Desde hace ya bastantes años, Don Francisco, un animador de televisión emblemático, nos tiene acostumbrado a la Teletón, mezcla de espectáculo y justa deportiva. Durante las 27 horas de “amor”, todo el país vive el “suspenso” para alcanzar una meta monetaria. Grandes empresas aportan jugosos cheques junto al niño modesto que lleva su alcancía con algunas monedas. Todo parece estar hecho para provocar el efecto melodramático que yuxtapone vedettes semidesnudas salpicadas de lentejuelas con muletas y sillas de ruedas.
Los rostros de la televisión parecen olvidar por un instante la vida frívola de la farándula para hacer su aporte en esta puesta en escena de la “telemoral”. Todo Chile exculpa sus faltas en este show de sentimientos encontrados, todos tenemos, finalmente, la oportunidad de sentirnos “buenos y bondadosos”. La gran falta que se oculta detrás de esta escenificación caritativa es, precisamente, que la “caridad” no es lo mismo que la justicia social. Los problemas que delata la Teletón son aquellos de un mundo injusto y desigual que obliga a los minusválidos a mendigar cada tanto por sus prótesis y tratamientos médicos.
Como todos los productos televisivos, la Teletón se rige por el principio de lo efímero: los minusválidos se ponen de moda, tanto como el sentimiento patrio o el espíritu navideño. Se trata de una moral de temporada que nos arranca lágrimas la última semana de noviembre, pero que no alcanza para que se aprueben leyes adecuadas para salvaguardar a nuestros enfermos y tampoco alcanza para crear un país más justo y equitativo. Esta moral epidérmica se olvida pronto frente a cualquier otro evento que convoque al país.
La Teletón, bien mirado, es un montaje, una simulación, una mentira piadosa. Es la manera como una sociedad profundamente individualista, competitiva y consumista convierte a los enfermos en objeto de consumo de masas, en espectáculo. Un reconocido showman preside la liturgia en que se consagra la mentira, aquella que hace aparecer a los señores empresarios, siempre mal dispuestos a pagar sueldos éticos, como seres sensibles y generosos ante el dolor del prójimo.
De alguna manera, la Teletón hace evidente el tinglado moral en que se mueve la sociedad chilena y que limita de manera inevitable con el mercado y el espectáculo, es decir con el dinero y las apariencias. Chile se ha convertido en un país insensible a los pobres y a los débiles en que sólo importa el dinero. La Teletón muestra la falsa ética de un país indolente a través de la fórmula de un “marketing humanitario” que promueve una visión sentimental y “kitsch” de una cultura degradada. Por último, la Teletón divierte a las masas que respiran aliviadas tras 27 horas de espectáculo y entretención en un “final feliz” que les hace creer, ingenuamente, que nuestro país es un lugar justo y bueno.
Por Álvaro Cuadra