«… tan ultraizquierdistamente como sea necesario en este país gobernado por la ultra derecha”
Roque Dalton
Tras la seguidilla de bombazos ocurridos en las últimas semanas, se ha vuelto a invocar la ley antiterrorista como si fuera la herramienta de combate a este tipo de actos. Bombas que –mientras no se demuestre lo contrario- podrían venir de cualquier sector, y por qué no decirlo, incluso del bloque dominante. ¿El objetivo? La justificación a la ofensiva que está saliendo desde la Moneda para infiltrar, perseguir y amedrentar a los movimientos sociales, donde se plantea antojadizamente que se aloja la ultraizquierda terrorista que puede hacer estallar una bomba en cualquier parte.
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Pero esta “ultra” no sólo la hacen aparecer bajo el fetiche del violentismo, también se acusa de “ultra” a los dirigentes estudiantiles que no quieren transar con el Ministro de Educación, por ejemplo, o a los trabajadores del Transantiago que convocaron a un paro cuando murió el compañero que se quemó a lo bonzo. En el fondo, la ultraizquierda es el fantasma que recorre la boca de políticos y empresarios para atacar a quienes se oponen a su falso consenso.
Los avisos de bombas se han transformado en una constante en los noticieros de las últimas semanas, pero contrariamente a lo que señalan y buscan los medios de comunicación, esto no ha provocado un impacto de miedo en la población. La gente no ha dejado de tomar el metro, sigue sacando plata de los cajeros automáticos y transitando por las diversas avenidas de la capital. Hasta ahora no se han registrado muertos, heridos ni ninguna pérdida económica importante. Las circunstancias de estos avisos de bomba, por lo demás, dejan bastantes suspicacias por decir lo menos. Entonces, la pregunta es ¿realmente existe una ultraizquierda “terrorista”? Curiosamente, cuando pienso en la amenaza terrorista, lo primero que se me viene a la cabeza es la ultraderecha. El terrorismo de Estado ejercido por este sector, ha sido nefasto para la historia de nuestro país. La ultraderecha funciona como un aparato armado en bloque, goza de un gran poder e impunidad, está presente en todas las facetas de nuestras vidas, y puede hacer mover peligrosos hilos para legislar a su beneficio, cometer delitos económicos, coludirse comercialmente, encubrir crímenes, explotar trabajadores de las formas más inhumanas y humillantes, y un escandaloso etc.
Pero todo su discurso no es más que un doble estándar, pues esta ultraderecha defiende la vida de un feto incluso con inviabilidad humana y, sin embargo, apoya y encubre los asesinatos y desaparición de personas, del mismo modo que defiende y homenajea a los genocidas; además esta defensa a la vida y a la familia, es sólo un enunciado hipócrita porque no tienen vergüenza al aplastar a miles de familias con extensas y precarias jornadas laborales, someter a los trabajadores a sueldos de hambre que no permiten aquel sacrosanto derecho a la vida que tanto les gusta defender (en lo relacionado al aborto). Asimismo, defienden la democracia, pero aplastan a las organizaciones sindicales, las amedrentan, amenazan, boicotean, a sus dirigentes los persiguen, castigan con el salario y -por cierto- corren riesgo de asesinato. Nada les costó meterle bala a Juan Pablo Jiménez. Entonces todo este discurso pechoño, no es más que una palabrería para legitimar su dominación. Esto es terrorismo.
Lo preocupante no es sólo este discurso y estas acciones ultraderechistas. Sino más bien, sus articulaciones y complicidad. Da lo mismo que efectivamente esta ultra sea una minoría, lo preocupante es el poder que tiene. Basta ver el desenlace judicial que tuvo el homicidio perpetrado por Martín Larraín. Tiene el control de los medios de comunicación, controla las Fuerzas Armadas, la banca, están en los directorios de los grandes grupos económicos y de las transnacionales, finalmente son un partido político transversal que ocupa cargos en la Nueva Mayoría y en la calle Suecia, desde el partido socialista hasta la Fundación Futuro, todos unidos en un consenso para mantener sus privilegios. Desde las brillantes decisiones de Bachelet de nombrar a Pablo Longueira como asesor del ministerio de Energía, hasta la designación de James Sinclair, un ex CNI, como embajador en Australia y posteriormente en Singapur.
