El pasado 8 de enero el Gobierno anunció que se querellaría por Ley de Seguridad Interior del Estado en contra de un grupo de integrantes de la Asamblea Coordinadora de Estudiantes Secundarios (ACES), esto por el sabotaje realizado a la rendición de la Prueba de Selección Universitaria (PSU).
Lo que hizo Sebastián Piñera no fue otra cosa que responder nuevamente desde lo punitivo a un accionar que, por el contrario, se sostiene en algo que es inasible, imposible de encarcelar. “¡Cabo, tráiganme a ese pendejo! Lo vamos a apretar. Le vamos a dar un susto al comunista culiao ese, a ver si le van a quedar ganas de andar hueveando en la calle de nuevo”.
La “inteligencia” de los aparatos represores podrá pincharle los teléfonos a los enemigos de la guerra declarada por el mandatario, infiltrarse entre ellos, llegar a saber cómo se organizan, torpedearles alguna intervención y hasta llevarlos a juicio. Pero nunca, nunca, logrará comprender cómo operan emocional y espiritualmente, llegar a esa raíz profunda desde donde -como si se tratara de un grifo abierto- se bombea sangre.
Por eso están perdidos.
Es la sangre que corre torrentosa por las venas de Víctor Chanfreau, uno de los voceros de la ACES querellado por el Gobierno, nieto de Alfonso Chanfreau, dirigente estudiantil del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), torturado y hecho desaparecer por la dictadura cívico militar. Es la misma que hace 7 años atravesaba los brazos de Eloísa González, también vocera de la ACES y formada igualmente al alero de la historia del MIR, en un entorno de mujeres que habían militado en esa mítica organización política.
¡Es que son los hijos, son los nietos!, ¿comprendes? Son “los hijos de los que no pudiste matar”, como se lee en las murallas de las calles de Chile. Son “los hijos de los trabajadores que no han podido ingresar a la educación superior”, como le advirtió Víctor Chanfreau al Gobierno en medio del sabotaje a la PSU.
Son las generaciones que engendró en 2006 la Revolución Pingüina, esas a las que traicionó la Concertación. Pero también son los hijos putativos de la lucha legendaria del pueblo mapuche. Por eso hoy miles enarbolan esa bandera en la Plaza de la Dignidad y a lo largo de todo Chile.
Ni con lumazos ni con gases -ni siquiera con mutilaciones, violaciones y asesinatos- se logra frenar una búsqueda sedienta de justicia social que trasciende al individuo, que se vive y se realiza en función de lo colectivo, fraternalmente.
De ahí la imposibilidad de la clase política de entender cuál era el combustible que hacía saltar a los secundarios los torniquetes del Metro los días previos al estallido del 18 de octubre. Basta recordar las declaraciones de la ministra de Transportes, Gloria Hutt, cuando les espetaba a los jóvenes que no había razón para su protesta, ya que a ellos no les afectaría el alza de $30 en el pasaje del Metro.
Ese arraigo, ese compromiso, es lo que las lupas criminalizadoras y adultocentristas de los Piñera y los Blumel, de los Monserrat Álvarez y los Daniel Matamala, no comprenderán jamás. Su lectura de la realidad es penosamente limitada. Opinan de lo que ocurre en Plaza de la Dignidad sin probablemente nunca haberla pisado. Califican de violentistas a la gente de la Primera Línea sin quizás nunca haberse acercado a conocer la labor que realizan.
Tendrían que nacer de nuevo y formarse en otras escuelas -en la de la calle, por ejemplo- para entender por qué a la figura del Matapacos, a ese perro que no se puede nombrar al aire en CNN Chile, se le respeta y se le quiere más que a cualquier político o periodista. Son incapaces de imaginar cuán profundo es el reencuentro de gran parte de la sociedad chilena con su anhelo de dignidad y su identidad combativa reprimida por años.
Editorial publicada en la edición nº 239 de la revista El Ciudadano, enero de 2020.