A más de treinta años después de concluida la guerra de liberación del Sur y de la reunificación de Vietnam en un solo estado, las verdades sobre los túneles de Cu Chí amenazan con desafiar el tiempo y el ingenio militar contemporáneo.
La interrogante sobre la dimensión real de esas vías subterráneas donde ‘vivieron’ miles de guerrilleros y pobladores vietnamitas de ese distrito -próximo a la ex Saigón-, la localización exacta de sus entradas y salidas, y las posibilidades de la obra en el orden defensivo, permanecerán en la incógnita, casi seguro hasta siempre.
El lugar ha quedado como testimonio de la memorable guerra de Vietnam, cuyo saldo en víctimas -unos cuatro millones y medio- la ubica como la confrontación bélica más sangrienta luego de la Segunda Guerra Mundial.
Cu Chí, una de las zonas más bombardeadas a lo largo del llamado conflicto indochino -por la magnitud de la resistencia contra la agresión de Estados Unidos-, es hoy un remanso silencioso y tranquilo, cuya quietud se rompe únicamente con la llegada de visitantes que, en número de miles, recorren el lugar cada año.
Los guías que custodian la reliquia arquitectónica militar son por lo regular parcos o escuetos en sus exposiciones y, en ocasiones, respuestas como ‘No estamos autorizados a tratar esos detalles’ se convierten en génesis de versiones que el propio rumor ha acomodado a lo largo del tiempo, de acuerdo, sobre todo, con las intenciones del observador.
Cu Chí -se pronuncia aproximadamente Cu-Yí- está ubicada en la margen oeste del río Saigón, a unos 75 kilómetros de la localidad de igual nombre hasta el 30 de abril de 1975, cuando adoptó el de Ciudad Ho Chi Minh.
Ya desde antes de la guerra, la región era reconocida como una de las grandes productoras de caucho, pero sus plantaciones fueron virtualmente borradas de la geografía vietnamita como consecuencia de los ‘bombardeos de alfombrado’ ejecutados por la aviación norteamericana, y el empleo por ésta de las sustancias químicas defoliantes.
Fue ese uno de los resultados de la estrategia de ‘guerra local’ diseñada por el secretario de Defensa de Estados Unidos, Robert McNamara (1961-1968).
‘No hubo otra alternativa que vivir bajo tierra’, me dijo Hung, un joven nacido en Cu Chí con posterioridad a la contienda, que a fines de los años 90 cumplía su servicio militar como práctico de los visitantes.
En lo profundo del lugar donde radicó la aldea, permanecen intactos los interminables pasadizos de un metro de altura -a veces menos- que sirvieron de refugio y morada a más de 10 mil pobladores y combatientes clandestinos durante más de un decenio.
Fue una región suburbana jamás controlada por el ejército sudvietnamita ni por las tropas de ocupación, según reconoció el propio Pentágono.
Las primera vía, de 48 kilómetros de extensión, se construyó bajo el caserío de Than Phu Trung, a principios de la década del 60, pero en abril de 1975 llegó a contar con tres niveles de túneles a seis, ocho y 10 metros de profundidad, y un total de 220 kilómetros en las más diversas direcciones, una de cuyas vertientes pasa aún bajo el lecho del río.
A ello se sumaron más de 150 kilómetros de zanjas (trincheras) en la superficie, desafíos igualmente a la imaginación y la voluntad, toda vez que fueron abiertos en pleno fragor de los enfrentamientos.
‘Para la infantería de los invasores, Cu Chí se convirtió en un infierno -explicó Hung-. Uno solo de los integrantes de las fuerzas de resistencia -dijo- llegó a eliminar a 16 soldados estadounidenses en un día’.
‘Los guerrilleros atacaban desde cualquier flanco. El adversario tenía la impresión de estar enfrentándose a una gran tropa o de haber caído en una emboscada cuando solo cinco hombres le disparaban, a la vez que se movían bajo tierra’, relató el guía.
Hung realizaba sus explicaciones al tiempo que andaba por estrechos senderos entre la vegetación en su misión orientadora.
En cierta ocasión se detuvo y, con aire de triunfo, retó a que encontrara en una de las entradas ocultas, algo a la larga infructuoso a pesar del empeño.
Imposible olvidar cómo sacudió la hojarasca al pie de uno de los árboles, para hacer aparecer la pequeña portezuela de un laberinto, camuflada con raíces del propio tronco que previamente fueron recortadas con precisión de orfebre y luego superpuestas en su lugar original con el ajuste de un mecanismo de relojería.
‘Algunas veces han logrado encontrarlas a un costo de tiempo bastante grande’, dijo, para seguidamente destapar varias de las trampas existentes en los contornos, conformadas por fosos de hasta un metro de profundidad, en cuyo fondo brotaban desafiantes o hambrientas todavía una docena de púas de bambú.
‘Cada semana -precisó con una ironía saboreada- se le ponía veneno nuevo de serpiente en las puntas.
Dentro de los túneles también se conservan artificios similares, justo en los puntos de acceso y salida. El último combatiente en entrar tenía la misión de acondicionarlas para que accionaran ‘en caso de intrusos’.
Las rutas subterráneas, excavadas en zigzag prolongados, llegaron de una comuna a otra, y más allá del suelo, según pude comprobar, existieron fábricas de ropa y de armas rústicas, mercados, hospitales, comedores, salones para diversos fines, dormitorios, pozos, sistemas de ventilación y defensa. Simplemente: increíble.
‘El humo de las cocinas, a pesar de emplear madera como único combustible, no salió nunca a la superficie’ -dijo Hung con un toque de intriga en su expresión.
Ese misterio desafió el olfato de no pocos sabuesos legítimos, toda vez que el elemento gaseoso era conducido a través de canales escalonados y en ese curso se disipaba.
‘A fines de 1968 -admitió el guía- una entrada fue descubierta. Trajeron camiones cisterna y comenzaron a echar agua hacia adentro, pero la maniobra fue detectada por los guerrilleros, quienes de inmediato bloquearon la vía y solo pudieron inundar unos 700 metros’. Casi nada, me dije.
En los alrededores de los respiraderos, hechos también con bambú hueco, se situaban recortes de uniforme de los agresores con el fin evidente de despistar a los perros.
Los cráteres ocasionados por los B-52 de la aviación norteamericana revelan más que las palabras el nivel de atención otorgado a Cu Chí. La metralla dejó hasta 70 fragmentos por metro cuadrado de terreno a lo largo y ancho de una amplia y silenciosa llanura de 150 kilómetros, acosada en algunos momentos hasta por 50 mil soldados de Estados Unidos y del régimen del entonces Vietnam del Sur.
Lo atestigua igualmente el cementerio de Cu Chí, donde reposan los restos de más de siete mil personas, entre ellas niños y ancianos, todos víctimas de la campaña de ‘tierra arrasada’.
Este año, el trigésimo aniversario de la gesta, ha hecho brotar de nuevo estas y otras leyendas que desde 1963 hasta 1975 marcaron -como otras veces antes- la dimensión real de sus protagonistas, en especial de un pueblo que se negó a ser dominado a lo largo de cuatro mil años.
De igual forma que otros puntos de la geografía de Vietnam, Cu Chí sigue siendo historia, lección y también enigma.