“Dicen que los socialistas traerán la paz” escribía un soldado austro-húngaro que luchaba en la Primera Guerra Mundial, en una carta enviada a su familia en 1918. Exhausto y sin convicciones sobre la nación por la que era forzado a luchar, arriesgar su vida y matar; la Revolución de Octubre era su esperanza de que la brutalidad de la guerra podría acabarse algún día.
Esa Revolución, que cumple cien años, es por muchos considerada como el hito más relevante del Siglo XX. Y es que no sucedió de modo aislado ni surgió de la nada. Las burguesías nacionales de las principales potencias industriales a nivel mundial estaban, a comienzo del siglo, en una desatada carrera armamentista con el objeto de asegurar mercados consumidores de su excesiva producción. Tal voracidad desató un caos planetario sin punto de referencia en la historia de la humanidad.
Las fuerzas conjuradas por las guerras mundiales (tanto la de 1914-1918, como la de 1939-1945) involucraron a todas las economías nacionales. La presión por producir alimento para la población empobrecida y para los soldados en la guerra; la rápida expansión de la industria de las armas; la muerte, la brutalidad y el terror; fueron sostenidas masivamente por los trabajadores de tales economías. En toda Europa, las principales industrias militares serán el centro neurálgico de la lucha contra la guerra y por la paz.
El historiador inglés, Eric Hobsbawm, señala en su virtuoso texto «Historia del Siglo XX» el peso que cargaban los Estados que participaron de las guerras y compara el suceso con el impacto de la Revolución Francesa en el Siglo XIX:
“El peso de la guerra total del Siglo XX sobre los estados y las poblaciones involucrados en ella fue tan abrumador que los llevó al borde del abismo… La humanidad necesitaba una alternativa que ya existía en 1914… Parecía que sólo hacía falta una señal para sustituir el capitalismo por el socialismo… Fue la revolución rusa -o, más exactamente la revolución bolchevique- de octubre de 1917 la que lanzó esa señal al mundo, convirtiéndose así en un acontecimiento tan crucial para la historia de este siglo como lo fuera la revolución francesa de 1789 para el devenir del Siglo XIX”.
Siendo la guerra una situación mundial, también tendrá esa impronta la resistencia a ella. La Revolución Rusa de 1917, encabezada por los bolcheviques y conducidos estos por Lenin, tendrá un impacto esperanzador para el mundo y se planteará sí misma como una revolución cuya subsistencia dependerá de que efectivamente escale a nivel mundial.
La experiencia rusa, se transformará en un método revolucionario y en un método de organización que intentará ser replicada, sin éxito. Por último, escalará a dogma cuando la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) se repliegue sobre sí misma y gobierne desde Moscú a los partidos comunistas del mundo. Bajo el mandato de Stalin, se desarrolló el concepto que hubiese avergonzado a sus titulares, el “marxismo-leninismo”.
Esta revolución lega a la humanidad el primer viaje al espacio, tripulado por el hijo de un carpintero. Llevará, también, a la primera mujer al espacio. Inventará el theremin, un instrumento musical sin antecedentes. En otro rincón del mundo, el Partido Comunista chileno será proscrito en su país durante la década del 50 bajo el argumento de que era un partido internacional. Los moldes históricos se habían roto.
A cien años de la experiencia. En El Ciudadano decidimos volver a revisarla.
RUSIA CIERRA EL SIGLO XIX Y ROMPE LOS LÍMITES DEL XX
Hacia comienzos de siglo, Rusia era uno de los territorios más extensos del mundo (aún lo es), gobernada por una dinastía de zares en contexto de una guerra ad portas de estallar. El país, eminentemente agrario y autárquico, sufrió una industrialización acelerada las últimas décadas del siglo XIX en algunas ciudades. Ambos factores se articulan para abrir paso a la decadencia del zarismo.