Por otro lado, la ultraderecha goza de una presencia permanente en los paneles de “debate” en televisión abierta. Sin embargo, no existe el derecho de los televidentes de contar con la contraparte política, pues la “ultraizquierda” no es invitada a ninguno de estos programas. De esta manera, desde “Estado Nacional” hasta “Vigilantes”, sólo permiten una vitrina para que esta ultra haga su traspaso ideológico. Especialmente en La Red, la ultraderecha cuenta con un lugar asegurado. Allí se da espacio de manera permanente a energúmenos como Máximo Pavez, el “profesor” (nadie sabe de qué) Larrondo, quien luego del fallo de la Haya llamaba a irse a la guerra, y quien además insiste que el sexo es para procrear y que la homosexualidad es un retraso. Lo equívoco de estos espacios televisivos es que legitiman y socializan estos puntos de vista.
Esta ultraderecha basada en la discriminación y el clasismo, no tiene vergüenza de su identidad, al contrario, con el orgullo de “gente bien”, reivindican su sector y los medios de comunicación están a su servicio. Sus organizaciones fundamentalistas, como la fundación Jaime Guzmán, ni siquiera es cuestionada, es más, sus representantes, como Jovino Novoa, Hernán Larraín y Jaime Bellolio gozan de un patético prestigio político que el sector en colusión les proporciona.
Por todas estas redes clientelares y el poder que concentran es que me atrevo a decir que esta es la única ultra que existe en este momento en Chile. Por más que algunos se autoproclamen como de ultraizquierda, yo dudo de su existencia. Principalmente porque asumir que existe, sería asumir que existe un centro político, y ese centro sí que no existe. Yo veo 2 sectores: 1) el de los que luchan para conquistar una sociedad libre, justa e igualitaria, y 2) el de los que “luchan” para gobernar. Los primeros, los revolucionarios, luchan al ver amenazada su subsistencia con la avanzada capitalista, pero el objetivo es desaparecer como referente político, pues una vez conquistados los derechos ya no habrá razón para ese tipo de organización, y la sociedad ya no los necesitará como sujetos revolucionarios de cambio. En ese sentido, cada año que cumpla la organización política que los albergue, será un año más de fracaso, un año más que no pudieron hacer nada para transformar la sociedad. Los segundos, los políticos, independiente del color ideológico que los motive, luchan por el poder, para desde allí hacer los cambios que estimen pertinentes. Ellos no aspiran a su desaparición política, al contrario, luchan por ser un referente, un modelo, un recetario, un paradigma, sean de “derecha” o “izquierda”, lo que buscan es que su modelo sea efectivo a sus objetivos. Incluso siendo éstos bajo conceptos de justicia e igualdad, siempre es desde un escaño donde se dicta como hacer las cosas desde una arrogancia que impide cualquier forma de participación social y ciudadana verdadera. Siempre es desde la democracia representativa y no participativa.
Digo que no existe el centro porque la política es de intencionalidades, incluso en los discursos de ayuda al prójimo hay una intensión, y es desde una mirada occidental, de superioridad. Si existe un centro es sólo para mantener las cosas como están, y eso implica mantener las desigualdades, comprender a los pobres porque existen los ricos, y surge la comparación desde la necesidad de mantener y preservar el modelo político–económico que es en el fondo lo que tienen que proteger, para legitimar esta sociedad ante el mundo capitalista que nos domina. La diferencia entre ser de derecha y de izquierda pasa sólo por un tema de identidad, pues en cuanto a los intereses, y el modelo político económico que siguen, son exactamente lo mismo.
Comprendiendo esto no es nada raro que la “ultraderecha” cogobierne con la Concertación, que hagan acuerdos a puertas cerradas para aprobar las reformas, y que ahora inviten al Partido Comunista para disfrazarse de Nueva Mayoría, y así ser finalmente todos un solo bloque.
El camino más fácil es apelar a la tolerancia, a sumar voluntades, a articular acuerdos y alianzas en pos de la estabilidad política y económica. Pero el verdadero desafío es concebir otra sociedad, otra forma de vivir. Constantemente nos dicen que eso no es posible, que no existe una alternativa para este mundo capitalista. Pero ¿quiénes nos dicen eso? Los mismos de siempre. Los que no les conviene que pueda existir otro orden social, donde todos participemos de las riquezas que se generan y de las decisiones políticas.
Es hora de definir si uno está del lado de los que gobiernan o de los que luchan. El desafío es que todos bajemos nuestras banderas propias para abrazar una gran bandera de lucha común, para así triunfar en las luchas de la clase trabajadora. Porque somos una clase que tiene sueños, que odia la crueldad del sistema y ama la esperanza de una sociedad justa, libre y solidaria, sin pobres, sin privilegios. Somos una clase trabajadora que hasta ahora han mantenido adormecida porque saben que puede ser mucho más peligrosa que un artefacto explosivo. Finalmente, la verdadera ultra no será la que coloque las bombas, sino la que se tome las calles para transformar esta injusta sociedad capitalista.
La autora es Directora de revista Mala