Petra, la civilización de los nabateos, se extinguió durante siglos hasta su redescubrimiento en el siglo XIX. El escritor Fernando Báez ha viajado desde Damasco para comprobar el estado actual de las ruinas. La historia puede ser leída aquí.
No era el mejor día, pero era inevitable. El 19 de abril de 2010, después de un almuerzo retrasado en el mercado al-Hamidiyya de Damasco, recogí mi pasaporte en el hotel Dedeman, y dos horas más tarde, como estaba previsto, subí a una vieja camioneta pick-up y tomé el camino hacia Jordania. Sólo entonces, mientras cruzaba la tensa línea fronteriza y sobrevivía la carretera donde la luz parecía uno de los cabos sueltos del cielo, sentí el vértigo inconcebible de abandonar la ciudad poblada más antigua del mundo para ir directo a Petra, uno de los lugares más misteriosos de la historia.
EL TESORO SAGRADO
Como muchos viajeros distraídos por la información, llegué a la blanca ciudad de Amán por segunda vez y crucé hacia la vía de los Reyes. No era un camino sencillo, no quería que lo fuera: asumí 210 kilómetros antes de conseguir el Hotel Edom, un fragmento de Las Vegas en la villa de Wadi Musa (literalmente “Valle de Moisés”). Todas las contradicciones y disgustos cesaron súbitamente cuando me asomé al balcón de la habitación y vi aquel crucigrama de pueblo con aires de postal y de pasado.
A la mañana del día siguiente, fui hasta el Centro de Visitantes de Petra, a menos de tres cuadras, y adquirí un boleto de acceso. He olvidado cómo imaginaba la experiencia que iba a vivir, supongo que con todo el encanto de Palmira en dimensiones mayores, a lo que añadiría probablemente detalles locales propios del paisaje de una alucinación en Las Mil y Una Noches. Fuera como fuera, me equivoqué y me di cuenta en cuanto descendí hipnotizado por el Siq, el desfiladero de entre 4 y 6 metros de ancho que abre el paso. Petra no era una versión mejorada de Palmira; simplemente, era distinta, extraordinaria y novedosa. Debo haber caminado, por entre esas montañas erosionadas y coloridas, con esa vivacidad que concede la alegría a un extranjero desprevenido.
El pesado aire del desierto me sofocaba bajo un calor de 40 grados; deseaba, sin embargo, no perder la concentración y contemplé aquellas obras de arte y edificios esculpidos en la roca de paredes cuyas alturas sobrepasaban los 40 e incluso 170 metros. En este punto preliminar, pude ver decenas de nichos que en una época estuvieron pintados con imágenes de elefantes, leones, grifos; además abundantes columnas y peristilos de origen helénico. El trabajo laborioso de la fachada de las viviendas, de tinte rosáceo, correspondía a la ostentación; por el contrario, el interior era modesto, con influjos que no ocultaban el nomadismo inicial.
Sin darme cuenta de lo que pasaba, cegado por la refulgencia, tropecé con una multitud armada de cámaras digitales y videograbadoras; estaba ante el Kazneh o Tesoro Sagrado, cuya riqueza fue más simbólica que real porque estuvo relacionada con el culto a la muerte. La genial idea de Aretas III (82-62 a.C.) permitió la construcción de esta obra que obedecía a la leyenda remota sobre el oro que habría ocultado un monarca egipcio en la gruta del templo en tiempos de Moisés. Lo cierto es que el violento efecto visual de la fachada del Kazneh me llevó a explorar el interior de un edificio frontal vandalizado y convertido en un lamentable basurero y urinario público.
Buena parte del mito de Petra debe atribuirse a sus creadores, los modestos nabateos: una tribu nómada que logró controlar el paso en Jordania de las caravanas hacia Siria. A saber, todo indica que los nabateos eran de origen arameo y comerciaban bálsamos de Hadramaut, incienso y especies extravagantes. Raras veces dispusieron de esclavos; eran suspicaces, lo que les aportó una felicidad que ahora no conoce la gente con dinero. El geógrafo Estrabón comentaba con asombro que los nabateos eran sensatos ante el poder, igual a las actuales élites jordanas, y su inclinación hacia las riquezas era tal que sancionaban a quienes disminuían su fortuna.