El historiador Luis Thielemann (Fundación Nodo XXI) se refiere a las zonas industrializadas como la “Rusia blanca”. Es decir, a la Cuenca de Don, Moscú y San Petesburgo. Si bien estas ciudades, en la panorámica, no cambiaban el carácter agrario de Rusia, sí estaba a la altura de cualquier otra ciudad industrial de la Europa occidental. A estas alturas, la hipótesis de los revolucionarios y de Lenin en particular dista mucho de considerar que haya condiciones para una revolución socialista. Se proponía, en cambio, constituir la esfera republicana “democrático-burguesa” de Rusia, cuestión que suponía derribar la monarquía.
Las malas condiciones de la industria también eran malas condiciones en el campo. Y si bien la diversidad de fragmentos movilizados será amplia, los obreros resultarán ser el sector más organizado y que mayores costos se llevará en las movilizaciones previas a 1917. Producto de atentar contra la vida del Zar, el propio hermano de Lenin es ejecutado, los revolucionarios exiliados y toda esa generación tendrá contacto directo con las distintas organizaciones socialistas europeas. Alejandro II es efectivamente asesinado por la organización del hermano de Lenin en 1881.
Hacia 1905 se produce una nueva situación revolucionaria que también es enfrentada por el Zar a través de la represión. El Día de la Mujer, celebrado por las y los socialistas el 8 de marzo, concluyó en una sangrienta matanza luego de que los obreros marcharan hacia el Palacio de Invierno ruso pidiendo mejorar las condiciones de vida y trabajo, por el pan y contra el frío.
El proceso concluye en el asentamiento de una Duma (parlamento), sufragio universal y legalización de los partidos políticos: “Para los chilenos, el equivalente sería la guerra de independencia”, señala Thielemann.
I. LA DECADENCIA DE LA POLÍTICA DEL ZAR Y EL LEVANTAMIENTO DEL PUEBLO RUSO
Mientras en Chile se cerraba formalmente el debate que separaba a la Iglesia del Estado en 1925, en la URSS se lanzaba el film “El Acorazado de Potemkin”, dirigida por Sergei Eisestein. La película -objeto de estudio obligatorio para el cine mundial, por la sofisticada técnica desarrollada en especial en el ámbito del montaje- celebraba la primera década revolucionaria.
El motín de los marinos contra los oficiales del Acorazado en altamar -argumento principal de la obra- es un hecho real, y formó parte del levantamiento de 1905. Tan real como que fueron acribillados en la Escalera de Odesa, cuya representación en la pieza cinematográfica -en el capítulo del mismo nombre en la película- remarca el dramatismo y la brutalidad de la represión “blanca” en Rusia.
En medio de una guerra, el ejército fue un tema central para la Revolución. Los trabajadores revolucionarios lograron constituir su propia fuerza. Con un sector de obreros instruidos para usar armas y otro que las fabricaba, no era para nada raro que se constituyera un ejército revolucionario en regla.
Thielemann describe que “el ejército ruso estaba compuesto, como en general los ejércitos europeos, por una capa muy nobiliaria de oficiales”. Ello implicaba que para el resto, “había una cotidianidad de enfrentamiento de clases en el ejército”, germen de soldados que cambiarían del bando del Zar al de las fuerzas revolucionarias.
Tales movilizaciones de masas que derivan en fuertes represiones describen la decadencia del sistema zarista. Thielemann agrega que “el gobierno del zar llevaba 20-30 años de decadencia y de una represión brutal. Las caras de las instituciones del Estado son la represión y los impuestos. Además, la guerra mundial que inicia en 1914 es desastrosa. Los obreros y los rusos tienen hambre. La industria está quebrada. Los soldados eran obreros o campesinos que, siendo soldados, conocieron obreros y la vida en la ciudad, recorrieron Europa, aprendieron a leer, se informaron con periódicos socialistas, conocieron agitadores… y cientos de miles de obreros aprendieron a usar armas”, explica.
El colapso del Zar dejaría enormes vacíos de administración y poder. La necesidad de que otro grupo social se hiciera cargo de constituir un Estado, estaba ya abierta.
Hobsbawm remarca que, en este período previo a 1917, “el movimiento obrero organizado de las grandes industrias de armamento pasó a ser el centro de la militancia industrial antibelicista en los principales países beligerantes”. Este era un mal europeo.
