La periodista española Esther Yánez Illescas se traslada hasta en departamento del Cauca en el país sudamericano, famoso por las continuas agresiones contra los pueblos originarios y desde la inmersión in situ relata y fotografía cómo es el día a día de los luchadores y luchadoras comunales que se niegan a abandonar sus territorios sin dar la pelea
Nos encontramos con Vilma a las 8 de la mañana en la estación de buses de Santander de Quilichao, como a dos horas de Popayán, la capital del Departamento del Cauca. Vilma es una de las mujeres indígenas nasa-misak más comprometidas con los derechos ancestrales de su pueblo.
Es comunicadora y pertenece a la organización ‘Pueblos en Camino’. Además, cuenta historias interesantes sin parar y es de esas personas que critican todo con fundamentos que a priori parecerían incuestionables. Es subversiva con sus propios dogmas.
Salimos de noche del hotel barato donde nos quedábamos en Popayán y sin café en el estómago. Yo estaba molesta por eso, porque no nos hubiésemos cruzado por el camino ni con uno de esos termos salvadores que vende la gente de manera informal en cualquier esquina a cualquier hora decente.
Luego arrancamos todavía con frío y pensé «menos mal que no llevo nada en la panza»; porque la buseta se movía a la velocidad de la luz por las curvas imposibles de la carretera que no tendría porqué haber supuesto un peligro de muerte para nosotros si el chófer hubiese respetado las normas de tráfico básicas. Algunos ejemplos: no lanzarse como un kamikaze a adelantar una fila de tres o más vehículos antes de un terraplén contundente, o no parar de escribir mensajes de amor por el celular. Gajes del oficio. De ambos. El suyo y el mío.
En Santander de Quilichao tampoco nos dio tiempo a tomar un ‘tinto’, el clásico café negro a lo americano en Colombia, porque Vilma ya estaba allí, esperándonos con su sonrisa multitasking y metiéndonos prisa para coger otra buseta que nos llevaría hasta la finca La Emperatriz, uno de los territorios más simbólicos de la lucha indígena.
La Emperatriz cuenta con 210 hectáreas de extensión y se hizo famosa después de la conocida como ‘Masacre del Nilo’, que fue un ataque perpetrado contra indígenas del pueblo Nasa el 16 de Diciembre de 1991 a manos de la Policía Nacional de Colombia y paramilitares armados. La arremetida se fraguó desde los salones lujosos de esta finca y se convirtió en un antes y un después en la lucha de los pueblos étnicos. La masacre fulminó a 21 indígenas y acabó con los buenos propósitos de una Constitución que, por primera vez, había reconocido los derechos del que probablemente continúa siendo el sector más denostado de la sociedad colombiana.
«La carretera que une Caloto y Caldono [dos de los municipios principales de la zona. Nosotros estamos en Caloto] es de las más peligrosas del Cauca», dice Vilma mientras circulamos por esa vía en la buseta casi vacía hacia La Emperatriz. Vamos a encontrarnos con un grupo de jóvenes indígenas que desde el año 2015 están ocupando el territorio ininterrumpidamente. Ellos lo llaman «recuperación» o «liberación» de la tierra y La Emperatriz está en disputa desde hace más de quince años.
Tras los asesinatos del 91 se convirtió en el emblema de las negociaciones del pueblo indígena con los sucesivos gobiernos colombianos que prometieron una y otra vez su devolución. Los gobiernos nunca cumplieron y los activistas decidieron entrar en esta finca en varias ocasiones: en 2005, 2007 (fueron intentonas frustradas porque la ESMAD —Escuadrón Móvil Antidisturbios— les sacó bajo represión nocturna) y la última, hace cuatro años. Siguen aquí.
El capítulo étnico, que se incluyó a última hora en los Acuerdos de Paz con el Gobierno de Juan Manuel Santos, contempla la restitución de tierras a los pueblos indígenas en su punto 1, que es la Reforma Rural Integral. Hace referencia, además, a particularidades como la sustitución de cultivos ilícitos con enfoque diferencial (la hoja de coca es utilizada por los pueblos indígenas de manera ancestral), el fortalecimiento de la justicia propia o el fortalecimiento de la Guardia Indígena.
