado entre un deseo de transformación, y por tanto de creación de un nuevo orden de cosas, y un deseo de restauración de un viejo orden deseado (o soñado) durante largo tiempo.
Antes de la Guerra Civil, una de los movimientos que aunó ambos impulsos fue el coloquialmente apodado “Know-Nothings” (cuya apelación ignorante no tenía que ver con ningún tipo de anti-intelectualismo, sino con que sus miembros llevaban a cabo sus actividades deliberadamente en secreto; por eso, en caso de que alguien les preguntara algo, tenían instrucciones de responder: “I know nothing” [“No sé nada”]. El know-nothing-ismo reflejaba el deseo de avanzar y retroceder al mismo tiempo. Durante las décadas de 1840 y 1850 estuvo presente en gran parte del país, tanto en el norte como en el sur. Existieron los caramelos “know-nothing”, los mondadientes “know-nothing” y las diligencias “know-nothing”.
En poco tiempo, el movimiento evolucionó hasta convertirse en un partido político nacional, el American Party, que atrajo a pequeños granjeros, modestos hombres de negocios y gente trabajadora. Su atractivo era doble. El partido se oponía ferozmente a la inmigración católica irlandesa y alemana que entraba en los Estados Unidos (también a que hubiera trabajadores inmigrantes chinos y chilenos en los campos de oro de California). Sin embargo, en el norte también denunciaba la esclavitud. Como piezas integrantes de un mismo programa político, lo cierto es que nativismo y anti-esclavismo podían parecer una extraña pareja, pero para los seguidores del partido era algo perfectamente compatible. Tal como lo veían los “know-nothings”, tanto el Papado como la elite de propietarios de plantaciones esclavistas del sur conspiraban para socavar la posibilidad de que existiera una sociedad democrática de hombres sin dueño al que servir.
Piénsese que el pensamiento conspirativo ha estado profundamente arraigado en los movimientos populistas estadounidenses (como ocurre hoy con el Tea Party). En la vida política de los Estados Unidos del siglo XIX era común la sospecha de supuestos complots urdidos por jerarcas vaticanos. En el norte, una oleada de crímenes y el aumento del “auxilio a los pobres” y de otras formas de dependencia –incluido el trabajo asalariado, que acompañó la llegada de un torrente de inmigrantes católicos empobrecidos– pareció amenazar la promesa estadounidense de una sociedad de individuos libres, iguales y seguros de sí mismos (algo supuestamente nocivo para la elite sacerdotal de la iglesia católica). En el sur esclavista, donde se consideraba que la clase dominante trabajaba a destajo para subvertir la Constitución, siempre se suponía que estaban en marcha todo tipo de maquinaciones conspirativas. Pero a mediados de la década de 1850, muchos de los “know-nothings” del norte habían transitado hacía el Partido Republicano, que combinaba su hostilidad contra la esclavitud con una forma templada de anti-catolicismo.
El populismo con “P” mayúscula, la gran insurgencia económica y política del último tercio del siglo XIX que cubrió los Estados Unidos rurales desde el sur algodonero hasta las montañas rocosas occidentales pasando por las grandes llanuras cerealistas, mostraría su característica y distintiva ambivalencia. El People’s Party [Partido del Pueblo] acusó al capitalismo corporativo y financiero de estar destruyendo los medios de supervivencia y las vidas de granjeros y artesanos independientes. También combatió a las grandes empresas por subvertir los fundamentos de la democracia por haber secuestrado las tres ramas del poder público y haberlas transformado en instrumentos coercitivos al servicio de una nueva plutocracia. Algunas veces los populistas atribuyeron lo que ellos llamaban “contrarrevolución” estadounidense a las tramas conspirativas del “gran pez raya de Wall Street”, sospechoso de aliarse con la elite británica para deshacer la Revolución Americana.
Sin embargo, los remedios que proponían no eran precisamente los de los luditas. Bien al contrario, anticiparon muchas de las reformas fundamentales del siglo siguiente, incluidos los subsidios públicos a los agricultores, los impuestos progresivos sobre los ingresos, la elección directa del Senado, la jornada de ocho horas, e incluso la propiedad pública de los ferrocarriles e infraestructuras públicas. Como movimiento trágico de los desposeídos, los populistas anhelaban restaurar una sociedad de productores independientes, un mundo sin proletariado y sin trusts empresariales. También imaginaron algo nuevo y transformador, una “comunidad cooperativa” que escapara de la competitividad y la explotación brutales del capitalismo de libre mercado.