Agrega el historiador inglés cómo va cuajando la alianza social de la situación revolucionaria en Rusia, a través de la sencilla consigna “pan, paz y tierra”:
“La exigencia básica de la población más pobre de los núcleos urbanos eran conseguir pan, y la de los obreros, obtener mayores salarios y un horario de trabajo más reducido. Y en cuanto al 80 por 100 de la población rusa que vivía de la agricultura, lo que quería era, como siempre, la tierra. Todos compartían el deseo de que concluyera la guerra. El lema ‘pan, paz y tierra’ sucitó cada vez más apoyo para quienes lo propugnaban, especialmente para los bolcheviques de Lenin, cuyo número pasó de unos pocos miles en marzo de 1917 a casi 250.000 al inicio del verano de ese mismo año».
La materia prima desde la cual se había organizado una izquierda en Rusia estaba totalmente curtida. Thielemann remarca que se trataba de un conjunto de partidos políticos que habían vivido décadas “en la clandestinidad, se habían acostumbrado a las masacres, desarrollaron desviaciones terroristas por la impotencia de no poder hacer política. Estaba lleno de exiliados”, remarca.
Estas fuerzas, en las que todavía los bolcheviques no eran hegemónicos, botaron al Zar a comienzo de 1917 y constituyeron un gobierno provisional. Rusia aún en guerra, debía acatar la consigna: paz. Sin embargo, la cabeza del gobierno provisional Alejandro Kerensky no fue tan diligente y permitió que se renovara la participación rusa, con tal de no defraudar los negocios con las potencias aliadas. Fue el momento de la revolución.
“Aquí los obreros se pasan a la revolución y los bolcheviques dicen ‘o es ahora o no es’. Asaltan el Palacio de Invierno, en donde hubo uno o dos muertos. Y es que nadie más que los bolcheviques estaban dispuestos a echarse al hombro la tarea. No había resistencia. Lo que fue sangriento fue la guerra civil que a partir de ello se abrió. Ahí la revolución ‘republicana’ gira a una revolución obrera y comunista”, sostiene Luis Thielemann.
II. LA LUCHA POR EL PODER Y LA TOMA DEL PALACIO DE INVIERNO: REVOLUCIÓN O DESINTEGRACIÓN
Thielemann acude a la memoria de la Unidad Popular para describir la situación revolucionaria: “En las revoluciones un grupo social organizado echa abajo el Estado y el pacto de clases que lo sostiene; y se produce la situación en que una clase debe constituirse en Estado, sino se produce el vacío de poder, que es un imposible. En la UP, el pueblo destruyó el Estado, tenía capacidad para echárselo al hombro, pero los milicos tenían el armamento”.
Los determinados, disciplinados y eficaces bolcheviques, se volvieron históricamente necesarios para conservar la unidad rusa y sostener el Estado que permitía dicha unidad. Hobsbawn remarca en este sentido que “entre 1917 y 1918 no había que elegir entre una Rusia liberal-democrática o una Rusia no liberal, sino entre Rusia y la desintegración”.
En 1917 estallarán las fuerzas acumuladas de descontento, pero también otras acumuladas por la guerra mundial. Thielemann enfatiza que la vida en Rusia era en sí violenta: mantenía numerosos campos de concentración en Siberia; el pueblo ruso había naturalizado poner bombas, matar, degollar patrones, policías, disparar, articular insurrecciones, etc. Las organizaciones políticas conservaban estos rasgos.
Destaca Thielemann que el pueblo obrero de esos años «es muy militante y organizado en muchas organizaciones políticas”. Además, “todos los revolucionarios del mundo estaban allá”. A ellos se adhería la intelligentsia rusa, concepto que denomina a los funcionarios que saben leer y escribir; ingenieros, intelectuales, funcionarios estatales o que podrían serlo, dentro de los cuales hay varios grandes escritores de izquierda que no eran bolcheviques.
