Por estos días, los medios de comunicación y el Gobierno tienen a todo Chile preocupado por la posibilidad de que Perú recupere en la Corte Internacional de La Haya una mínima parte de la porción del Oceáno Pacífico que perdió en la guerra de 1879.
Poco a poco, vamos percibiendo que si los diplomáticos peruanos -famosos por su profesionalismo- acudieron a la Corte, es porque tienen un caso sólido entre manos, construido por décadas. Que la posición chilena es débil, pese a lo que repiten majaderamente todos los dirigentes polìticos. Y que es débil porque no existe ningún tratado limítrofe, sino dos convenios de pesca. Es débil porque la Convención del Derecho del Mar de 1982, que los dos países suscriben, define el mar territorial y la zona económica según una línea perpendicular a la costa, y no según los paralelos geográficos, como ocurre entre Chile y Perú.
No por capricho la Corte Internacional de Justicia aceptó el caso: si fuera todo tan burdo como lo exhiben nuestras autoridades, no lo habrían hecho; no se distinguen allá por su frivolidad. Posiblemente miraron el mapa: la argumentación chilena jamás ha dicho que el límite es justo, sino apenas que Perú lo aceptó.
Esta semana ya comenzó en Santiago la operación «parche antes de la herida»: amenazar con desconocer el fallo, o acusar a los jueces de la Corte Internacional nada menos que de ignorar el derecho. En flaite, echar la choriá. Igual que Colombia, que no logró imponer su teoría de que unos roqueríos pegados a la costa nicaragüense -y lejos de Colombia- tienen más importancia que la tierra firme. El único «derecho» invocado por Colombia es éste: tengo más barcos y milicos que tú, y soy el mejor amigo de Estados Unidos, asi que perdiste. Nicaragua ya sabe de esto: en 1986 la Corte de La Haya condenó a Estados Unidos a pagar compensaciones por el minado ilegal de los puertos nicaragüenses, por la guerra de los «contras», por las agresiones comerciales y económicas, y por innumerables violaciones al «Tratado de Amistad, Comercio y Navegación» firmado por los dos países en 1956, cuando la familia Somoza regía al país a beneficio propio y de sus amigos estadounidenses (el fallo completo se puede ver aquí)
La defensa de Estados Unidos en el caso fue que estaba ejerciendo su derecho de «autodefensa colectiva». Nada menos.
Nicaragua apeló entonces, como lo hará en esta ocasión, al Consejo de Seguridad y la Asamblea General de la ONU, a la solidaridad internacional, a la moral, la ética y el internacionalismo proletario. Obtuvo, y obtendrá ahora, grandes victorias políticas y morales, pero la guerra desangró al país, y jamás obtuvo compensación alguna.
Tras la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos fue uno de los grandes promotores de la Corte Internacional de Justicia, órgano establecido en 1945, antes de la fundación de la ONU, y fue el primero en someterse a su jurisdicción, como para marcar el paso.
El sistema de elección de los jueces de la Corte es complejo y exigente: una Corte Permanente de Arbitraje propone listas sugeridas por los grupos regionales (Asia, América Latina y el Caribe, etc), que luego deben refrendar la Asamblea General y el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. Ningún juez o fiscal llega a La Haya sin haber probado una intachable carrera previa, y por eso tratar de amedrentarlos puede que logre el efecto contrario al deseado, sobre todo si el matón es un enano.
En 1986, tras el fallo favorable a Nicaragua, Washington se retiró de la Corte, y acepta sólo los casos que le convengan. Eso es lo que permite hoy a Colombia ignorar el fallo.
El Consejo de Seguridad de la ONU tiene la potestad de aplicar la fuerza para imponer las decisiones de la Corte de La Haya, siempre que no haya veto de alguno de los miembros permanentes. Podría, por ejemplo, enviar submarinos nucleares, fragatas y aviones para que Nicaragua obtenga lo que el derecho internacional le otorgó en el mar Caribe, pero no lo hará, porque Colombia es el socio militar más importante de Estados Unidos en América Latina. Así que, como en 1986, Nicaragua tendrá su fallo, pero no su mar.
La «choriá» de todos los presidentes chilenos post-Pinochet juntitos -Piñera, Lagos, Frei y Aylwin- tiene en apariencia precedentes en qué apoyarse. De aquí a empezar a posicionar fragatas, hacer vuelos supersónicos sobre Arica, mostrar misiles, montar ejercicios militares en la frontera, falta muy poco. Y de allí a las expulsiones de inmigrantes, turbas persiguiendo peruanos en las calles, sólo otro poquito. Hablando con dirigentes peruanos el otro día, ellos manifestaron preocupación por el escenario chovinista que se viene, agitado por todo el espectro político criollo. Nadie quiere arriesgarse a figurar como «antipatriota», y mucho menos cuestionar todas las anexiones de la llamada «Guerra del Pacífico».
La diferencia entre el caso Colombia-Nicaragua, es que el Perú no es Nicaragua, y si tiene un fallo favorable, lo más probable es que lo aplique de inmediato, con la ley de su lado ¿Qué harán entonces los choros de la pobla? ¿Ir a la guerra? ¿Sin la razón y sin la fuerza? ¿Con qué apoyo popular? ¿Con qué respaldo internacional? No pueden, sencillamente no pueden hacer nada de eso, por eso acá reina la histeria y en Lima campea la calma.
Por Alvar I. Koke