El cambio de gabinete, junto con colocar a una tradicional figura de la Concertación en el ministerio del Interior, desplegó abiertas declaraciones que expresan el fin de las prometidas reformas y su reemplazo por los consensos. Si el gobierno intentó un cambio a partir de marzo del año pasado, lo concreto es que hoy ha capitulado. Los aplausos desde las cúpulas empresariales y los titulares del duopolio al nuevo hombre de Hacienda y a las regresivas alocuciones de los nuevos ministros del comité político son una palmaria confirmación que hemos vuelto a las políticas de la transición. La pauta la pone la derecha y el sector privado y desde La Moneda se ejecuta. Pese al drama político actual, el gobierno y la presidenta han optado por la clausura, el encierro, por cavar aún más profunda la brecha entre políticos y ciudadanos.
Los gobernantes han repetido el mismo guión representado por décadas. Han vuelto a refugiarse en los poderes fácticos y cerrar la compuerta. Un hermetismo forzado y temporal, que terminará por absorber todas las posibles filtraciones y goteras en el corto plazo. Michelle Bachelet ha optado por el aislamiento, escondida tras la oposición y en la oscuridad de los poderes fácticos. Desde allí, en aquel espacio virtual, no le será posible gobernar. Tal vez intentará hacer nuevamente una mimesis, montar otro espectáculo. Porque no es posible aplicar un modelo comprobadamente fracasado. Hacerlo no sólo es girar en círculos en plena ceguera; es también amplificar los errores y los riesgos.
Bachelet ha entregado el gobierno y el poder (¿lo tuvo alguna vez?) a las grandes corporaciones, a los grandes favorecidos por la institucionalidad postdictatorial. Una opción que tiene su reverso, que es el alejamiento vertiginoso de la ciudadanía, como lo observamos con creciente frecuencia y volumen. Porque el cambio de gabinete ha sido también una imagen, una acción simbólica que la ciudadanía ha interpretado con agudeza. Las reformas nunca existieron. Ha sido una escenografía temporal que se ha retirado para dejar a la vista el antiguo andamiaje que ampara los consensos, las negociaciones, la cocinería entre la derecha y sus representados y los políticos de la Nueva Mayoría hoy desenmascarados como la sempiterna Concertación.
El sistema político retrocede, se encierra en sí mismo. Simplifica la realidad. Como pocas veces, podemos ver con claridad cómo el país está atrapado en su inmovilidad, cómo está secuestrado por los poderes económicos nacionales e internacionales, cómo zozobra junto a su institucionalidad corrupta. Y una vez más vemos cómo, de manera descarada e incontinente, es el poder económico y sus oscuros operadores quienes manejan la agenda. El reemplazo de Alberto Arenas por el tecnócrata Rodrigo Valdés en Hacienda fue festejada en las cúpulas empresariales y en sus periódicos afines cual triunfo deportivo.
No sólo el gobierno sino todo el sistema político ha ingresado en un interregno, un espacio vacío y amorfo cuyas salidas son inciertas. Ha entrado en una suspensión temporal cuya inmovilidad sólo será removida desde fuera. Porque aquella contracción de la clase política sobre sí misma es una señal que apunta contra la ciudadanía y sus cada vez mayores demandas. Una señal cuya única y evidente interpretación es el rechazo, el portazo. El gobierno junto a sus aliados, que son toda la clase política y el poder económico, han optado por la radicalización de las tensiones, por el atrincheramiento, que es la negación y la represión.
Por cierto que siempre queda la demagogia, la ambigüedad, los trucos y los ilusionistas. Pero aquello, como cualquier espectáculo, se desvanece en minutos. La ciudadanía, el pueblo, es capaz, desde hace ya varios años, de distinguir el falso decorado de las estructuras. Una creciente consciencia del poder colectivo que esta vez se instala como una nueva y cada día más sólida realidad. Las tensiones políticas desde hace tiempo dejaron de estar en el parlamento o en los partidos. Ese es el juego, el espectáculo. Las verdaderas tensiones están a partir de ahora entre el conjunto de la clase política y la ciudadanía. Los cambios se gestan allí. En la calle.
PAUL WALDER