Este jueves comienza el juicio definitivo contra la presidenta Dilma Rousseff. La mandataria apartada de sus funciones desde el pasado 12 de mayo, cuando 55 senadores votaron a favor de continuar con el proceso de impeachment, ahora se sienta formalmente como acusada. Los 81 senadores junto con el presidente del Tribunal Supremo Federal, Ricardo Lewandowski, serán los jueces del proceso.
Se necesita el voto de al menos 54 senadores (dos tercios del Senado) para que la presidenta sea apartada definitivamente. El sistema presidencialista de Brasil y la Constitución del país contemplan el proceso jurídico del impeachment (destitución del presidente) siempre que el jefe del Ejecutivo haya cometido un crimen de responsabilidad.
Desde que el pasado mes de diciembre el presidente de la Cámara de los Diputados, Eduardo Cunha, diera entrada a este proceso la izquierda brasileña habla de «golpe de Estado» y la derecha de un «proceso democrático» amparado en la Constitución.
Pero el hecho es que desde que Dilma Rousseff ganara las elecciones de 2015 por un ajustado 51,3% de los votos, la oposición amenazó a la presidenta con llevar a cabo unimpeachment sin ofrecer argumentos sólidos, sino más bien como un chantaje político. Lo que tiene dividido al país y a sus magistrados no es la figura jurídica de este juicio político sino su contenido. La pregunta es si los motivos por los que se acusa a la presidenta pueden entrar dentro de la definición de crimen de responsabilidad.
Dilma Rousseff no es acusada de corrupción, malversación de fondos, o algún tipo de crimen penal, como sí lo fue Fernando Collor, quien sufrió otro impeachment en 1992. La mandataria es acusada de haber firmado tres decretos presupuestarios donde maquilló las cuentas del Gobierno para poder solicitar nuevos créditos a los bancos sin haber devuelto los préstamos anteriores.
Estas serían lo que aquí llaman como «pedaleadas fiscales», un maquillaje de cuentas. Un delito económico, relativamente común, y que ya cometieron ex presidentes como Fernando Henrique Cardoso, Lula da Silva y varios gobernadores de diversos estados del país, sin haber sido nunca castigados por ello.
Estas serían las acusaciones concretas y por las que se debería juzgar a la presidenta. Pero el contexto político ha sido clave en el asunto. Dilma Rousseff vio cómo su popularidad caía por los suelos con el paso de los meses, debido a la crisis económica que empezaba a golpear al país, y a los números escándalos de corrupción que rodeaban a su partido (Partido de los Trabajadores) y al de sus aliados (PMDB y PP).
El Congreso se apartaba de ella y la mandataria se movía entre dos aguas: aceptaba las condiciones de la oposición, o dejaba de negociar con ella. No había término medio. Las bases populares de su partido la abandonaron después de que transigiera con políticas de corte cada vez más neoliberal. Sus aliados en el Gobierno se encargaron de cavar su tumba cuando vieron que el Congreso también la dejaba de lado y que los escándalos de corrupción cada vez hacían más mella en sus respectivos partidos.
Complots silenciados
A la semana de que Dilma Rousseff fuera apartada de sus funciones y que el vicepresidente Michel Temer tomara pose como presidente interino, se dieron a conocer nuevos motivos en relación al impeachment que aparentemente darían más fuerza a la defensa de la presidenta, pero que tanto los medios oficiales como los senadores parecen haber ignorado.
El primero lo dio a conocer el diario Folha de São Paulo al publicar unas conversaciones entre Sérgio Machado, ex presidente de Transpetro (empresa vinculada con escándalos de corrupción de Petrobrás), y Romero Jucá, vicepresidente del PMDB y ministro de Temer en aquel momento. En las grabaciones ambos hablaban de la «necesidad de acabar con Dilma para evitar la sangría» de las investigaciones de la operación Lava Jato.
Las conversaciones se produjeron en marzo, antes de la primera votación en la Cámara de los Diputados: «La única salida es el impeachment porque si ella continúa vamos a caer todos», decía Jucá. Pero las declaraciones de la mano derecha de Temer fueron todavía más graves cuando aseguraba que «ya estaba todo pronto para llevar a cabo un Gobierno de salvación», y que él mismo habría hablado con las fuerzas armadas y con los jueces del Tribunal Supremo de Justicia: «Están todos de acuerdo que hay que poner a Temer en el Gobierno».
Estas conversaciones provocaron que Jucá pidiera su dimisión y creara la primera crisis del recién estrenado gobierno en funciones. Pero el contenido de las grabaciones donde se deja claro un complot contra la presidenta en el que además estarían implicados miembros del Tribunal Supremo (quien tiene ahora la última palabra contra Rousseff) no se ha vuelto a poner en cuestión.
En junio se produjo el segundo acontecimiento que daría alas a los argumentos de la defensa de la mandataria. El Ministerio Público de Brasil «no consideraba crimen» las pedaleadas fiscales. Según el procurador de la República, Ivan Marx «no hubo préstamos sin el aval del Congreso», y las maniobras «no se encuadrarían en el concepto legal de operación de crédito».
La noticia apenas se dio en los periódicos a pesar de que los senadores del Partido de los Trabajadores (PT) se aferraran a este argumento para intentar frenar el juicio político que hoy empieza y que probablemente termine el próximo 31 de agosto con la salida definitiva de la presidenta.
Este jueves la sesión comandada por el presidente del Tribunal Supremo, Ricardo Lewandowski, comenzará a escuchar a los primeros testigos del juicio. Serán dos que vendrán de la acusación y seis de la defensa. Este es el principal argumento de aquellos que afirman que no se trata de un golpe, puesto que la presidenta se puede defender.
A lo que los defensores de Dilma, como la senadora del PT Gleisi Hoffmann, responden: «Sí es un golpe, porque no existe crimen de responsabilidad» para que Rousseff se siente en el banquillo.
Sobre eso tratará el discurso de la presidenta el próximo lunes 29 de agosto, donde presentará su propia defensa y responderá a las preguntas de los senadores. Se desconocen cuántos senadores la interrogarán, y de ello dependerá la duración del juicio, ya que después de las preguntas y respuestas a la presidenta, se procederá a la votación final.
Se calcula que el 30 de agosto se pueda tener el resultado definitivo, y que al día siguiente Michel Temer podría tomar posesión como presidente oficial de Brasil. Así lo espera el todavía interino, que pidió a los senadores que evitaran largos discursos para acortar los tiempos y asegurarse de que ser nombrado presidente antes del 4 de septiembre, ya que su objetivo es acudir a la reunión del G-20 en China como nuevo jefe del Ejecutivo de Brasil.