El mortífero maridaje entre Washington y los terroristas islámicos es tan firme y estrecho como siempre. Lo demás es puro cuento
Cuando, en 1988, la publicación Le Nouvel Observateur indagó con Zbigniew Brzezinski si la entrada de las topas soviéticas en Afganistán, en diciembre de 1979, respondió en verdad a la injerencia norteamericana en aquel país, el exasesor de Seguridad Nacional estadounidense ni siquiera parpadeó para dar una respuesta afirmativa.
Lo insólito es que hasta ese instante Washington juraba a los cuatro vientos que su intervención contra las entonces autoridades izquierdistas de Kabul se había iniciado casi un año más tarde de la irrupción de los efectivos de la URSS en apoyo a sus aliados.
Brzezinski, por su parte, no pudo ser más revelador, exacto… e hipócrita. “Según la versión oficial de la CIA —afirmó—, la ayuda empezó durante el año 1980, o sea, después de la invasión soviética del 24 de diciembre de 1979. La verdad, hasta ahora secreta y oculta, es diferente. El 3 de junio de 1979, el presidente James Carter firmó la primera orden para apoyar en secreto a la oposición en contra del régimen comunista de Kabul. Ese mismo día le escribí una nota al Presidente en la cual la explicaba que, según mi opinión, esa ayuda iba a conducir a una intervención militar de los soviéticos”.
Más adelante, el exasesor aseguraba que nunca se arrepentiría de aquellos pasos, porque hicieron “que los rusos cayeran en la trampa afgana… el día que las tropas de Moscú cruzaron la frontera le escribí nuevamente al presidente Carter: ahora tenemos la posibilidad de darle a la URSS su propio Vietnam”.
Para Brzezinski la cuenta era clara y justificaba plenamente entrenar y armar a futuros terroristas. “¿Cuál de los dos hechos será más importante en la historia? —declaró—. Los talibanes o la caída del Imperio soviético? ¿Un par de musulmanes fanáticos, o la liberación de Europa Central y el fin de la Guerra Fría?”.
AMIGOS PARA SIEMPRE
Desde aquellos tiempos data la alianza entre los sectores guerreristas de los Estados Unidos y la organización terrorista Al Qaeda, liderada por el sinuoso Osama bin Laden, integrante de una poderosa familia asentada en Arabia Saudita y con fuertes intereses económicos en territorio norteamericano.
El entendimiento no fue difícil. Los recalcitrantes del Imperio no tuvieron mayores problemas para negociar con los extremistas islámicos, representantes de una tendencia que, según algunos de sus dirigentes, como Sayyid Kutb, líder de los Hermanos Musulmanes en Egipto hasta su ejecución en 1965, está destinada a defender el Islam de los “demonios foráneos” y de aquellos “nativos corrompidos” que desechan la interpretación literal del Corán y se entregan a la contaminación con ideas y acciones ajenas a los propósitos de Alá y de su profeta Mahoma.
La yihad era para Kutb el camino a la materialización de los propósitos divinos, y se manifiesta mediante una combinación de coerción y persuasión, al decir del analista pakistaní Tariq Alí en su texto ‘El choque de los fundamentalismos’.
Ahora bien, si los intentos de persuadir fracasan —añade Alí en su libro— nada impide el uso desmedido de la fuerza contra infieles, descreídos y apóstatas.
De hecho, concluye el citado autor, los “reclutados por Osama Bin Laden para formar Al Qaeda creían que el Emirato de Afganistán (léase el gobierno de los talibanes) era el único ejemplo existente del verdadero Islam… una imagen tanto del pasado como del futuro”.
MÁS DE LA HISTORIA
Las tropas soviéticas pactaron su retirada de Afganistán en abril de 1988 y la completaron en febrero del año siguiente. Sin embargo, para alarma gringa, las autoridades de izquierda quedaron aún al frente del Gobierno en Kabul hasta 1992, cuando cayeron a manos de los titulados mujaidines.
Empezó entonces en Afganistán un cruento enfrentamiento entre los llamados señores de la guerra, que se disputaban el control del país. Osama bin Laden, que para entonces financiaba 23 campos de entrenamiento en territorio afgano, apoyó al candidato de la CIA, Gulbuddín Hekmatyar, pero los resultados fueron magros en materia de unidad por la fuerza.
Para 1994 el país era un pastel dividido, y la empresa energética norteamericana Unocal, empeñada en la construcción de un oleoducto que debía atravesar Afganistán hasta el océano Índico, reclamaba seguridad para llevar a cabo sus proyectos.
