Las elecciones presidenciales y locales en Afganistán fueron, como se preveía, una farsa dramática.
Más de 300.000 soldados y policías (100.000 de la OTAN y de la Fuerza «Libertad Duradera», exclusivamente constituida por tropas norteamericanas) fueron movilizados para garantizar el carácter «democrático» del proceso. Pero el espectáculo no se desarrolló de acuerdo al programa.
Washington había manifestado la esperanza de que las elecciones fueran «limpias y masivas». Fueron sucias, y la abstención fue enorme.
En la mayoría de las provincias se multiplicaron los ataques armados a lugares estratégicos. Según la Comisión Electoral Independiente (así se llama), en 15 provincias se registraron unos 135 «incidentes». Balance provisional: 56 muertos. Algunos colegios electorales fueron alcanzados por misiles. El Palacio presidencial fue bombardeado en la víspera.
Hamid Karzai, ex funcionario subalterno de una transnacional estadounidense, se apresuró a proclamar su victoria por mayoría absoluta, lo que evitaría una segunda vuelta en octubre. Pero su principal adversario, Abdullah Abdullah, también reivindicó la victoria.
La Comisión Electoral aclaró que solamente a partir de la próxima semana empezará a divulgar resultados parciales. Los oficiales, todavía no definitivos, no se divulgarán antes de mediados de septiembre.
Oficialmente estaban aptos para votar más de 17 millones de ciudadanos. Ocurre que las estadísticas en Afganistán son fantasiosas. Ellas atribuyen actualmente al país 33 millones de habitantes, pero hace 30 años el gobierno revolucionario avaló ese dato en apenas 16 millones.
La Comisión Electoral informó que funcionaron 95% de los 6.500 colegios. Nadie lo ha creído, porque muchos de los 364 distritos están bajo control de las guerrillas.
Extrañamente, 70% de los electores son del sexo femenino. El absurdo tiene una explicación: son los maridos quienes inscriben a sus mujeres –con frecuencia tres o cuatro– en los cuadernos electorales. La ley no exige que ellas se presenten en el acto de inscripción. Los billetes electorales, además, no tienen foto, por lo que el control es imposible.
Corresponsales de diarios europeos revelaron que en el mercado negro fueron vendidos cientos de miles de billetes (papeletas) por un precio equivalente a seis euros. Uno de los candidatos a la presidencia, el millonario Ashrai Ghani, ex-ministro de Finanzas, afirma que Karzai recibió unos 800.000 votos ficticios del electorado femenino.
Como la abrumadora mayoría de la población es analfabeta, a los iletrados les pintaban un dedo después de la votación. La tinta utilizada era, además, lavable, lo que permitía que el mismo ciudadano votara más de una vez.
El número de candidatos a la presidencia merece registro en el Guiness: ¡cuatro decenas!
Como simultáneamente 3.195 ciudadanos disputaron las elecciones locales como candidatos a consejeros municipales, la corrupción y la violencia se extendieron por el país como lava que derrama un volcán.
Los adeptos de Karzai y Abdullah se envolvieron en una guerra interna. Decenas de candidatos fueron asesinados. También fue abatido el director de la campaña de Abdullah.
El involucramiento de la presidencia en multiplos casos de corrupción (en la casa del hermano del jefe del Ejecutivo fue apreendida una enorme cantidad de heroína) y la apropiación por parte de sus colaboradores de cientos de millones de dólares de la «ayuda internacional» llevaron a que Karzai revisara las alianzas en los últimos meses. Para recibir el apoyo de grandes jefes tribales, que durante años él había combatido o deportado (como el uzbeco Rachid Dostum, un genocida), les compró la conciencia y los votos.
LA EUFORIA Y EL MIEDO DE HAMID KARZAI
El Presidente temía lo que pasaría el día 20. Por cautela, prohibió a los medios de comunicación social dar noticias de actos de violencia en las vísperas y en el día de las elecciones. El acceso de los periodistas a los colegios fue también impedido y el gobierno esclareció que los corresponsales extranjeros que violasen la prohibición serían expulsados.
Después de la mañana del viernes, Karzai y sus ministros empezaron a hablar de afluencia masiva a las urnas. Algunos media extranjeros difundieron la noticia. Era falsa. Las largas filas de votantes en los colegios electorales eran inexistentes.
