El 14 de noviembre del año pasado, mismo día en que se amenazaba el aeropuerto de Schiphol en Ámsterdam, se nombraba a Roma entre las capitales que le seguirían a París, como blanco de atentados terroristas. Y si concluimos esta serie -que El Ciudadano generosamente quiso publicar- con esta ciudad, es porque parece concretar varias de las tendencias antes descritas. Acá cualquier ojo que quiera ver, puede observar, tanto la gestión sistemática de la ruina, como la confusión total, en el espacio público, entre medidas excepcionales y normalidad, entre “democracia” y otra cosa. Si bien Italia no declaró estado de emergencia, la militarización de las fuerzas policiales era evidente y, al mismo tiempo, parecía ser irrelevante. La banalización del mal como norma, en esta última entrega de la Serie Dystopia.
¿Cómo terminar una serie que tiene por objetivo pintar varios paisajes, paisajes de una imagen que a la vez podría hacernos comprender nuestra actualidad política, que explota en Europa, como en Chile, Ecuador, Argentina, Brasil, Estados Unidos o Australia; que en definitiva es la imagen de una hipótesis respecto a la profundidad de las llamadas crisis; una imagen de una profundidad decisiva, que no resiste modificaciones parciales, que llama a buscar otros modos de relacionarnos, de conducirnos a nosotros mismos si es que eso es aún posible? ¿Cómo terminarla?… Con más imágenes.
Roma es inseparable de sus ruinas. Por la ciudad son aquellas las que más aparecen por todas partes. El Coliseo mismo es el gran resto de algo. Un día, por ejemplo, puede uno ir caminando a cualquier parte, digamos para ir hacer una entrevista. Irá uno caminando y aparecerán una serie de rocas, algunas con más formas que otra, con focos que de noche le darán el realce que se considera pertinente. Y se podrá, si los tiempos calzan, ver a alguien cortando el pasto que crece entre las rocas, evitando que se arruine la ruina. Es que sucede que por estos lares, hace un tiempo considerable que son expertos en la gestión de ruinas, en su manejo, en su conservación, en su puesta en valor. Alguien corta el pasto de los restos de un edificio romano, lo corta mientras escucha música, lo corta con precaución, lo corta parcialmente colgando de un arnés, lo corta para su mantención como ruina.
Y es curioso porque si algo va a caracterizar a la imagen que hemos venido delineando, es que un aumento o “mejora” de la institucionalidad actual, nacional o internacional, no parece modificar realmente nada, puesto que son las instituciones mismas quienes se encargan de mantener el mundo como ruina. Por esa razón las imágenes de las dystopias más conocidas y difundidas parecen tener sentido, puesto que no se trata de hacerle frente a una catástrofe, sino de reconocer que el orden político en sí mismo es la catástrofe. Como en Roma, la gestión de la ruina, su preocupación por mantenerlas como tal, se vuelve institucional puesto que se las rentabiliza; así mismo la forma de gobierno actual (entre Estados y mercados), no puede “solucionar” ninguna de las “crisis” actuales, puesto que se las rentabiliza. Y esta posibilidad de la ganancia, es lo que le da veracidad a cualquier propuesta, lo que mantiene “vivo” a cualquier gobierno. Dystopia: La ruina del mundo es la posibilidad de aumentar las ganancias de los dueños del mundo.
De la guerra, del terrorismo, de los desastres “naturales”, de los incendios, de las migraciones forzadas, siempre hay quienes se enriquecen. Las 62 personas más ricas del mundo acumulan más capitales que la mitad más pobre, según un informe de la Oxfam. Desde el 2010 éstas vieron incrementar en 44% sus ganancias, mientras disminuía en 41% las ganancias de la mitad más pobre. No hay entonces crisis global alguna, sino la imposición de un régimen de acumulación que descansa en y financia a un régimen político mundial. Régimen que no puede sino invocar la democracia cuando actúa despóticamente; o hablar de seguridad cuando somete a control militar a sus propios habitantes; o esgrimir razones humanitarias, cuando cierra las puertas y deja morir a cientos de personas. Un régimen político que, como en toda dystopía, debe ser contradictorio para cumplir su función.
Justamente, si hay algo tan presente como las ruinas en Roma, son policías. Policías armados con armas de guerra, policías apostados a la salida de las estaciones de buses, de trenes, en las boleterías de los metros, fuera de las iglesias y palacios; policías por las calles, cerca de bancos o restoranes; apoyados, conversando, sentados en vehículos que recuerdan tanques. Tanto policía que es difícil evitar preguntarse ¿qué sucede? ¿Está también esta ciudad en Estado de Emergencia y no lo sabíamos? Pero poco o nada había sucedido y la emergencia no había sido decretada, al menos no como en Francia.
Estamos cerca del barrio chino. Es de noche y sobre una pileta 5 o 6 personas están tomando cerveza, en latas y en botellas. Camino, los observo hablar, reír, también quiero una cerveza. Sigo y veo que al frente, detrás de una curva, hay uno de estos vehículos que recuerdan tanques y un grupo de 4 policías. Conversan. La policía militarizada está inmediatamente al frente de los jóvenes tomando cerveza y ninguno parece notarse. Lo que debería causar sorpresa no es que les dejen beber en la vía pública, sino el modo en que ese tipo de policía se vuelve completamente banal. Ya no les causa ni siquiera temor. La banalización del mal consiste no en ocultarlo, sino en exponerlo tanto que se vuelva irrelevante, hasta que te puedas tomar una cerveza frente al símbolo del estado de excepción permanente. Del ejército en las calles, a los ataques terroristas y a las catástrofes “naturales”, es la sobreexposición la que eventualmente permitirá la invisibilidad.
Hay una escena en la película Brazil (1985, Terry Gilliam) que muestra esto de manera simpática y aterradora. El protagonista, junto a su madre y unos amigos de ésta, almuerzan en un restorán medianamente lujoso. De pronto, una bomba explota. Sin embargo, nadie se mueve más que para lamentar la interrupción. Biombos rodean las mesas. El ritmo de la conversación no se detiene, mientras los cadáveres son sacados y la policía intenta dar caza a algún o alguna responsable. Al finalizar el día podrá escucharse aquél como uno más entre un número mayor de ataques, junto al anuncio de nuevas atribuciones para la policía. En esa realidad nadie se sorprende de nada, a menos que lleguen a buscarle a la puerta.
Es que se puede estar completamente vigilado y al mismo tiempo, disponer de una serie de libertades de acción. Se puede estar controlado en las más íntimas conductas, a la vez que hacer descansar gran parte del orden imperante en “decisiones individuales”. Se puede, por último, esgrimir los valores de la democracia y el nombre de la humanidad, junto al uso de atribuciones, medidas, armas y herramientas totalitarias. Basta con hacerlo todo tan explícito que cualquier alternativa diferente parezca una locura. Es que se podría vivir completamente extasiado hasta que uno le estorbe a la reproducción del capital. Siendo un marginado de cualquier tipo (refugiado, migrante, pobre, etc.) el puro hecho de querer una vida para ser vivida y no entregada a una empresa para el enriquecimiento de otro, es ya considerado un estorbo, de ahí ninguna sorpresa en que sus cuerpos se consideren descartables, que se les “abandone” como algunos dicen. Es esta la situación estratégica a la que denominamos dystopía y no será su institucionalidad la que cambie las relaciones de fuerza.
[1] Hugo Sir, Núcleo de Estudios en Gubernamentalidad, Colectivo Communes.