Surgió entonces la alternativa de los talibanes como posible garantía de estabilidad nacional, con los cuales no solo se identificaron los Estados Unidos, Pakistán y Arabia Saudita, creadores e impulsores de los mujaidines, sino además, con toda lógica reaccionaria, Al Queda y su jefe, Osama bin Laden.
Para 1995, y gracias a sus padrinos, los también llamados “estudiantes”, por su ligazón a la escuelas islámicas de corte fundamentalista instaladas preferentemente en territorio pakistaní, ya contaban con armas pesadas y blindados. Mientras, John Mojo, embajador norteamericano en Islamabad, los calificaba como “portadores de estabilidad y unidad”.
Ya en 1996, y con Kabul en manos de los talibanes, el senador Hank Brown afirmó que semejante victoria impulsaría la formación de un gobierno capaz de terminar con el perturbador fraccionamiento interno afgano.
Unocal tampoco se escondía para mostrar su inclinación por la nueva facción gobernante, a la que otorgó —en unión de la CIA y la reacción regional— todo tipo de apoyo material, incluidos teléfonos satelitales, mientras insistía en que la Casa Blanca diese su anuencia al recién instalado régimen.
Paralelamente, Bin Laden había extendido sus dominios. La CIA lo había puesto mucho antes en contacto con los talibanes, y el líder de Al Qaeda abandonó a su viejo amigo Hetmakyar.
Para confirmar su nueva alianza, escribe el analista Peter Franssen, “Bin Laden le regaló al mullah Mohammed Omar, jefe de los talibanes, tres millones de dólares y una hija como esposa”.
Precisa Franssen además que Bin Laden se instaló en Jalalabad, y con el consentimiento de los cuerpos norteamericanos de inteligencia levantó nuevos campos de entrenamiento y asumió el control del cuartel de Charasyab, “donde ofreció preparación armada y religiosa a extremistas de Arabia Saudita, Egipto, Yemen, Jordania, Chechenia, Pakistán, Bangladesh, Uzbekistán, Tayikistán, Somalia, Singapur, Argelia, Túnez, Kuwait y los Emiratos Árabes Unidos”.
Sin embargo, para 1997 las cosas no marchaban bien. La Alianza del Norte, otro grupo armado afgano, aún controlaba parte del territorio nacional, y Unocal se impacientaba. Su vicepresidente, Marty Miller, se quejó a Washington de que los combates proseguían y que no existían posibilidades de iniciar las obras del proyectado oleoducto.
Por otro lado, se registraron rebeliones contra los talibanes y su política extremista y se produjeron disensiones dentro de las propias filas de los ocupantes de Kabul. Washington empezó entonces a presionar a los radicales islámicos a favor de un acuerdo para el surgimiento de una titulada coalición para la unidad nacional que pudiese dar curso a las apetencias de Unocal, pero para los talibanes y Bin Laden ello significaba renunciar a su idea de un “emirato de neta raíz islámica”.
Al Qaeda respondió entonces con atentados contra las embajadas norteamericanas en Tanzania y Kenia, y el Pentágono bombardeó campamentos de entrenamiento de esa facción terrorista. Los cuervos se rebelaban ante sus dueños, y el maridaje mostró sus primeras grandes fisuras.
No obstante, los platos rotos no fueron óbice para que Estados Unidos facilitase la presencia de fuerzas de Al Qaeda en los Balcanes en su empeño de desmembrar a Yugoslavia, así como en los intentos por desgajar a Chechenia de Rusia, conflicto este último al cual el propio Bin Laden envió en 1997 un contingente de no menos de 700 terroristas afganos, y donde su colaboración con los servicios subversivos de Occidente prosiguió aun luego de los atentados de 2001 contra las Torres Gemelas y el Pentágono, según confirmaciones de la publicación Christian Science Monitor del 26 de marzo de 2002.
A manos de Bin Laden siguieron llegando “aportes” por intermedio de entidades norteamericanas de cobertura como la Mercy Internacional Relief Agency, con sede en Michigan; la Alkifah Refugge Central, de Connecticut; y la Islamic Relief Organisation; junto al apoyo de gobiernos aliados a Washington.
Tal vez el “último gran servicio” de Bin Laden a sus aliados fue precisamente el controvertido y sospechoso atentado contra símbolos económicos y militares de los Estados Unidos en septiembre de 2001, que propició al Gobierno de George W. Bush desatar su campaña “antiterrorista” global bajo el rótulo de que la “patria mundial” de la democracia estaba bajo fuego enemigo.