LAS GRANDES LLANURAS DEL RESENTIMIENTO
Durante las siguientes cuatro décadas, el populismo continuó poniendo énfasis en su lucha contra el capitalismo corporativo y persistió en su resentimiento contra los foráneos poderosos, así como en su afición realizar atribuciones sobre la autoría de supuestas conspiraciones. Sin embargo, durante la década de 1930 la ubicación de la «Central Conspiradora» empezó a desplazarse desde Wall Street y la City londinense a Moscú (e incluso al Washington del New Deal). El anticomunismo añadió un nuevo ingrediente a una política estadounidense ya enturbiada por el miedo y la paranoia, un elemento tóxico que actualmente inflama la imaginación del Tea Party dos décadas después de la caída del muro de Berlín.
Durante la campaña presidencial de 1936, en medio de la Gran Depresión, tres movimientos populistas –los clubes “Share Our Wealth” [“compartir nuestra riqueza”] del senador de Luisiana Huey Long, la Union for Social Justice [Unión por la Justicia Social], dirigida por el carismático “sacerdote radiofónico” Charles E. Coughlin, y la campaña de Francis Townsend en favor de las pensiones públicas para los ancianos– se coaligaron, aunque brevemente y no sin dificultades, para formar el Union Party. Concurrieron desde la izquierda contra el presidente Franklin Roosevelt, y designaron como candidato presidencial al congresista de Dakota del Norte William Lemke, antiguo portavoz de granjeros radicales (el candidato a vicepresidente era un abogado laboralista de Boston).
El Union Party expresó una amplia insatisfacción con respecto al fracaso del New Deal de Roosevelt en punto a mitigar la angustia económica y la injusticia. El senador Long, el último de una nutrida saga de populistas demagogos sureños, había estado menospreciando el poder de los barones terratenientes y las grandes petroleras desde sus días como gobernador de Luisiana. Su plan “Share Our Wealth” reclamaba pensiones y educación públicas para todos, así como impuestos confiscatorios sobre ingresos superiores a un millón de dólares, un salario mínimo y proyectos de obra pública que dieran trabajo a los desempleados. El plan de Townsend estaba diseñado para solucionar el desempleo y las penurias de las personas mayores de 60 años mediante pensiones públicas mensuales de 200 dólares, financiadas con impuestos sobre la actividad empresarial. Coughlin, un antiguo partidario de Roosevelt, arrojó toda su artillería contra el capitalismo financiero, lanzando todo tipo de invectivas contra su “parasitismo” usurero contrario a los valores cristianos.
Pero Long, y muy particularmente Coughlin, se afanaban en distinguir su forma de radicalismo del colectivismo y ateísmo de la amenaza “roja”. El padre Coughlin expresó su apoyo a los sindicatos y a un salario justo. Sin embargo, era un implacable enemigo del sindicato izquierdista de trabajadores del sector automovilístico (United Automobile Workers), y no tuvo empacho en condenar las huelgas de brazos caídos que se propagaron como el fuego en una pradera tras la aplastante victoria de Roosevelt en la campaña presidencial de 1936, cuando trabajadores de todo el país ocuparon desde plantas de montaje de automóviles hasta supermercados reclamando el reconocimiento de los derechos sindicales.
De hecho, en sus alocuciones radiofónicas y en su periódico, Social Justice, el sacerdote despotricaba contra una incongrua conspiración de bolcheviques y banqueros para traicionar a Estados Unidos. Más adelante añadiría unas gotas de antisemitismo a sus advertencias sobre el contubernio de Wall Street. Su creciente simpatía por el nazismo no era del todo sorprendente. Al fin y al cabo, el fascismo echó raíces como una versión europea de populismo que canalizó el descontento de la etapa posterior a la Primera Guerra mundial, caracterizado por un hastío contra el egoísmo y la incompetencia de las elites cosmopolitas gobernantes, un virulento nacionalismo racial y un odio hacia los banqueros, y particularmente hacia los bolcheviques.
Los seguidores de Long y Coughlin rechazaban de plano las grandes empresas y la existencia de un sector público demasiado potente, aun cuando el voluminoso sector público era el que controlaba –respaldándolas– las grandes empresas. Para ellos, el “No me pisotees” significaba una defensa de las economías locales, de los códigos morales tradicionales y de los estilos de vida establecidos que resultaban seria y crecientemente perjudicados por las corporaciones de alcance nacional, así como por las burocracias estatales que empezaron a proliferar bajo el New Deal. La oratoria de campaña del Union Party estaba repleta de referencias al “hombre olvidado”, una imagen que anteriormente había invocado Roosevelt para referirse a los trabajadores pobres.