El sábado la Comisión Electoral informó que valoraba una participacionde entre 40 a 50 por ciento. En otras palabras, más de la mitad de los electores inscritos no había votado pese a las formidables presiones oficiales y a la atmósfera de intimidación que se respira en un país ocupado. Enviados especiales de las agencias Reuters y EFE y de grandes diarios europeos conservadores -entre ellos Le Monde, Le Fígaro y El País– subrayaron en sus crónicas que un gigantesco fraude restaba credibilidad a los resultados que serían divulgados.
Según Le Monde, diplomáticos occidentales avalaron en 10% la participación de electores en ciertas regiones del sur.
Un informe de Unama, la misión de Asistencia de las Naciones Unidas para Afganistán, publicado a inicios de agosto, manifiesta una gran preocupación con el futuro del país. En su opinión, el clima de violencia en que transcurrió la campaña, marcado por amenazas, el robo de los fondos internacionales, asesinatos y una corrupción avasalladora, desmiente el optimismo de aquellos que insisten en definir las elecciones como «democráticas».
Esa evidencia no impidió que Barack Obama las definiera como «un éxito» tras cerrarse las urnas.
La víspera, en un discurso en Arizona, el presidente de los Estados Unidos otra vez defendió la guerra en Afganistán como una prioridad estratégica, indispensable a la seguridad del pueblo norteamericano, y sentenció que la gran tarea de los militares de su país consiste ahora en la «conquista de los corazones y el espíritu de los afganos».
La situación real en el país no confirma la esperanza de contornos románticos de Barack Obama.
El nuevo secretario general de la OTAN, el danés Anders Rasmunssen, también manifestó satisfacción por el clima que envolvió la jornada electoral, asegurada por las «fuerzas de seguridad».
En opinión de corresponsales extranjeros, la gran mayoría de los afganos, de todas las etnias, detesta a los militares extranjeros que ocupan el país.
La popularidad de Karzai en Kabul es muy baja. No sucede lo mismo con la imagen de los antiguos dirigentes de la revolución afgana. René Girard, enviado de Le Fígaro, informa que en la capital no se ve un retrato del ex-presidente Muhamad Najibullah. Pero eso no impide -escribe– que él sea «con todo, el político más popular de la historia afgana contemporánea».
INCÓGNITA: LA OPCIÓN DE WASHNGTON
El objetivo principal de las elecciones era la legitimación por el voto de la tutela imperial impuesta por los Estados Unidos al pueblo afgano.
Pero el alto porcentaje de abstención expresó la condena a la guerra y a la caricatura de democracia representativa implantada bajo la protección de las bayonetas americanas.
No es de extrañar que la propia prensa de los Estados Unidos comience a cuestionar la estrategia de Obama para la región.
Cabe recordar que el presidente envió a Afganistán más de 21.000 soldados y extendió los ataques aéreos a las zonas tribales de Paquistán, habitadas por pachtuns, alegando que funcionan como «santuarios de los talibanes».
La designación del general Stanley McChrystal como comandante-jefe en la región fue además el prólogo de la gran ofensiva en la provincia de Helmand en que la que participaron 4.000 marines y tropas de élite británicas. Entre tanto, el propio general –un boina verde con currículo de criminal de guerra- reconoció que esa ofensiva, tendiente a crear condiciones de seguridad para las elecciones, no alcanzó sus objetivos. Fue un fracaso militar y político. Las bajas fueron muy elevadas. McChrystal abandonó la oratoria triunfalista y ahora habla de una «guerra de larga duración».
La popularidad de Obama (que por primera vez ronda el 50%) se resiente, y su estrategia afgana cada vez tiene más detractores.
Las grandes cadenas de televisión y los diarios de influencia nacional, como The New York Times y Washington Post, están conscientes de que la elección presidencial colocó a la Casa Blanca ante una situación de dilema.
En las últimas semanas las críticas a Hamid Karzai por parte de altas personalidades de la administración aumentaron. El presidente fantoche y corrupto se ha vuelto muy incómodo. Pero Washington teme a la situación de inestabilidad que resultaría de la necesidad de una segunda vuelta electoral en octubre si Karzai no obtuviera el 50 % indispensable a la reelección automática.
La respuesta a la incógnita se conocerá cuando la Comisión Electoral anuncie el nombre del vencedor de las elecciones y la votación que obtuvo.
Mientras tanto, observadores internacionales estiman que la decisión sobre el nombre del futuro presidente será tomada en Washington.
Ha habido tanto fraude en estas elecciones de fantasía que una más, y la mayor de todas, no es improbable.
