Lejos de ser un anacronismo, un desvelo de intelectuales de izquierda trasnochados o una pieza de anticuario en el museo de las ciencias sociales latinoamericanas, el imperialismo es un proceso histórico en permanente actualización, intrínsecamente vinculado al desarrollo del capitalismo ya no solo como modo de producción, sino como patrón civilizatorio; y por lo tanto, se expresa en todos los ámbitos de la vida de los pueblos que lo sufren: ese amplio arco que va de la política a la economía, y de la cultura a la ideología.
Desde esta perspectiva, México y América Central, como espacios geográficos y formaciones sociales que han sido objeto privilegiado de los apetitos del “Norte revuelto y brutal” –al decir de José Martí-, representan hoy casos dolorosos de la huella del imperialismo estadounidense -durante más de un siglo- y del capitalismo neoliberal sobre la vida de millones de personas y, en especial, sobre nuestra manera de pensar y pensarnos como latinoamericanos.
El ensayista mexicano Gustavo Ogarrio ha propuesto una alegoría, a la que él mismo califica como escatológica, para explicar el impacto que tenido en su país la imposición de la democracia formal –funcional a los de arriba– como única vía posible de democratización, y del libre mercado imperialista como horizonte unívoco de las relaciones entre Estado y sociedad, situaciones problemáticas que también se manifiestan con toda su crudeza en los países de América Central. Para Ogarrio, “después de devorarnos política y culturalmente, el estómago del imperio nos devuelve bañados en los jugos gástricos de la ensoñación, la marginación y la persecución”. Antes de regurgitarnos, el imperialismo estadounidense devora nuestra soberanía política, nuestros recursos naturales y a cientos de miles de migrantes forzados al exilio económico por hambre y desempleo, que acaso solo pueden alimentar sus ilusiones con la promesa del american way of life y el acceso al paraíso del consumo prometido por la cultura de masas.
Tres estrategias combinadas, entrelazadas unas con otras, son claves en el desarrollo del fenómeno imperialista en el siglo XXI: 1) la dominación comercial y productiva impuesta a través de tratados de libre comercio asimétricos, que empobrecieron a millones de campesinos mesoamericanos (solo en México, a lo largo de los 20 años de vigencia del TLCAN, se han perdido 1,9 millones de empleos en el sector agropecuario) y sectores de la clase media, acentuaron la pérdida de soberanía alimentaria y debilitaron los mercados internos y los sistemas productivos nacionales; 2) la implementación de iniciativas de seguridad regional para combatir a los cárteles del narcotráfico y a las bandas del crimen organizado –que se nutren de los capitales estadounidenses y producen para el mercado del norte-, lo que reposicionó militarmente a los Estados Unidos en la región, y le permite proyectarse hacia otros espacios (Suramérica, el Caribe) en función de sus intereses geopolíticos; y finalmente, 3) el establecimiento de ententes con las élites gobernantes, a las que ofrecen apoyo político a cambio de su alineamiento con Washington, y alianzas para la prosperidad que solo amplifican los mitos del neoliberalismo, pero poco aportan a las transformaciones estructurales que requieren los pueblos mexicanos y centroamericanos.
La violencia física –ya no solo política o simbólica- con la que el capitalismo neoliberal fortalece su avanzada en la región, al tenor de lo que David Harvey llama acumulación por desposesión, va perfilando algunos de los nuevos rasgos del proyecto imperialista en nuestro países. Las desapariciones, masacres y asesinatos colectivos de hombres, mujeres y colectivos que protestan frente el entreguismo de las élites gobernantes (los 43 estudiantes de Ayotzinapa, México, por ejemplo, o la impunidad de los crímenes contra activistas sociales en Honduras); o la represión de los pueblos indígenas que se resisten a la explotación de sus tierras por el capital extranjero y al desplazamiento forzado por el “desarrollo” (Santa Cruz Barillas en Guatemala, o la comarca Ngöbe-Buglé en Panamá), son puntos de inflexión que marcan un ajuste brutal respecto de las formas en que, en adelante, se ejercerá la dominación imperialista.
Políticamente desconectados de los procesos de integración, recuperación de la soberanía y reconfiguración de los equilibrios de fuerzas que han tenido lugar en América del Sur durante los últimos 15 años, como lo evidenció la reciente Cumbre de las Américas en Panamá –salvo los casos de Nicaragua y El Salvador-, ¿será posible todavía imaginar un futuro diferente, cualitativamente superior, para México y América Central? ¿Cuáles serían los caminos a seguir y cuáles nuestras alternativas? ¿Qué función están llamados a cumplir las organizaciones populares, los movimientos sociales, los partidos políticos progresistas, los intelectuales comprometidos con los cambios necesarios y urgentes?
Son preguntas a las que solo la praxis política transformadora, la unidad frente al imperialismo y la audacia para interpretar los problemas de la realidad y construir soluciones que apunte al bienestar de las mayorías, pueden dar respuesta. Por lo pronto, cabe recordar aquí otra idea de Ogarrio, quien también escribió mirando de reojo a la otra realidad posible que soñamos:“Atrapados en la ilusión de la servidumbre estratégica, que obtiene beneficios mínimos, podemos recordar también nuestra condición de fantasmas del Tercer Mundo y transformar ese recuerdo en una débil esperanza: seguimos siendo parte de la orilla latinoamericana…”
Hacia esa orilla debemos remar, desde todos los frentes posibles.
por Andrés Mora Ramírez / AUNA-Costa Rica
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