Esta diversidad verá nacer a los bolcheviques. Primero, como facción del partido Social Demócrata Ruso del que participaron hasta comienzo del Siglo XX. Constituyeron el sector bolchevique, matriculándolo íntegramente en la corriente del materialismo histórico, que no era precisamente hegemónico por esos días, conclusión derivada del primer ciclo de exilio que les hace recorrer Europa. Luego, Lenin desarrolla la idea del partido como máquina de intervención eficaz, articulada por revolucionarios profesionales con dedicación exclusiva a la revolución. Y, finalmente, al constituir la Tercera Internacional -liga de las organizaciones comunistas del mundo-, sólo admitirán partidos bolcheviques. Esto excluye a las diversas corrientes anarquistas y utopistas libertarias, incluso otras socialistas y populistas.
Mal que mal, la revolución bolchevique era la única que demostraba que sí había una vía concreta al socialismo. Hobsbawn lo resume así:
“En la generación posterior a 1917, el bolchevismo absorbió a todas las restantes tradiciones social revolucionarias o las marginó dentro de los movimientos radicales. Hasta 1914 el anarquismo había sido una ideología mucho más atractiva que el marxismo para los activistas revolucionarios en gran parte del mundo… Pero en los años treinta el anarquismo ya no era una fuerza política importante (salvo en España), ni siquiera en América Latina, donde los colores negro y rojo habían inspirado tradicionalmente a muchos más militantes que la bandera roja”.
De aquí se derivarán muchas problemas para los bolcheviques. Resultaron ser un partido paranoico que terminó persiguiendo a sus propios miembros, montando conspiraciones cada vez que se sintiera la amenaza de la desestabilización externa o interna. Su cultura no contemplaba espacios de asamblea, más bien tenían una cultura clandestina, forjada tras años de exilio, organizándose en congresos que a los que no podían llegar todos, condicionando así las conclusiones, etc.
Los bolcheviques también, como todos en esa generación, se harán especialistas en violencia. Y así resolverán también muchas de sus diferencias políticas.
Como sea, la toma del Palacio de Invierno fue votada entre los bolcheviques. Votaron soldados y obreros. Y, a través de una revolución (o un golpe de estado), conquistaron Rusia. Su programa inicial fue mínimo. Lenin invitó a los trabajadores a trabajar y producir. Hobsbawm lo describe así:
“El nuevo régimen apenas hizo otra cosa por el socialismo que declarar que el socialismo era su objetivo, ocupar los bancos y declarar el ‘control obrero’ sobre la gestión de las empresas, es decir, oficializar lo que habían ido haciendo desde que estallara la revolución, mientras urgía a los obreros que mantuvieran la producción. No tenía otra cosa que decirles”.
Y agrega una expresión de Lenin en 1918, del Informe sobre las actividades del consejo de los comisarios del pueblo:
“Haced lo que queráis, tomad cuanto queráis, os apoyaremos, pero cuidad la producción, tened en cuenta que la producción es útil. Haced un trabajo útil; cometeréis errores, pero aprenderéis”.
III. LA FRUSTRACION DE LA REVOLUCION EN ALEMANIA Y LA ASFIXIA BOLCHEVIQUE
La luz que para los trabajadores del mundo en guerra supondrá la Revolución de Octubre, abrirá espacio a la creencia de que detrás de la Revolución Rusa habría un método y un modelo que replicar. Hobsbawm se refiere a un “modelo típico de movimiento revolucionario posterior a octubre de 1917”: golpe militar con ocupación de la capital, o insurrección armada, esencialmente rural.
Esta idea alcanzó un carácter trágico e infligió una derrota estratégica al proceso revolucionario al aterrizar en Alemania.
Lenin y los bolcheviques formaban parte de una generación de revolucionarias y revolucionarios que se había propuesto desarrollar una intervención coordinada, de modo que pudiera producirse una revolución mundial, sin la cual poco sentido, o futuro, tenía la rusa. Alemania era el objetivo principal, en donde residía una masiva clase obrera y el más radical y mejor constituido Partido Comunista (KDP).
Y, de hecho, lograron terminar con la monarquía a través de un alzamiento en 1918.
