El líder yugoslavo puso en pie un modelo multinacional que se desmoronó con su muerte. Este 4 de mayo de 2010 se celebra el trigésimo aniversario de la muerte de Josip Broz ‘Tito’, el padre de la Yugoslavia multinacional y socialista.
Aupado al poder tras la resistencia partisana a los alemanes durante la Segunda Guerra Mundial, el mariscal Tito fue un líder pragmático que supo jugar a neutral en el contexto de la Guerra Fría y que dirigió con mano de hierro un sistema multiétnico cuyo único nexo real era su propia figura.
Su criatura, la República Federal Socialista de Yugoslavia, se deshizo sangrienta y trágicamente como un castillo de naipes apenas una década después de su desaparición.
Líder indiscutible de la Liga de los Comunistas y del Estado socialista yugoslavo, Tito murió en medio de un aparatoso culto a la personalidad el 4 de mayo de 1980 en Liubliana. Fue enterrado cuatro días después en presencia de 209 altos representantes de 127 países del mundo, incluidos 38 jefes de Estado.
Tito nació el 7 de mayo de 1892 en la aldea de Kumrovec (actualmente en Croacia y por entonces en el Imperio Austrohúngaro). Josip Broz, de padre croata y madre eslovena, se formó como militar en la Armada Imperial Austrohúngara y labró su leyenda en la Segunda Guerra Mundial. Previamente había participado activamente en el reclutamiento de combatientes para las Brigadas Internacionales que lucharon en la Guerra Civil española. Se da la circunstancia de que el apodo «Tito» se lo pusieron sus camaradas españoles, incapaces de pronunciar su nombre.
Tras la invasión alemana en 1941, el Partido Comunista yugoslavo lideró la resistencia partisana y el mariscal Tito -secretario general del partido- se convirtió en el gran líder que supo aglutinar a los pueblos de Yugoslavia y que proclamó su propio gobierno democrático provisional. Los partisanos, fundamentalmente comunistas serbios y montenegrinos, resistieron tenazmante a los alemanes y -sin olvidar a las no menos de 500.000 personas que ejecutaron en la retaguardia- consiguieron finalmente expulsar al invasor.
Al término de la guerra, Tito, fortalecido por su victoria militar, fue capaz de reunificar al país y de poner en marcha una dictadura personal que puso fin a cualquier oposición mediante una durísima política represiva cuyas principales víctimas fueron los estalinistas y los sectores religiosos. Entretanto, su paulatino alejamiento de la influencia soviética concluyó con la ruptura y la expulsión del Partido Comunista de la Internacional Comunista (Komintern) en 1948.
En 1946, Broz propició una Constitución ampliamente democrática y federal, en teoría, cuyo verdadero poder legitimador era el partido. En 1963, Tito, esloveno y croata a partes iguales, creó la República Federal Socialista de Yugoslavia bajo la premisa de que «para que haya una Yugoslavia fuerte, debe haber una Serbia débil». Por entonces, los dirigentes serbios, partidarios de la economía centralizada, ya habían entrado en antagonismo con los croatas y eslovenos, más partidarios de la descentralziación y de ciertas dosis de liberalismo político y económico.
Durante todo su régimen, Tito supo jugar al pragmatismo, de liberal a comunista según conviniera en cada caso. Desde los años sesenta, Tito se convirtió en el referente de los llamados países «no alineados», muchos de ellos surgidos de la descolonización masiva africana y asiática, y se alzó como la voz discordante del mundo comunista, con su abierta oposición a las invasiones soviéticas de Hungría, Checoslovaquia y Afganistán.
LAS GRIETAS DEL TITOISMO: NACIONALISMO Y PODER
El sistema yugoslavo empezó a mostrar sus grietas desde antes de la muerte de Tito, quien, no por casualidad, fue objeto a partir de su fallecimiento de un culto a la personalidad aún más recargado que el que había recibido en vida.
El socialismo autogestionario de mercado ya había empezado a hacer aguas, sobre todo a causa de la crisis económica mundial de 1973, que agravó la deuda externa y el paro y perjudicó a las exportaciones, y de la gran contradicción de un sistema que decía representar a los trabajadores pero cuyos consejos autogestionarios estaban realmente en poder del partido, que defendía intereses macroeconómicos y políticos bien distintos.
Aparte, el sistema político basado en la división étnica en el seno mismo de la Liga de los Comunistas -«dividir para vencer»- convirtió al nacionalismo en la principal fuerza disgregadora en la lucha por hacerse con el poder entre los representantes de la ‘nomenklatura’ yugoslava.
Los expertos consideran que la introducción en 1974 (mediante una Constitución de 406 artículos, uno de las más extensas de la historia) de un complejo sistema de votación para las seis repúblicas que formaban Yugoslavia -Serbia, Bosnia, Montenegro, Eslovenia, Croacia y Macedonia- y del sistema de veto para las decisiones finales contribuyó a paralizar el sistema político, a enfrentar a las distintas secciones locales del partido único y a fomentar el separatismo.
En todo caso, para todos los interesados quedó claro que, bajo la fachada del consenso, quien realmente controlaba el poder era Tito y que, desaparecido éste mediante el esperado «hecho biológico», el sistema estaba condenado a desmoronarse.
Concluida su dictadura, el socialismo autogestionario titoista no había logrado unificar Yugoslavia y la economía estaba en bancarrota. El incremento del poder de las repúblicas supuso el reforzamiento de la burocracia de partido en cada una de ellas y dio pie a una lucha desenfrenada por el poder tras la desaparición del líder, justificada en todos los casos con la defensa de la nación. La peor consecuencia fueron las guerras que a lo largo de los años noventa pusieron fin a la Yugoslavia multinacional creada por Tito.
Fuente: Europa Press/ www.lavanguardia.es
Fotografía: Titoistas en Croacia/civilizacionsocialista.blogspot.com
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