Islandia, un pequeño país sin ejército y con 320.000 habitantes, acaba de anunciar que condicionará el reembolso de su deuda a su “capacidad de pago”. Y si la recesión continúa, Islandia no la reembolsará. Aunque sería conveniente relativizar los efectos de esta decisión —ya que todavía hay que ver si realmente se pone en práctica- se trata de una verdadera oportunidad que los movimientos sociales, del Norte y del Sur, deberían aprovechar para obligar a sus respectivos gobiernos a que se opongan al pago incondicional de la deuda pública.
Después de quince años de crecimiento económico, después de haber sido considerado como uno de los países más ricos del planeta, a fines de 2008 Islandia registró, según el FMI, la mayor crisis financiera de la historia de los países industrializados [1]. Lo cual no es una mera casualidad. Durante estos últimos años, en Islandia se implementó lo que se podría designar como «un neoliberalismo puro». El sector bancario, privatizado integralmente en 2003, desplegó todos sus esfuerzos para captar capitales extranjeros. Entre otras cosas se crearon las famosas cuentas en línea, con las que, mediante la reducción de los costes de gestión, se pueden ofrecer tasas de interés relativamente interesantes. En apenas cuatro años, la deuda externa de los tres principales bancos islandeses se ha más que cuadruplicado, ¡pasando del 200% del PIB en 2003 al 900 % en 2007!
Cuando los mercados financieros se desmoronaron en septiembre de 2008, esos tres bancos quebraron y, por supuesto, se encontraron ante la imposibilidad de cumplir con sus compromisos, y más aún, debido a que la pérdida del 85% del valor de la corona frente al euro había multiplicado la deuda por diez. Ante la amplitud de la bancarrota bancaria, ya nadie quiso otorgar préstamos o financiar salvamento alguno. El grifo se cerró.
Entonces, la Unión Europea y el FMI le «aconsejan» al gobierno islandés que socialice las pérdidas del sector financiero haciéndose cargo de la deuda de los bancos. Con el objetivo de que se obtengan las finanzas necesarias para el reembolso de esta nueva deuda nacionalizada, el FMI prodiga «recomendaciones» explícitas: reducir los gastos públicos, especialmente en los sectores de la salud y la educación, aumentar los impuestos laborales e indirectos e implementar una política monetaria restrictiva (fuerte incremento de las tasas de interés). Estas políticas se parecen como dos gotas de agua a las medidas de «ajuste estructural» que los países del Sur aplican desde hace más de veinticinco años, con los resultados que son de conocimiento público.
Además, la cuestión es no perder tiempo. De hecho, en otoño de 2009 Islandia tendría que contar con los fondos necesarios para el reembolso de su deuda, en particular la contraída con los inversores británicos y holandeses, en defecto de lo cual su integración en la Unión Europea se vería comprometida. La aprobación de este «deal», o mejor dicho, de esta amenaza, implicaría una máxima austeridad y causaría la explosión de la deuda pública externa de Islandia, que alcanzaría el 240% del PIB.
Lo menos que se puede decir es que el neoliberalismo no cumplió sus promesas: explosión del desempleo y de la deuda pública, sobreendeudamiento de las familias, algunas de las cuales han sido expulsadas de sus viviendas, tasas de interés prohibitivas, etc. Las movilizaciones ya habían provocado la dimisión forzosa del gobierno en enero de 2008, y la actitud del FMI no hizo más que intensificar el descontento general, multiplicándose las manifestaciones —fenómeno rarísimo en este país— especialmente frente al Althing, el Parlamento islandés. En este contexto, a finales de agosto, dicho Parlamento adoptó una resolución que estipula que el gobierno destinaría como máximo un 6% del incremento del PIB para el reembolso de la deuda. Y si no hay crecimiento económico, no habría reembolso alguno por parte de Islandia.
Seamos realistas, esta medida no constituye un acto que podríamos calificar de revolucionario. En primer lugar, hay que recordar que Islandia se encuentra en tal situación por haber aceptado nacionalizar una deuda privada. Por otro lado, la tasa de crecimiento económico no debería interpretarse sistemáticamente como un signo de mayor capacidad de pago. La distribución de las riquezas creadas y las prioridades del presupuesto se deben decidir en función de las necesidades de los ciudadanos y no de acuerdo con los intereses de los acreedores. Y lo que es aún más importante: la deuda no ha sido anulada en absoluto. En el mejor de los casos su reembolso se aplazará para más tarde. No se ha previsto una auditoría y por consiguiente no hay posibilidad de cuestionar su legitimidad y su legalidad.
Sin embargo, este acto pone de manifiesto algo esencial: cuando existe voluntad política, originada a menudo, o más bien siempre, por movilizaciones sociales importantes, es posible desacralizar el carácter no negociable del reembolso de la deuda pública y adoptar medidas específicas que vayan en contra de los intereses de los acreedores.
Los movimientos sociales, del Sur y del Norte, deberían valerse de este ejemplo e incitar a sus respectivos gobiernos a dejar de reembolsar la deuda, invocando los argumentos jurídicos del «estado de necesidad» y de «fuerza mayor»: los pueblos no son responsables de la actual crisis capitalista y dada la coyuntura, en la práctica, el reembolso significa una degradación general de las condiciones de vida de los pueblos del Norte y la muerte, en el sentido pleno de la palabra, de millones de personas en el Sur.
Cuando el Primer Ministro Geir Haarde declara que «hay muchos argumentos legales que justifican el hecho de no pagarla» [2], tiene toda la razón. No olvidemos que, como estipula el artículo 2 de la Declaración sobre el derecho al desarrollo de 1986, «Los Estados tienen el derecho y el deber de formular políticas de desarrollo nacionales adecuadas con el fin de mejorar constantemente el bienestar de la población entera». Establecer una moratoria inmediata del reembolso de la deuda e iniciar un verdadero proceso de autoría, transparente y democrático, a fin de avanzar hasta llegar al repudio total de esta deuda odiosa, ilegítima y que esclaviza a los pueblos, está al orden del día hoy más que nunca, de Norte a Sur, de Este a Oeste. «One solution, ¡repudiation!»
por Olivier Bonfond
Global Research
NOTAS:
[1] «Según el FMI, la quiebra de los bancos podría costar a los contribuyentes más del 80% del PIB. Lo cual, proporcionalmente al volumen de la economía, correspondería aproximadamente a veinte veces la suma que el gobierno sueco pagó para rescatar a sus bancos a principios de los años 1990. Lo que equivaldría a varias veces el coste de la crisis bancaria de hace una década en Japón». (“According to the IMF, the failure of the banks may cost taxpayers more than 80% of GDP. Relative to the economy’s size, that would be about 20 times what the Swedish government paid to rescue its banks in the early 1990s. It would be several times the cost of Japan’s banking crisis a decade ago”. Cracks in the crust», The Economist, 11 de diciembre de 2008.
[2] «Cracks in the crust», The Economist, 11 de diciembre de 2008:
http://www.economist.com/world/europe/displayStory.cfm?story_id=12762027