VALPARAÍSO.- “El Mercurio es el mayor partido de la derecha chilena. Es la caja de resonancia donde se defienden los derechos permanentes de la clase alta, de lo que antiguamente llamábamos ‘la oligarquía’”, sostiene el periodista Víctor Herrero, autor de Agustín Edwards Eastman. Una biografía desclasificada del dueño de El Mercurio (Debate, 2014).
En entrevista fundamenta: “Ésta es una familia que lleva casi 200 años en la cúspide del poder: Sus miembros han estado involucrados en todos los grandes sucesos nacionales e internacionales relacionados con Chile”.
El primer miembro de esta dinastía fue el barbero George Edwards Brown, quien llegó en 1804 al puerto de Coquimbo en la fragata de corsarios Blackhouse. Fingió ser médico y ejerciendo como tal consiguió un capital que multiplicó en la minería, principal actividad del norte chileno.
Sería su sexto hijo, Agustín Edwards Ossandón, quien amasaría la fortuna que volvió a esta familia la más rica del país. Tras su muerte –en 1878– ha habido otros cuatro Agustines Edwards. Todos han sido los hombres más poderosos de su tiempo.
Herrero aporta más elementos: “Promovieron la Guerra del Pacífico (1879-1883) para defender sus intereses salitreros; conspiraron contra el presidente José Manuel Balmaceda hasta conseguir derrocarlo en 1891; financiaron la llegada a Chile de los Chicago Boys; promovieron el golpe militar contra Salvador Allende; brindaron apoyo ideológico a la dictadura de Pinochet, y el modelo de transición pactada a la democracia en gran parte se cocinó alrededor de El Mercurio y de Edwards Eastman”, expresa.
Herrero –cuyo libro es un fenómeno de ventas pese a lo cual El Mercurio no le ha dedicado una sola línea– viene de una familia que sufrió el exilio. En 1974, cuando tenía tres años, partió a Múnich, donde vivió una década. Luego se mudó con sus padres a Valencia, donde aprendió bien el castellano. En 1990 él y sus padres volvieron a Chile.
Una vez en Santiago estudió periodismo en la Universidad Católica. En 1998 viajó a Alemania, donde ejerció en Der Spiegel. En 1999 retornó nuevamente a su país natal, donde colaboró en El Mercurio y La Tercera, los dos diarios más influyentes del país. En este último llegó a ser uno de los editores más importantes: el encargado de la edición dominical.
En 2003 decidió abandonar los medios tradicionales chilenos: “Se me produjo un quiebre ideológico. (…) Cuando te das cuenta de las cosas que se tienen que callar y autocensurar me dije: ‘No estoy dispuesto a esto ni a ser parte de esta maquinaria’”, comenta.
Entre 2005 y 2009 radicó en Nueva York, donde ejerció como editor coordinador en The Wall Street Journal Americas, tras lo cual regresó a Chile. Hace tres años empezó a escribir este libro, cuya investigación “fue totalmente autogestionada”, destaca.
La cima del poder
Herrero subraya que Edwards alcanzó el pináculo del poder en 2000, cuando El Mercurio cumplió su centenario. “El 30 de mayo de aquel año se hizo un gran evento al que asistieron los representantes de todos los poderes del Estado: el presidente Ricardo Lagos; el presidente de la Corte Suprema, Hernán Álvarez; los presidentes del Senado y de la Cámara de Diputados, Andrés Zaldívar y Víctor Barrueto. También estuvieron los comandantes de todas las ramas de las fuerzas armadas y los más grandes empresarios”.
El autor reflexiona sobre este hito: “Nunca antes se había reunido toda la dirigencia del país para homenajear a Edwards y a El Mercurio. (…) La identificación del diario con los intereses permanentes de la República, algo a lo que sus antepasados siempre habían aspirado, se volvió realidad esa noche”.
–Pero, ¿cómo Edwards, que fue tan cercano al dictador Augusto Pinochet, pudo ocupar un papel tan central durante los gobiernos posdictatoriales? –se le pregunta a Herrero.
–Dos fueron los factores clave. Uno, que en el marco de la “democracia de los consensos”, la Concertación por la Democracia (coalición política integrada básicamente por socialistas, democratacristianos y radicales, que gobernó entre 1990 y 2010) decidió asegurar la estabilidad política. Y para conseguirlo optaron por recurrir a El Mercurio, que es el poder fáctico de la derecha.
