En 1975, el Partido Comunista Italiano (PCI) se presentó a las elecciones municipales con esta consigna: «Tenemos las manos limpias ¿Quién más puede decir lo mismo?» El PCI era entonces el segundo partido de Italia y al otro lado del espectro estaban la DC, el Partido Socialista, y otros tres agrupaciones más pequeñas, que gobernaban en una coalición más tarde bautizada con un nombre ahora estigmático: «il Pentapartito».
Dirigido por Enrico Berlinguer, el PCI obtuvo en esa oportunidad 33,46 por ciento de los votos, menos de dos puntos por debajo de la DC (35,27), con un aumento de 5,6 por ciento con respecto a las elecciones anteriores. Un «empate técnico», como le dicen ahora, definido por el ingreso de los jóvenes de 18 años al registo electoral.
En ese tiempo, y hasta su autodestrucción en 1989, el PCI pudo siempre alardear de su honestidad administrativa y política, pese a ser parte real y decisiva del sistema de poder: ninguna gran decisión nacional se podía realizar a sus espaldas.
En 1991, un extraño congreso del PCI determinó que ante la encrucijada histórica del movimiento comunista, era mejor transformarse, formando lo que entonces allá se llamaba «la cosa»: el Partido Democrático de Izquierda, para adherir a la Internacional Socialista. Atendió asi a los cantos de sirena de la DC y el PS, con la idea tal vez de concretar de esa forma el «compromiso histórico» lanzado en los años 70, tras la debacle sangrienta de la revolución democrática en Chile.
Fue producto de la experiencia chilena, que el grupo dirigente del PCI se convenció de que sólo una amplia mayoría progresista podía garantizar la estabilidad de un proceso de cambios, una mayoría que uniera al PCI y la DC, las dos grandes fuerzas polìticas del país. Idea, que por cierto, también fue sepultada a balazos, en 1977, en la persona del Secretario de la DC, Aldo Moro, proclive al entendimiento con los comunistas, asesinado por orden de la CIA a manos de un grupo de ultraizquierda.
Al mismo tiempo, Berlinguer había rechazado tajantemente la idea de que el PCI tenía que desprenderse de su pasado para demostrar su vocación democrática. Dijo en 1975:» Algunos sostienen que nuestro partido debería dejar de ser diferente, que debería homologarse a los los otros partidos. Caerían vetos y sospechas, recibiríamos consensos y aplausos estrepitosos, solo por igualarnos a los otros, por erradicar nuestras raíces, pensando en reflorecer mejores. Esto sería, como ha escrito Mitterand, el gesto suicida de un idiota».
Y el gesto del idiota ocurrió: en el Parlamento italiano no queda un sólo comunista.
El «compromiso histórico», tal como lo expuso el legendario líder comunista Enrico Berlinguer, no consistía en que un partido se subordinara al otro, sino en encontrar los puntos de coincidencia estatégicos que hicieran viables los grandes cambios, entre los cuales -y en grado de primerísima importancia- estaba precisamente terminar con las gigantescas mafias político-empresariales que se habían apoderado de todo.
Pero la DC, como entidad, no tenía las «manos limpias», y mucho menos sus socios del PS. Fue un juez de instrucción (equivalente a un fiscal), Antonio Di Pietro, quien sin proponérselo precipitó en 1992 el fin del sistema político de la guerra fría, representado por el «Pentapartito».
{destacado-2}En 1992 un pequeño empresario milanés del aseo, cansado de los chantajes de Mario Chiesa -un cacique socialista de Milán, ex consejero provincial y presidente de un ente público estatal para el cuidado de los ancianos- acudió al juez di Pietro. De acuerdo con él, se presentó más tarde en la oficina de Chiesa con su aconstumbrada bolsa de dinero a pagar la «tangente» de diez por ciento por contratos municipales, pero esta vez con un micrófono escondido. Cuando Chiesa abría la bolsa para contar el dinero, irrumpió la policía. El político intentó tirar el dinero por el water, y en ese bochornoso empeño fue arrestado. Fue el primer preso del proceso «mani pulite».
Cinco semanas en la cárcel bastaron para que Chiesa destapara la inmensa olla de la corrupción. Hubo después decenas de arrestos y algunos suicidios. El primero en inmolarse fue Gabriele Cagliari, ex presidente de la empresa petrolera del Estado.
La ocasión fue posible en parte porque caída la URSS y desarticulado ideológicamente el PCI, se esfumaba el «peligro comunista». Pero se hizo necesaria también porque los procesos electorales mostraban el agotamiento del sistema de partidos instaurado tras la Segunda Guerra Mundial, expresado en la abulia o el franco rechazo de los electores.