EL PUEBLO AFGANO, SUJETO DE LA HISTORIA
Fue en l988, hace 21 años, que estuve por última vez en Afganistán.
La revolución, abandonada por Gorbachov, luchaba entonces por sobrevivir.
Las últimas tropas soviéticas se retiraban del país y la harina y el petróleo comenzaban a escasear. Mas las fuerzas armadas afganas se batían con bravura contra las bandas de mujahedines de las Siete Organizaciones Sunitas de Peshawar, armadas y financiadas por los Estados Unidos. Reagan recibía en la Casa Blanca a sus jefes –casi todos millonarios ligados a la producción y el tráfico de drogas y a negocios mafiosos- como combatientes de la libertad».
Osama Ben Laden, en ese entonces un desconocido, era aliado de esa gente; su familia mantenía relaciones de amistad con George Bush padre, el vice presidente de los Estados Unidos. Los talibanes aún no habían sido creados por la CIA y por los servicios secretos de Paquistán.
En ese año 88 las chicas todavía eran más numerosas que los hombres en la Universidad de Kabul. En los cuarteles de la cordillera, cuando atravesé el Hindu Kush, hablé con mujeres que luchaban por la revolución, de fusil a la espalda y rostro descubierto. Había ministras en el gobierno.
Guardo de esa visita y de otras anteriores recuerdos imborrables.
La revolución había expropiado a los señores feudales, entregado la tierra y el agua a los campesinos (en un país donde nada verde brota de la tierra sin el agua de las nieves que viene de la alta montaña), había fundado universidades, instalado fábricas, construido miles de escuelas, dignificado a las mujeres.
Ni una sola capital de las 34 provincias había sido conquistada por los contrarrevolucionarios.
No puedo olvidar las vigilias pasadas en Kabul hablando de la revolución y de sus inseparables desafíos con dirigentes del Partido Democrático Popular, la organización marxista que habia tomado el poder una década antes. Recuerdo con nostalgia a algunos de esos compañeros, revolucionarios ejemplares que me ayudaron a comprender la historia profunda de los pueblos que hace siglos vivían en las montañas, valles y desiertos de aquel país.
Transcurridas dos décadas, todo eso acabó.
En Portugal, leyendo textos que periodistas mercenarios o ignorantes escriben sobre la elección-farsa, no es sin dolor que imagino la tierra afgana, invadida, ocupada y gobernada por Estados Unidos.
De mis pasajes por allí nació un amor, que casi se tornó pasión, por la historia del amalgama de pueblos muy diferentes que solamente en el siglo XVIII pasaron a ser designados como afganos.
Sobre su historia escribí cientos de páginas en libros y periódicos.
Ayer, al leer lo que sobre las elecciones dijeron el presidente Obama y el general McChrystal, una pregunta apareció ante mí:
¿Tendrán ellos la noción, no importa que superficial, de que Afganistán es hoy tal vez el museo arqueológico natural más rico de la humanidad, porque allí bajo la tierra, inexplorados, se encuentran vestigios únicos de grandes civilizaciones desaparecidas?
Pensé en ciudades Aqueménidas de la Bactria, ruinas de las polis griegas fundadas por los veteranos de Alejandro, en murallas de los persas sasánidas, en los Budas gigantes de Bamyan, levantados por los kuchanos venidos del Oriente, en tesoros de la estatuaria greco-bactriana, en los palacios soterrados de los gahznividas turcos, en mezquitas deslumbrantes de los safévidas, en el príncipe timurida Babur, fundador del Imperio del Gran Mogol, que en Kabul escribió una obra prima de la literatura mundial.
Y me pregunté si Obama y el general McChrystal sabrán que a lo largo de veinticinco siglos incontables generaciones de pueblos de origen iraní –de los cuales descienden los actuales pashtuns e tajiques- se batieron, por el derecho a ser libres, en las montañas y valles del actual Afganistán, contra todos los invasores, desde los persas de Darío, a los americanos de Obama, pasando por los hunos heftalitas, los árabes, los mongoles de Gengis Khan, los turcos chagatai de Tamerlan, los ingleses, los rusos del imperio zarista.
Me duele escuchar al presidente de los Estados Unidos, un hombre instruido y tal vez honesto, disparatar sobre la necesidad de intensificar la guerra en Afganistán para defender la libertad y la democracia.
Me duele, repito, imaginar la barbarie occidental que se abate sobre la tierra y los pueblos del Afganistán que aprendí a amar.
por Miguel Urbano Rodrigues