Sin embargo, para Joe Sauca, Coordinador de DDHH del CRIC (Consejo Regional Indígena del Cauca), hasta el momento «los Acuerdos se han desarrollado mínimamente porque no ha habido voluntad del Gobierno», y se queja de la falta de presupuesto incluido en el Plan Nacional de Desarrollo para sus necesidades. Un presupuesto que habría llegado a cuentagotas y tal y como denuncian los propios activistas, de manera interesada para provocar rupturas y crear tensión entre las diferentes comunidades. «Divide et impera» (Divide y vencerás), no es un eslogan obsoleto de romanos y corsos.
Cuando bajamos en mitad de la carretera peligrosa del municipio Caloto hace un calor insoportable. Dice Vilma que hace tiempo que no llueve y se nota en la tierra que está seca y marrón. La Emperatriz está al otro lado de la carretera sin delimitar. En la entrada que no es la entrada principal sino la trasera donde están los activistas, hay un cartel amarillo y blanco con unas letras donde se lee ‘Mazorca cosechada. Madre tierra liberada’ y un dibujo de unas manos color vino sosteniendo la panoja de maíz.
Entrar en la finca es cruzar unos alambres en el suelo y la bienvenida es otro cartel mucho más poético: ‘Somos Guerreros Milenarios’. Es la primera foto de un terreno que lleva cuatro años en reconstrucción. Hay dos caseríos de madera muy rudimentarios donde los indígenas hacen vida y guardias 24 horas al día; una cocina de leña, unas cuantas cabezas de res, gallinas, pollitos y unos perros salvajes que completan el cuadro inamovible de La Emperatriz.
El grupo de activistas llega en moto. Son jóvenes y vienen equipados con su indumentaria de la Guardia Indígena, una posición que en otro tiempo les daba respeto y estatus. Pero eran otros tiempos. Ahora, ocupar este puesto de liderazgo no solo no les salva de posibles ataques por parte de los diferentes grupos armados que operan en la zona, sino que además se han convertido en blanco de esos ataques tras la firma de los Acuerdos de Paz.
«Ahora estamos como en México» dice Vilma. «Hace unos años sabíamos quienes nos mataban. Ahora hay mucha confusión y no sabemos quiénes son los diferentes grupos armados que nos están amenazando. En esta zona opera incluso el cártel de Sinaloa porque estamos atravesando una de las principales rutas del narcotráfico», señala. La cocaína pura que sale de Colombia rumbo a México para terminar de ensamblarse en los patios traseros del Golfo atraviesa esta tierra amarilla por la falta de lluvia. Como quien no quiere la cosa.
Pero que les están matando, a los indígenas, es un hecho que se cuenta poco y mal. Los asesinatos se producían antes de los Acuerdos de Paz y no cesaron tras su firma. El último comunicado de la ONIC (Organización Nacional Indígena de Colombia) es poco alentador y habla de 176 asesinatos de líderes étnicos desde el referendo en el Teatro Colón en Bogotá.
Según el último censo del CRIC del año 2005, en Colombia hay 1.378.884 habitantes de los 106 pueblos originarios que coexisten en el país. Sólo en el Cauca hay 319.000 a la espera del último reporte que debería hacerse cada diez años.
El grupo de los que acaban de llegar a La Emperatriz nos saluda jovial, como si no estuviesen en alerta permanente. A uno de ellos, le llamaremos Arturo, porque nos han pedido que ocultemos su identidad por motivos de seguridad evidentes, le filtraron hace poco unos audios de WhatsApp con conversaciones de los grupos armados que quieren matarle donde se precisaban sus rutinas con todo lujo de detalle: dónde duerme, con quién, a qué hora se levanta, por dónde camina cada día, dónde come, dónde toma el café. La precisión absoluta es escalofriante y da que pensar cosas como que los malos no están solos haciendo inteligencia sino que cuentan con el apoyo de tecnología punta que solo puede provenir de un sitio: el Ejército, que es el Gobierno.