Al cabo de los años, resurgieron imágenes parecidas durante la confusa época de finales de la década de 1960, cuando Nixon apeló a la “mayoría silenciosa” del “estadounidense medio”; y, más recientemente, ha aparecido a través del mensaje victimista sobre los excluidos del Tea Party. El populismo del “hombre olvidado” canalizó la airada política de resentimiento de los estadounidenses que vivían en una situación de precariedad contra los bloques de poder organizados de la sociedad industrial moderna: las grandes empresas, los grandes sindicatos y un sector público fuerte.
RAZA, RESENTIMIENTO Y AUGE DEL POPULISMO CONSERVADOR
Durante el último medio siglo, el populismo ha virado claramente hacia la derecha, tornándose cada vez más restauracionista y menos transformador, cada vez más anti-colectivista y menos anti-capitalista. Los asuntos que en el populismo de antaño eran considerados secundarios –ortodoxia religiosa, chovinismo nacional, xenofobia y la política del miedo y la paranoia– hoy se han convertido en los temas fundamentales. En términos muy generales, las actitudes insurgentes de la década de 1960 de Barry Goldwater y George Wallace ya señalaban esta dirección.
Goldwater, el senador por Arizona y candidato republicano a la presidencia en 1964, ¿un “insurgente”? Sí, si se tiene en cuenta su condena de la elite que gobernaba en aquellos tiempos el Partido Republicano, a la que consideraba demasiado liberal; desde su punto de vista, se trataba de gentes que representaban a grandes banqueros, políticos corruptos, dueños todopoderosos de medios de comunicación y que no apostaban lo suficiente por la singularidad estadounidense en el mundo. O piénsese por un momento en su flirteo con la extravagante John Birch Society (que consideraba que el presidente Dwight Eisenhower fue un “ardiente y consciente agente del Partido Comunista” y que advertía de la existencia de una trama “roja” para debilitar las mentes de los estadounidenses mediante un aumento de los niveles de flúor en el canal de suministro de agua potable). O la alarmante predisposición del senador para pulsar el botón nuclear en defensa de la “libertad”, que podría entenderse como una versión para la Guerra Fría del “No me pisotees”.
Por encima de todo, Goldwater era el epítome de la actual política favorable a un Estado mínimo. Por su oposición a una legislación sobre derechos civiles podría ser considerado el “decimario” original, es decir, el primer citador en serie de la Décima enmienda de la Constitución de Estados Unidos, la cual reserva a los estados todos los poderes que no están expresamente asignados al gobierno federal, y mediante la que justificaba cortar de raíz cualquier pretensión de Washington de corregir las injusticias sociales o económicas. Para Goldwater, la derogación de las leyes Jim Crow [que fijaban jurídicamente la segregación racial en el ámbito público, n. del t.] suponía una seria infracción de los derechos constitucionalmente protegidos de los estados. Además, era un inveterado enemigo de cualquier forma de colectivismo, entre las que obviamente incluía a los sindicatos y el Estado de bienestar.
Puesto que la oposición que representaba Goldwater hundía sus raíces en el exuberante territorio del Sunbelt [“cinturón del sol”, región de Estados Unidos que se extiende desde la costa altántica del sureste hasta la costa pacífica del suroeste, n. del t.], resultaba muy palpable su deseo de restaurar un antiguo orden de las cosas. En una época en la que el liberalismo del New Deal era la ortodoxia reinante los impulsos reaccionarios del senador parecían una extraña y al mismo tiempo temible desviación de la corriente principal.
Los respondones electores de Goldwater constituían un bando de rebeldes de una composición que parecía ciertamente extraña. A diferencia de la variada mezcla de gentes que se sintieron atraídas por el Union Party, los partidarios del senador provenían mayoritariamente de sectores sociales emergentes del Sunbelt, una nueva clase media significativamente nutrida por el crecimiento vertiginoso del complejo militar-industrial: técnicos e ingenieros, promotores inmobiliarios, gestores empresariales de niveles medios y emprendedores también de nivel medio que recelaban de la interferencia de un sector público demasiado potente, aun cuando en realidad dependían en gran medida del mismo.
Podría describírseles como reaccionarios modernos, para quienes el liberalismo se había convertido en un nuevo comunismo. Resultó sorprendente ver cómo este “disidente” de Arizona –que se merece mucho más el calificativo de lo que jamás se mereció (si es que se lo mereció alguna vez) John McCain– consiguiera la designación para las presidenciales por el Partido Republicano, ganándole el pulso a la dirección encabezada por el gobernador de Nueva York Nelson Rockefeller. ¿Podría el Tea Party lograr hoy algo parecido?
