Los resultados de las elecciones catalanas del 27S dejaron unos resultados demasiado fragmentados como para formar un Gobierno de forma cómoda, sin necesidad de generar equilibrios de fuerzas y dilatadas negociaciones. A pesar de conseguir 72 diputados independentistas –suficientes para formar un gobierno estable y superar la mayoría absoluta de 68– la distancia ideológica entre las dos formaciones independentistas que podían configurar el nuevo Ejecutivo complicó mucho las negociaciones.
Junts pel Sí (JxS), la coalición que agrupa el partido liberal de Convergència Democràtica y la izquierda socialdemócrata de Esquerra Repúblicana de Catalunya (ERC), condicionó la negociación a la continuidad del hasta entonces presidente, Artur Mas. Por su parte, la formación de la izquierda alternativa, anticapitalista y feminista de la Candidatura de Unitat Popular (CUP) puso como premisa que el presidente en funciones dejara paso a otra persona desvinculada de los recortes sociales de los últimos años y que permitiera empezar no sólo un proceso de independencia, sino también de ruptura con las políticas de austeridad.
Han sido tres meses de negociaciones y reuniones en secreto entre ambas formaciones que hasta el viernes en la noche parecía que no llegaban a ninguna parte. La profunda división en torno a la investidura del ya expresidente de Cataluña impedía desbloquear el proceso y avanzar en los puntos definidos en la declaración aprobada por el Parlamento catalán el pasado 9 de noviembre, como punto de salida del camino hacia la independencia.
Nuevo presidente independentista
El mayor portonazo llegó el pasado 3 de enero, cuando las bases de la CUP alcanzaron un empate técnico a 1515 votos entre las posiciones a favor y en contra de investir finalmente al expresidente Artur Mas. Fue entonces que la izquierda catalana decidió no darle el respaldo para que volviera a gobernar Cataluña.
Todo se daba por terminado y los catalanes empezaron a asumir con decepción que la incapacidad de negociación de los representantes políticos les empujaba a unas nuevas elecciones en marzo. Hasta que el sábado en la mañana, tras una noche de intensas negociaciones, Mas compareció para anunciar que había decidido dar un paso al lado y no presentarse como candidato de Junts pel Sí a la presidencia de Cataluña.
El expresidente propuso a Carles Puigdemont, con quien comparte filas en Convergència Democràtica, el reto de encabezar el Gobierno de la Generalitat durante los 18 meses que, según establece la hoja de ruta, es el tiempo que teóricamente tiene que durar el proceso de ruptura con España. A cambio, la CUP decidió facilitar la investidura del nuevo candidato con 8 votos y dos abstenciones. El nuevo mandatario fue investido finalmente con 70 votos a favor, 63 en contra y dos abstenciones.
Puigdemont era hasta ayer el alcalde de Girona, una de las cuatro capitales de provincia de Cataluña y también presidente de la Asociación de Municipios por la Independencia (AMI).
Durante el acto de investidura como nuevo presidente que se celebró ayer, el nuevo presidente catalán aseguró que esta nueva etapa puede ser considerada como la preindependencia y que el programa de Gobierno que presenta “es hijo del encargo ciudadano y de la cultura política que va contra la resignación”.
Investidura con altos costes y renuncias
Más allá de haber desplazado al expresidente Mas, un logro de suma importancia para la CUP, el partido anticapitalista tuvo que pagar un alto precio por el acuerdo alcanzado.
Mientras el paso al lado del expresidente fue interpretado por gran parte de la opinión pública como un acto “de patriotismo y generosidad”, la CUP se vio obligada a asumir la dimisión de dos de sus diputados como muestra de autocrítica pública por su gestión de las negociaciones. Además aceptó ser parte de un confuso acuerdo de estabilidad parlamentaria con la coalición de JxS que le impedirá ser determinante en el proceso legislativo.
Mientras para JxS el pacto pasa por comprometerse en todo aquello referente a la estabilidad parlamentaria, para los cuperos se enmarca sólo en lo relativo al proceso independentista. La solidez del acuerdo se verá cuando llegue el momento de aprobar los primeros presupuestos, cuando se planteen los próximos recortes o se destape un nuevo escándalo de corrupción.
El pacto in extremis fue precipitado por el miedo por parte de ambas formaciones a la convocatoria de nuevas elecciones. Para Convergència Democràtica el temor recaía en la posibilidad –más que probable– de perder una cantidad importante de votos a favor de ERC. Por parte de la CUP, el riesgo era la profunda división interna que venía acechando la formación desde que quedó en sus manos facilitar o no la investidura del nuevo presidente.
Sin embargo, el nuevo escenario plantea muchas incógnitas por resolver. De entrada, ¿cómo va a actuar el nuevo Ejecutivo frente a las suspensiones que el Tribunal Constitucional no dudará en dictaminar en cada una de las nuevas leyes que se derivarán del proceso constituyente catalán? ¿Hasta qué punto el acuerdo podrá sacar adelante medidas unilaterales y rupturistas con el Estado español si el apoyo a los partidos independentistas no supera el 48% de los votos? ¿Cómo logrará ampliarse el apoyo social al independentismo para que sea constante y mayoritario?
Los reproches, el desánimo y el descrédito de los últimos días se convirtieron ayer en euforia colectiva y en la convicción de haber conseguido “el milagro”. Pero sólo el tiempo juzgará la estrategia del independentismo, el costo de las renuncias y la viabilidad –o no– del proceso.
Mientras, en España, los conservadores del Partido Popular, los socialistas y la nueva derecha de Ciudadanos tendrán la gran excusa que les faltaba para justificar un pacto de Estado que renueve el mandato del actual presidente en funciones, Mariano Rajoy: el objetivo común de blindar la unidad de España. Mariano Rajoy ya se apresuró a advertir ayer que «el Gobierno no dejará pasar ni una sola actuación que suponga contravenir la unidad y la soberanía».
Meritxell Freixas