Los indígenas hacen sus propias labores de inteligencia un tanto más rústicas pero eficaces. Los fines de semana suelen mandar a los chicos más jóvenes a los bares del municipio donde todos se juntan para la rumba. Bajo los efectos del aguardiente no hay distinciones políticas y las pañoletas de los diferentes grupos armados se entremezclan como en ningún otro lugar. Las conversaciones son más imprudentes a medida que avanzan las horas y los chupitos de anís sin hielo.
Arturo no quiere hablar con nosotros frente a cámara por los mismos motivos de seguridad, pero lo hace otro de los chicos que no tendrá más de 26 o 27 años y que se coloca una gorra y un pañuelo del CRIC tapándose la cara y nos pide que distorsionemos su voz cuando editemos el vídeo. Sí nos dice que es un Kiwe Tjexnas, que en idioma nasa significa ‘cuidador del territorio‘, es decir, ‘Guardia Indígena’.
«Aquí hay diferentes clases de amenazas», dice. «Primero, la agresión física de la Policía Nacional, el Ejército, el ESMAD, que son arremetidas casi diarias dependiendo del momento político o si no, cada 6 u 8 meses. Pero más allá de eso, la agresión más difícil son los señalamientos diarios, los panfletos, la captura selectiva de comuneros… Este tipo de agresiones son más frecuentes y es lo que nos tiene realmente preocupados».
Escribo estas líneas pocos días después de esta entrevista. La tensión ha aumentado en la zona porque Iván Márquez, el que fuese uno de los principales líderes de las FARC y el jefe negociador con el gobierno de Santos para la firma de los Acuerdos de Paz, disidente y en paradero desconocido desde hace más de un año, ha anunciado que vuelven a las armas y que una «nueva guerrilla» está en construcción debido a la traición del Estado.
La noticia ha aumentado los asesinatos selectivos y mientras redacto este reportaje he recibido un mensaje de texto de Vilma que dice así: «Aproximadamente, a las 6 pm, asesinado comunero indígena Henry Cayuy frente a su esposa e hijo, los dos sujetos se movilizaban en motocicleta». Es una cadena de mensajes que no paran de circular durante los últimos días para tratar de hacer un recuento aproximado de todos los que están matando aunque es imposible hablar con exactitud de una cifra. La preocupación es extrema.
La tierra que pisamos mientras hablamos de las miserias de la Colombia ancestral pertenece a uno de los hombres más ricos del país (y del mundo. Según la revista Forbes estaría entre los 1.000 primeros puestos). Se llama Ardila Lulle y es un empresario industrial colombiano descendiente de inmigrantes alemanes. Fue dueño del canal de TV RCN y aportó sumas millonarias a las campañas de Álvaro Uribe y Juan Manuel Santos. El propio Uribe, de hecho, fue a darle las gracias tras su reelección.
Entre 2008 y 2010, varias empresas de Lulle recibieron más de mil millones de pesos colombianos en subsidios (unos 312 millones de dólares). Pero su principal grupo financiero, INCAUCA, es el responsable de que esta tierra esté destinada casi en su totalidad al cultivo de caña de azúcar para producir etanol o alcohol carburante para obtener biocombustibles, altamente contaminantes y rentables para el bolsillo del empresario.
LMC International realizó un estudio donde decía que en Colombia se paga uno de los precios más altos del mundo por hectárea de caña de azúcar cosechada. Se paga, por ejemplo, un 82% más que en China o un 75% más que en Brasil.
Los indígenas reclaman estas tierras como suyas porque les pertenecieron a sus ancestros y así fueron reconocidos en los Acuerdos de Paz. Pero el negocio es imparable y las disputas entre las comunidades dan una ventaja sustancial al narcotráfico y a los empresarios de la caña como Lulle que tiene arrendadas otras fincas importantes en el norte del Cauca para sus propósitos. San Rafael, García Arriba o La Elvira son solo algunos ejemplos.
