¿Vamos a decir que NO?

Diversas investigaciones y estudios dan cuenta de una profunda crisis de representación

¿Vamos a decir que NO?

Autor: Jose Robredo

Diversas investigaciones y estudios dan cuenta de una profunda crisis de representación. Apenas un pequeño porcentaje de la ciudadanía confía en los partidos políticos, el Congreso exhibe un bajísimo nivel de credibilidad y las organizaciones sociales no gozan de mejor salud. Desde las más altas esferas del Estado hasta los instrumentos socio-comunitarios más basales, la representatividad y la participación parecen ser un problema de dificil solución.

Este panorama ha estimulado tanto el surgimiento de nuevas formaciones sociopolíticas como la rearticulación de instrumentos que buscan llenar ese vacío de liderazgo y plantear alternativas a la crisis señalada. Descolgados de las viejas orgánicas políticas, dirigentes marginalizados por décadas, nuevos actores surgidos al fragor de los malestares ciudadanos, todos frente a una oportunidad que no logra vencer la desconfianza ciudadana. Las alternativas no escasean; muy por el contrario, las hay planteadas desde la izquierda y desde la derecha, desde arriba y desde abajo, desde las más amplias alamedas indignadas y desde el más pretencioso espíritu tecnocrático.

Con todo, y en un campo fértil como pocas veces, no hay una sola organización que pueda preciarse de hablar por el todo en vez de la parte. En cuanto a las viejas estructuras del mohoso pasado, hace tiempo ya que dejó de importarles representar a alguien más que no sea a sus benefactores (y además no escatiman esfuerzos en obstaculizar la legalización de nuevos partidos).

En este clima de desolación es que el camino de la Asamblea Constituyente se hace aún más necesario y razonable. El argumento es muy simple: como no existe un solo sujeto capaz de garantizar que no se representa más que a sí mismo, no hay otra alternativa sino convocar a todos los ciudadanos.

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En su lugar, los actores político-institucionales han sugerido un camino algo diferente. Este consistiría en delegar al Congreso las potestades del constituyente, haciendo vista gorda a la crisis de representación que lo afecta de manera grave y que, en consecuencia, dañará profundamente la legitimidad del proceso. Adicionalmente, y a modo de revestir de democrático un proceso que se vislumbra viciado de origen, se ha propuesto la participación de la ciudadanía mediante una o varias consultas no vinculantes a las organizaciones formales existentes. A la participación estrictamente nominal que se propone, se suma entonces la deshonestidad intelectual de sugerir que las organizaciones socio-comunitarias existentes son portavoces eficaces de quienes dicen representar.

Todo lo anterior evidencia que, como está de moda por estos días, el proceso consultivo tiene más bien la intención de validar de manera espuria procesos ya cocinados por la élite. No vamos a profundizar aquí en las dinámicas caudillistas y asistencialistas que han hecho de esas organizaciones un instrumento tristemente funcional para tales efectos, pero bien puede ser objeto de futuras columnas. Lo cierto es que poco pueden representar a una población ampliamente esquiva a espacios y procesos tal cual hoy han sido planteados.

Sin ánimo de ser majadero sino levemente didáctico, preciso necesario remarcar que dado que nadie puede asegurarnos hoy que no se representa más que a sí mismo, el compromiso de un demócrata es formular a todos los ciudadanos las preguntas fundamentales. Esa consulta debe estar garantizada de origen a fin, vale decir: consultar respecto del mecanismo a utilizar, elegir a los constituyentes y, finalmente, plebiscitar la nueva constitución, pasando por la serie de instancias participativas y consultas intermedias. Eso es lo que ha caracterizado los procesos constituyentes originarios en aras de garantizar la legitimidad y estabilidad del orden resultante.

Desde la Francia del siglo XVIII hasta Islandia en 2010, pasando por los procesos de este tipo de América Latina, la Asamblea Constituyente ha sido el mecanismo que se han dado los demócratas de más variado signo ideológico para materializar un orden que sea reconocido como legítimo por la nación. Todo esto es de especial relevancia dado que la Constitución Política de una República es nada menos que la expresión de la comunidad política.

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Para la primera quincena de octubre la Presidenta se autoimpuso, por tercera vez en el año, un plazo para dar a conocer el mecanismo constituyente. Con una serie de reformas a su haber que han sido en extremo morigeradas para regocijo de los poderes económicos, y con un programa ante el cual sus propios impulsores no se sienten comprometidos ni obligados, el panorama no parece muy auspicioso para la más difusa de las propuestas programáticas. Si el gobierno no ha mostrado compromiso ni decisión con sus promesas más nítidas, no hay razones para esperar que haga algo asombroso respecto del debate constitucional.

Sin embargo, en un país donde toda la élite política se beatifica de estadista, tener una Constitución democrática debiera ser la principal de las preocupaciones. Por ahora todo parece ir a contrapelo de la voluntad ciudadana y nadie espera mucho de una élite convertida en lastre. Pero, en honor a la decencia, desde la Presidenta hasta el último parlamentario, no estaría mal que nos sorprendan evitándose la vergüenza de pasar al vertedero de la historia.

Chile merece y demanda una constitución verdaderamente democrática, legitimada por un proceso consistente con este propósito de origen a fin. A veintisiete años de un plebiscito… Presidenta, ¿Vamos a decir que NO?


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