Una sangrienta tragicomedia que permitió las agresiones militares a Afganistán e Irak y la actual expansión usurpadora en Asia Central y el Oriente Medio, que desbancó a las autoridades de Trípoli, pretende aplicar recetas similares en Siria y fomenta la destrucción del Gobierno iraní. Todo, en una nada encubierta “marcha al Este”, sobre las divisorias rusas y chinas para materializar el proyecto hegemónico de no permitir “el surgimiento de nuevas potencias mundiales” tras el desastre del campo socialista europeo y la disolución de la Unión Soviética en la década del 90 de la pasada centuria.
AMOR A SEGUNDA VISTA
Y en la nueva etapa de búsqueda del unilateralismo total, Al Qaeda, presuntamente desaparecido su jefe el primer día de mayo de 2011 por intermedio de una operación comando norteamericana, ha retornado plácidamente al lecho nupcial junto a Washington.
Así, la organización terrorista participó a manos llenas en la pretendida “guerra de liberación” contra el Gobierno libio de Muamar el Kadhafi, que rompió los primeros fuegos el 17 de febrero de 2011 en Benghazi, en lo que fue bautizado por los titulados rebeldes como “el día de la cólera”.
Abdulhakim Belhadj, quien luchó junto a Osama bin Laden en Afganistán, ha sido una de las figuras terroristas que encabezaron la arremetida contra Trípoli. De inmediato ingresó en territorio libio, en un avión militar de Qatar, según el sitio web www.urgente24.com, y asumió el mando de los hombres de Al Qaeda en las montañas de Djebel Nefussa. Tomada Trípoli, sería el encargado por el titulado Consejo Nacional de Transición de organizar a las nuevas fuerzas armadas libias. Belhadj es además un antiguo emir del Grupo Islámico Combatiente Libio, que fue proscrito internacionalmente como una organización terrorista después de los sucesos del 11 de septiembre de 2001.
Mientras, en el expediente de los protegidos de Washington y del resto de las naciones de la Otan involucradas en la aventura libia se cuentan “heroicidades” como las llevadas a cabo en la región de Cirenaica, donde, narran testigos, “los hombres de Al-Qaeda sembraron el terror, cometiendo masacres y practicando la tortura. ¿Su especialidad? Degollar a los partidarios de Kadhafi y arrancarles un ojo, además de amputarles los senos a las mujeres que consideraban impúdicas”. Todo pasado por alto por sus amigos, los “defensores globales” de los derechos humanos.
Pero la historia sigue. El rotativo turco Milliyet denunciaba recientemente que como parte del acelerado involucramiento de Washington y el resto de la Otan en el Oriente Medio y Asia Central, “Francia ha enviado fuerzas de entrenamiento militar a Turquía y el Líbano para formar el llamado Ejército Sirio Libre (FSA). El FSA es apoyado además por la inteligencia británica, la Hermandad Musulmana y el infestado por Al Qaeda Consejo Nacional de Transición en Libia”.
En esa misma cuerda, el analista Paul Watson refirió que “los mismos terroristas de Al Qaeda que lucharon contra las tropas norteamericanas en Irak y ayudaron a la Otan a derrocar al coronel Kadhafi están siendo transportados por aire a Siria para ayudar a los rebeldes que intentan derrocar al presidente Bashar al-Assad. La autoridad gobernante de transición en Libia se ha comprometido a enviar armas y combatientes a Siria para ayudar a las fuerzas del Ejército Sirio Libre en la lucha”.
Por si fuera poco, se supo que el propio Abdulhakim Belhadj, ya citado en este artículo como jefe del Consejo Militar de Trípoli y exlíder del Grupo Islámico Combatiente Libio, intentó salir en diciembre último por el aeropuerto de Trípoli con un pasaporte falso para unirse a los terroristas que actúan contra Damasco.
De manera que el “hogar” vuelve al orden, por encima de las víctimas del 11 de septiembre, de los civiles y militares muertos en las guerras de Afganistán e Irak, de los sacrificados en la contienda en Libia, y de los que hoy caen en Siria por las bombas y los atentados azuzados desde el exterior.
Así, extremistas imperiales e islámicos han retornado a la luna de miel, cada cual interesado en arrimar la brasa a sus respectivas sardinas. Los primeros, empeñados en ser la fuerza global preponderante. Los segundos, soñando con la conversión de sus sociedades en emporios de un fanatismo a ultranza y sin alternativas.
Por Néstor Núñez
5 de abril de 2012
Publicado en www.bohemia.cu
Fuente fotografía
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