Piénsese ahora en el gobernador de Alabama George Wallace como el otro eslabón perdido entre el populismo económico de antaño y el populismo cultural de finales del siglo XX. Él era ante todo un anti-elitista, un populista, un racista, un chovinista, y un exponente máximo de la política de la venganza y el resentimiento. “Segregación ahora, segregación mañana, segregación siempre”: una frase pronunciada en su discurso de aceptación como gobernador en 1963 que significaba su desafío a la revolución de los derechos civiles y a su alianza con el gobierno federal. Sin vacilación alguna, esa frase transpiraba el racismo militante del núcleo duro de sus seguidores.
Sin embargo, su atractivo no se quedaba es eso, sino que consistía en algo más profundo. El tono general de su expresión política era el de una defensa llana de los trabajadores asalariados estadounidenses. Al igual que Huey Long, Wallace era sensible al predicamento en asuntos económicos que tenía entre sus votantes de clase baja. Como gobernador favoreció la expansión del sector público, aumentando el gasto en educación y sanidad, subiendo el salario a los maestros y ofreciendo la gratuidad de los libros de texto. Cuando se postuló para presidente a través de un tercer partido en las elecciones presidenciales de 1968, defendió la expansión de la seguridad social y del programa Medicare. Incluso en 1972, Wallace aumentó las pensiones de jubilación y los subsidios por desempleo en Alabama.
Pero consiguió ganarse al estadounidense medio mediante más por la apelación a la ética del trabajo duro y a lo que hoy llamaríamos “valores familiares” que por la propuesta de medidas concretas que aseguraran su bienestar económico. Wallace combatió la arrogancia de los burócratas sabelotodo de Washington, la indolencia de las “reinas del bienestar” y la irreverencia, decadencia moral y deslealtad de los privilegiados estudiantes greñudos, fumadores de porros y contrarios a la guerra.
Las belicosas proclamas en favor de la ley y el orden, de los derechos de los estados y de un patriotismo muscular instigaron emociones revanchistas que hicieron de Wallace algo que iba mucho más allá de una figura regional. Cuando compitió en las primarias del Partido Demócrata en 1964 (con el apoyo de la John Birch Society y del White Citizens Council) obtuvo una cantidad significativa de votos no sólo en el sur profundo, sino también en estados como Indiana, Wisconsin y Maryland, un signo de la sureñización de la política estadounidense (a la vez que la Nascar, la música country y el blues estaban sufriendo también su propio proceso de sureñización).
Que Wallace se embarcara en el proyecto de un tercer partido (bajo el predecible nombre de American Independent Party) fue algo que aterró a los demócratas, que pensaban que podían perder una parte de su base de trabajadores asalariados. Al vicepresidente Hubert Humphrey, que competía para la presidencia contra Richard Nixon, así como a los liberales del norte en general, los llamó –en un tono muy del senador Joe McCarthy y la década de 1950– “grupo de condenados, finolis y mariquitas con bombachos” y prometió que, en caso de ser elegido, los metería a todos en cintura y bombardearía Vietnam del Norte hasta mandarlo de regreso a la Edad de Piedra.
La popularidad de Wallace dio pie a Nixon y a los republicanos a descubrir que tenían al alcance algo que se les había resistido desde la era de la Reconstrucción: esto es, que para conseguir la victoria en las elecciones presidenciales debían empezar a desarrollar una “estrategia sureña”. Mientras tanto, su apelación populista a que “no existe ni una sola maldita diferencia entre los partidos Demócrata y Republicano” le hizo ganar 10 millones de votos, un 13,5% del total y 46 votos del Colegio Electoral. Y recuérdese lo siguiente: una muchedumbre de 20.000 personas acudió al mitin que Wallace celebró en 1968 en un repleto Madison Square Garden de la ciudad de Nueva York.
NO ME PISOTEES CON IMPUESTOS
Dicho esto, ¿qué tiene que ver esta narración episódica y accidentada del populismo estadounidense con el Tea Party?
De entrada, el movimiento del Tea Party nos remite a la pretensión de superioridad moral, sentido de desposesión, anti-elitismo, patriotismo revanchista, pureza racial y militancia del “No me pisotees” que siempre ha constituido, al menos en parte, la mixtura populista. Para conseguir transmitir la paranoia fantasiosa que a menudo acompaña a esta clase de predisposiciones emocionales, los del Tea Party suelen apelar a experiencias reales de la gente (para algunos es muy importante la ansiedad por la situación económica, la inseguridad y el sentimiento de pérdida; para otros, los profundos miedos sobre el declive personal, cultural, político e incluso nacional, y la desorientación moral).