La alarma en Italia se prendió cuando se constató que 25 por ciento de los electores había dejado de votar o votaba blanco o nulo, y que de quienes votaban, 12 por ciento lo hacía por agrupaciones al margen del esquema tradicional.
Como señaló diez años después, en 2002, el analista italiano Giovanni De Luna en «La Rivista del Manifesto», «manos limpias hubiese sido imposible sin el consenso de los ciudadanos, y sin la crisis de credibilidad que entonces abarcaba a los partidos políticos, y que nunca, nunca, los jueces se hubiesen movido autónomamente si no los hubiera motivado ‘el espíritu de los tiempos'».
Para De Luna, la Italia de «mani pulite» fue una «revolución centrista» la que cambió el sistema polìtico italiano, producto de la asincronía de los partidos históricos italianos con la recomposición social de los años 80: la disminución de los sectores industrial (clase obrera) y agrario, y el despegue de una economía computarizada de servicios, especialmente en el norte -rico- del país, de donde surgió un movimiento autonomista, la Lega Nord.
En las elecciones de 1994, dos años después de los procesos judiciales que terminaron con el ex primer ministro y líder socialista Bettino Craxi -gran amigo del PS chileno- huyendo de noche por mar hacia una lujosa villa en Túnez, el PSI disminuyó su votación de 13,6 por ciento en 1992, a 2,2, mientras la DC -que en 1992 tuvo 29 por ciento- ni siquiera presentó candidatos ese año.
El voto comunista, en tanto, se dividió en 21 por ciento al PDS y 8,6 a Rifondazione Comunista (la minoría que rechazó la ruptura).
También la ultraderecha sufrió convulsiones: el viejo heredero fascista Movimiento Social Italiano renunció por primera vez explícitamente a tal herencia y se convirtió en Alianza Nacional, con lo que obtuvo resultados electorales positivos, tras una permanente caída estructural. Pero el principal beneficiado fue Forza Italia, partido formado por empresarios(el partido de Silvio Berlusconi).
En menos de dos años se quebró todo el inmenso aparato político de la postguerra italiana.
Los empresarios aparecían entonces como víctimas de la corruptela política y no -al revés que hoy en Chile- como parte orgánica de un sistema de putrefacción. En este sentido, Berlusconi se presenta como «outsider» (sin serlo), y como el campeón del rechazo a los políticos tradicionales, y a la intromisión de un Estado ineficiente en todas partes.
{destacado-1}A diferencia de Chile, en Italia el fin del fascismo originó una Asamblea Constituyente, que en 1947 produjo una Carta Fundamental con una entrada espectacular: «Italia es una república democrática basada en el trabajo». El Estado asumió la reconstrucción del país, y la política se reestructuró en gran parte según el molde la guerra fría: Italia quedó en la zona de influencia norteamericana, y el poder quedaba vetado a los comunistas (la principal fuerza de resistencia al fascismo y la ocupación nazi).
Para esos fines, en Italia nunca se descartó absolutamente el recurso al golpe de Estado, que como se ha establecido, estuvo cerca durante el acercamiento entre Moro y Berlinguer en los años 70.
Cuando la izquierda llega al poder en 1996, sobre las ruinas del sistema de la corrupción, ya no era peligro. Y le fue mal posiblemente por lo mismo, pues se dedicó a administrar y estabilizar el sistema. Vinieron no a transformar el país, sino a «hacer las cosas buenas que se puedan hacer», según dijo a este periodista un alto dirigente ex comunista de la época. En la medida de lo posible, como en Chile.
Los empresarios chilenos comenzaron ya activamente a descargar toda la responsabilidad de lo que ocurre en los dos jerarcas presos del grupo Penta, Carlos Lavín y Carlos Délano, como «manzanas podridas», mientras todo el sistema -Gobierno, partidos y empresarios- trata de acorazar a Soquimich, donde ya todo Chile sabe se esconden secretos inconfesables.
Sin duda, como en Italia, es el «espíritu de los tiempos» -el indudable respaldo ciudadano- lo que impulsa a los fiscales, que a ojos de los ciudadanos de a pie representan el papel de ángeles vengadores. Esto pudo haber ocurrido mucho antes -casos no faltaron- pero el momento es este, y el «weychán» (mapudungún por campo de batalla) es Soquimich, la empresa estatal saqueada en dictadura.
En Chile el Gobierno que quería hacer las cosas buenas que se puedan hacer, terminó enlodado también, a causa de la especulación inmobiliaria de Sebastián Dávalos, el Hijo. Que son apenas un botón de muestra de lo que ocurre en ese sector casi absolutamente desregulado.
La sombra italiana de los años 90 se despliega sobre Chile con insólita similitud.