Recuerda Hobsbawm Alemania en 1919:
“Los marineros revolucionarios pasearon el estandarte de los soviets de un extremo al otro… donde pareció que coincidirían las revoluciones de febrero y octubre, cuando la abdicación del emperador dejó en manos de los socialistas radicales el control de la capital. Pero fue tan solo una ilusión… Al cabo de unos días, el viejo régimen estaba de nuevo en el poder, en forma de república… Menor aún fue la amenaza del Partido Comunista recién creado, cuyos líderes, Karl Liebknecht y Rosa Luxemburg, fueron asesinados por pistoleros a sueldo del ejército”.
Thielemann subraya que la sangrienta frustración del proceso alemán, da cuenta de la “irreproductibilidad de la Revolución Rusa”. Y ahonda alguno de sus fundamentos: “El KPD pierde porque es un partido obrero incapaz de hacer alianza con alguna otra clase, en un momento de crisis económica tal, que los obreros son poco estratégicos para la economía”.
La situación descrita en el subtítulo anterior, en que los bolcheviques se vuelven necesarios para la supervivencia de Rusia bajo un orden determinado, corre una suerte completamente distinta en Alemania. El comunismo estaba incapacitado para producir un orden nuevo, y el caos desatado por la revolución abrió la puerta al nazismo como solución política y social de orden.
No será mejor la suerte que en los años posteriores correrán los revolucionarios de otras latitudes europeas. Agrega Thielemann que en Italia, “Antonio Gramsci también es exiliado y en 1926 detenido en Italia. En España hay una dictadura y restauración de la monarquía que durará hasta el 31. Francia se convertirá en una sede de revolucionarios porque resistirá algo más”.
Frustrada la iniciativa mundial, la URSS termina su proceso “constituyente” para abrir paso a administrar “lo constituido”. Y lentamente comienzan a replegarse sobre sí mismos.
Luis Thielemann explica que la política económica que Lenin despliega (la «Nueva Política Económica»), al final reconoce cierto tipo de capitalismo luego del ‘socialismo de guerra’, «que fue un desastre», califica. Y comienza una intolerancia a la disidencia política, el culto a la personalidad y la industrialización forzosa. Será el período de mayor avance del comunismo, pero sin posibilidad de avanzar un centímetro más en Europa. EEUU y la OTAN se jugaban la vida en que los PC no pudieran avanzar y romper el equilibrio de fuerzas en Europa”. En tal sentido, Hobsbawm destaca que lo que sucede en las décadas siguientes a la Revolución Rusa, puede entenderse como fuerzas seculares del viejo orden intentando sobrevivir a la égida revolucionaria y asfixiarla.
Y se abre la paradoja: se oficializa la izquierda mundial y se identifica con el bolchevismo. Hobsbawm resume que “ser un revolucionario social significaba cada vez más ser seguidor de Lenin y de la revolución de octubre y miembro o seguidor de alguno de los partidos comunistas aliados con Moscú”. Pero, tras la muerte de Lenin y el ascenso de Stalin, a quien toca enfrentar a la Alemania Nazi de Hitler, “esos partidos (PC) adoptaron políticas de unidad antifascista, lo que les permitió superar el aislamiento sectario y conseguir apoyo masivo entre los trabajadores e intelectuales”.
A la derrota de Hitler, una serie de países bajo su mandato forzoso caerán en manos soviéticas y se declararán comunistas. De este modo, se grafica el viraje soviético y su renuncia al proyecto mundial. “La segunda oleada de la revolución social mundial surgió de la Segunda Guerra Mundial, al igual que la primera había surgido de la Primera Guerra Mundial” señala Hobsbawm. Sin embargo, resultó de modo inverso: mientras los comunistas luchaban contra la guerra y por la paz, por sacar al proletariado sin nación de la guerra de las burguesías nacionales para la Primera Guerra Mundial; fue la participación de la misma la que ofreció una segunda oportunidad de experiencias revolucionarias, destacando la zona del sudeste asiático.
Se abrió así “una creciente divergencia de intereses entre la URSS, como un estado que necesitaba coexistir con otros estados (reconocido desde 1921), y el movimiento comunista, cuya finalidad era la subversión y el derrocamiento de todos los demás gobiernos”, concluye Hobsbawm.