Aun cuando estos miedos y estas sensaciones son, en parte, herencia del orden empresarial liberal –uno de los lados oscuros del “progreso” bajo el capitalismo–, en esta nueva etapa populista, el anti-capitalismo apenas juega papel alguno. Aunque la indignación por el rescate bancario con dinero público ayudó a encender la mecha para la explosión del Tea Party, el sentimiento contrario a las grandes empresas es hoy un pálido reflejo de lo que había sido en el pasado; se trata de una mutación de un subtema en el interior del movimiento cuando se compara el momento actual con la etapa de Wallace, por no mencionar las de Huey Long o de los populistas [del primer tercio del siglo XX].
Esto no debería sorprender a nadie, puesto que, al menos económicamente, el capitalismo ha sido razonablemente beneficioso para muchos de ellos (así lo reflejan los datos de encuestas recientes realizadas entre miembros del Tea Party). Al igual que los seguidores de Goldwater en la década de 1960, aquéllos que se identifican con el movimiento del Tea Party en general son más ricos que la media de la población, y tienen mayor probabilidad de conseguir empleo. Aparentemente, han recibido una mejor educación, de modo que su debilidad por las flaquezas intelectuales de Sarah Palin puede tener más que ver con una identificación con el resentimiento que ella exuda contra el esnobismo cultural de ambas costas del país, que con un deslumbramiento por su palmaria ignorancia.
Paralelamente a una retórica exaltada acerca de las amenazas a la libertad, subyace también una actitud defensiva, agria y estrecha de miras contra cualquier conato de posible redistribución del ingreso que florezca en el cuerpo político…, y que por tanto ellos ven como una amenaza para sus bolsillos. El “No me pisotees”, que antaño había sido un grito de rebeldía, ahora se ha metamorfoseado en: “Esto es mío. No te atrevas a gravarlo con impuestos”. Hoy el enemigo a abatir no es la empresa, sino el Estado.
También hay que pensar en el populismo del Tea Party como en un asunto de la identidad política de la derecha. Los promotores del Tea Party, casi todos ellos blancos, con un fuerte sesgo desproporcionadamente favorable a los hombres de edad avanzada, expresan una ira visceral contra el eclipse cultural, y hasta cierto punto político, de unos Estados Unidos en los que la gente que pensaba y vivía como ellos era la dominante (un eco transmutado de la angustia de los “know-nothings”). Que haya un presidente negro, que el portavoz de la Cámara de Representates sea una mujer y que haya un homosexual al frente del Comité de Servicios Financieros del Congreso es algo que les resulta muy difícil digerir. A pesar de que durante mucho tiempo los movimientos del Tea Party y el anti-inmigratorio han mantenido rasgos diferenciales (aun cuando cada vez tengan mayores vínculos), comparten una misma gramática emocional: el miedo a quedar desplazados.
Pero, dejando a un lado el asunto de la identidad política, la ira del Tea Party se proyecta mucho más allá de los militantes del modesto movimiento que en realidad es el Tea Party. Esta ira resuena en otros estadounidenses que comprensiblemente sienten que las elites política y económica les han fallado, puesto que han actuado para su propio beneficio a expensas del resto de la sociedad. La pregunta importante es precisamente cómo (o incluso si) esta ira personal y privada se ha transformado en indignación moral y política. Sea como fuere, si los herederos de George Wallace y Barry Goldwater, o de la Sarah Palin de hoy, hallaran su propio camino, el resultado final no sería el de un partido del té.
NOTA:
Este texto es una versión modificada de un artículo que se publicará en el número de otoño de 2010 de la revista New Labor Forum.
Por Steve Fraser y Joshua B. Freeman
Steve Fraser es escritor e historiador. Profesor visitante en la New York University. Editor del New Labor Forum y co-fundador del American Empire Project. Colabora habitualmente en TomDispatch. Su último libro se titula Wall Street: America’s Dream Palace (2008).
Joshua B. Freeman es profesor de historia en la City University of New York (CUNY). A menudo es citado como el decano de los historiadores de la clase trabajadora de Nueva York. Autor de In Transit: The Transport Workers Union in New York City, 1933-1966 (1988), premiado con el Philip Taft Labor History Book Award en 1989, y Working-Class New York: Life and Labor Since World War II (2000).
Traducción: Jordi Mundó
Fuente: www.sinpermiso.info