Antes de volver a Popayán decidimos visitar un territorio ‘de éxito’ en el municipio Caldono. Se trata del área Sa’t Tama Kiwe donde nos reciben las seis máximas autoridades, incluido el Gobernador, de los seis cabildos que conforman el área. Es una de las pocas zonas vírgenes libres de narcotráfico desde que en los años 90 sus habitantes decidiesen en asamblea colectiva erradicar los cultivos masivos de hoja de coca y marihuana por las ‘enfermedades’ que provocan entre su gente. Las autoridades permiten, hoy por hoy, entre 50 y 100 plantas por familia y hacen un control territorial diario, arrancando ellos mismos las matas si se sobrepasa este límite. La disciplina es fundamental para mantener el statu quo.
Caldono está a 1.800 metros de altura y en la plaza principal del pueblo el wifi libre funciona mejor que en nuestro hotel de la capital del Cauca. La oficina de las autoridades indígenas está justo enfrente de donde nos hemos sentado a chupar internet gratis y cuando entramos, nuestros anfitriones están hablando en su lengua originaria. Obviamente no entendemos nada.
Sobre su mesa hay un montón de bebidas de colores fosforitos. Ese tipo de bebidas, tan típicas en América Latina, me provocan a priori bastante rechazo cuando me las ofrecen, pensando que son bebidas completamente azucaradas y llenas de químicos industriales. Pero después me entero de que la comunidad tiene una fábrica de producción de jugos naturales sin conservantes ni colorantes y son las botellas que están sobre la mesa. Me choca, eso sí, que estén envasadas en plástico y no en cualquier otro material menos contaminante, pero después pienso donde estoy y soy consciente de su triunfo paso a paso.
Hay sabores para elegir. Mora, piña, sandía. Están buenos, la verdad. Y sin azúcar refinada. La empresa se llama Ñxuspa, que significa ‘Provocativo’ en idioma nasa, de que provoca tomarlo o beberlo; y producen 17 mil botellas al mes aunque los indígenas aseguran que necesitan nuevos equipamientos para crecer. Ñxuspa lleva seis años funcionando y vendiendo cada botella por 1.200 pesos, al cambio unos 33 céntimos de dólar. Delirio en un país (y un continente) donde es más fácil encontrar una botella de Coca Cola a cualquier precio asequible que un poco de agua mineral envasada.
El gobernador del territorio dice que necesitan dinero y 20.000 hectáreas para poder continuar siendo independientes y alejar el fantasma de los grupos armados y el narcotráfico. Su historia se repite a lo largo y ancho de la frontera colombiana: se llegó a un consenso en los Acuerdos de Paz con el Gobierno que no se está cumpliendo y mientras tanto se reinventan a base de jugos naturales y organización ejemplar.
El bus para volver al pueblo de Pescador y de ahí a Popayán directos en otro vehículo, todavía se demora 40 minutos y decidimos conectarnos a internet en la plaza pública. En Twitter continúo viendo mensajes de asesinatos en el Departamento y denuncias de incumplimiento de los compromisos de paz. Caldono es bastante tranquilo y el clima da un respiro por la altura.
Acaba de llegar un grupo de niños vestidos de uniforme que me piden que les haga una foto, creo que no tanto por las ganas de un retrato cualquiera sino por la curiosidad hacia mi pinta de forastera evidente; y uno de ellos lleva un refresco amarillo como el que tenían en la oficina de las autoridades indígenas.
Al cabo de un rato de conexión millenial con el mundo, el conductor del bus nos llama para salir y tengo la sensación de que pasa todo y no pasa nada en un territorio que por momentos pareciera anclado en el tiempo y por otros, llevase siglos de ventaja a un planeta abocado a la autodestrucción sin capacidad para comprometerse con su propio presente ni futuro. Cuando subo a la buseta y me siento le pido una bolsa de plástico al chófer. Para el mareo.
Cortesía de Esther Yánez Illescas Sputnik
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