Petra fue fundada hacia el siglo 7 a.C., en las agrestes comarcas edomitas, y conoció el lujo a lo largo de 1.300 años hasta sucumbir a la condición de ciudad perdida en la Edad Media. Desde 1985, el apoyo de la Unesco determinó que pasara a estar en el rígido y truncado inventario de los patrimonios culturales de la humanidad. Entre el 2000 y 2009, Petra ha tenido un crecimiento de 243% en visitantes.
SAQUEO
A 2 metros de la entrada del Gran templo, un anciano beduino se mantuvo a mi lado e insistió en venderme sus réplicas de monedas romanas, collares y anillos; mostré tanto desinterés que fortaleció su convicción de que yo podía ser su mejor cliente del día. Tras revisar el fondo de una bolsa que portaba, el hombre llegó a colocar en su mano dos monedas verdaderas y a falta de otra comunicación posible se limitó a sonreír sin amargura: “Yo sé lo que quiere, señor, y lo tengo”.
Le pregunté, sin ánimo de obtener respuesta, qué era lo que yo quería, sin cinismo, y se limitó a sonreír mientras me aseguraba que tenía pedazos de una escultura. Rechacé de nuevo su oferta, y eso sirvió para que el beduino se retirara sólo para reaparecer con un cartón que pretendía usar para cerrar su trato imaginario: “1.000 dólares”. En el interior de la caja, cubierta en paños caseros, estaba una hermosa vasija nabatea, con algunos serios deterioros en su parte superior y su distinguida serie geométrica.
LA PERMANENCIA
Desencantado, continué hacia el Siq Exterior, donde se han preservado cuantiosos sepulcros con forma de nichos ordenados, arcos, cornisas dobles y quicios. En el Monasterio, al que lleva el camino de Wadi ad-Deir, subí con entereza las 850 escalinatas para admirar el ilustre portal de 47 metros de ancho por 42 de alto. No muy lejos vi el Triclinio de los Leones, expuesto en forma de cerradura como las penumbras de la memoria.
El teatro, cuyas piedras acumuladas compiten con el azar, perfeccionó los principios de Vitruvio y en el siglo 2 daba cabida a 5.000 espectadores que nunca sabremos si acudieron. De modo absurdo, se inundó en marzo de 1991 y la destrucción fue enorme. En general, lo digo tras 20 años de estudio del tema, no hay cómo ignorar que para ser un lugar sometido a la inclemencia de los cambios climáticos y terremotos, su resistencia ha sido tenaz.
Enhiesto, aunque con algunos de sus muros invictos, encontré el Qasr Al-Bint, llamado popularmente Palacio de la Hermana del Faraón, uno de los templos que no fue construido sobre la veta. Insólito y redimido por su arquitectura mestiza, sufrió decenas de pequeños desastres e inexplicablemente persistió. En su flanco izquierdo, pude ver el altar del siglo 1 a.C. que yace en pedazos dispersos y ambiguos como la Calle de las Columnas, otro testimonio imparcial de un rompecabezas último y sagrado.
“Nadie ha conseguido entender lo que significa Petra”, dijo a mis espaldas un joven guía mientras le explicaba a un grupo de australianos el valor de una inscripción casi borrada. De regreso al hotel, cansado y a la vez taciturno, confieso que pensé mucho en esas afortunadas palabras: Petra es un enigma fantástico de las civilizaciones y es, además, una de las grandes maravillas del mundo que todo hombre o mujer debería visitar al menos una vez en la vida.
Por Fernando Báez
Historiador y escritor, autor de Historia universal de la destrucción de libros y El saqueo cultural de América Latina
El Ciudadano