“El segundo aspecto es más bien emocional. Se trata del secuestro perpetrado el 9 de septiembre de 1991 a Cristián Edwards, hijo de Agustín, y que duró cinco meses. Esta acción, perpetrada por el Frente Patriótico Manuel Rodríguez transformó al dueño de El Mercurio en una víctima de la violencia política.”
Sólo dos meses después de concluido el plagio, Edwards lanzó la Fundación Paz Ciudadana: “Con esta fundación él logra reunir a grandes representantes de la Concertación, de la derecha, del empresariado en torno a una causa que era la lucha contra la delincuencia”, señala Herrero.
Paz Ciudadana –que era y es presidida por Agustín Edwards– “contribuyó durante los noventa a endurecer el discurso contra el crimen, llamando a aplicar mano dura, penas efectivas para los delincuentes, la privatización de varios servicios de seguridad y una mayor dotación policial”, se sostiene en el libro.
Expresión de la abrumadora influencia que tuvo la iniciativa lo dan estas cifras: entre 1990 y 1999 Carabineros y la policía civil aumentaron su dotación en casi 150%. Sus presupuestos lo hicieron en montos similares.
Otro ejemplo: En noviembre de 1999, en el contexto del único debate televisivo para las elecciones presidenciales de diciembre de aquel año, en la que se enfrentaban al derechista Joaquín Lavín contra el socialista Ricardo Lagos, éste expresó: en materia de delincuencia “yo firmo todo lo que dice Paz Ciudadana”.
Cabildeo en Washington
Una de las revelaciones más importantes contenidas en la biografía se relaciona con el papel que jugó Agustín Edwards Eastman en las elecciones presidenciales de 1964.
El 15 de marzo de aquel año concluía el mandato del derechista Jorge Alessandri. Ese día también ocurrió que el socialista Óscar Naranjo venció por siete puntos al candidato conservador Rafael Ramírez en una elección complementaria para diputados, realizada en la provincia de Curicó. Este episodio, El Naranjazo, generaría una rearticulación del mapa político.
El Mercurio había definido esa contienda como un termómetro de lo que sería la elección presidencial del 4 de septiembre de aquel año, que tendría tres candidatos principales: el derechista Julio Durán, el representante de la Democracia Cristiana (DC) Eduardo Frei y el socialista Salvador Allende. El día del Naranjazo las agencias de inteligencia de Estados Unidos temieron que Allende ganara.
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Así “Washington puso en marcha un gigantesco programa de apoyo financiero clandestino a favor de la candidatura de Frei, y de propaganda negra contra Allende”. Uno de los protagonistas de esta campaña fue Edwards, quien “pocos días después del Naranjazo se embarcó rumbo a Estados Unidos. En las siguientes semanas deambularía frenéticamente entre Washington, Nueva York y Santiago, reuniéndose con altos funcionarios estadunidenses, con su amigo David Rockefeller y otros hombres del Business Group (predecesor del Council of the Americas) y con empresarios chilenos”.
Su objetivo era conseguir que la Casa Blanca apoyase a Frei. Edwards estimaba que un triunfo de Allende supondría el fin de su riqueza y poder.
En la segunda semana, tras reunirse con el director de la CIA, John McCone –involucrado completamente en el complot–, Edwards se encontró con el poderoso subsecretario de Estado para Asuntos Interamericanos, Thomas C. Mann. “(Él) era el encargado de liderar y coordinar los esfuerzos de todas las reparticiones del gobierno en la elección chilena, por lo que la CIA, el Pentágono y otras agencias estaban para estos efectos bajo su mando”, asegura Herrero.
Pocos días después Mann hizo llegar un memorándum al presidente Johnson. En este resumió el plan para Chile, que recogía los elementos centrales propuestos por Edwards: “(Para evitar que) esta importante nación de América Latina se convierta en el primer país del hemisferio en libremente elegir a un reconocido marxista como presidente, el Departamento (de Estado), la CIA y otras agencias se han embarcado en una campaña mayor para prevenir la elección de Allende y para apoyar a Frei, el único candidato que tiene posibilidades de derrotarlo”, cita Herrero en su libro.
El periodista estadunidense Seymour M. Hersh afirmó en su libro El precio del poder que “el principal contacto de la CIA, así como las corporaciones americanas en Chile, era la organización de Agustín Edwards, (…) la CIA y el Business Group dependían fuertemente de él” en sus tareas conspirativas.
En sus conclusiones, la Comisión Church del Senado de Estados Unidos, que en 1975 investigó las acciones encubiertas que ese país realizó en Chile entre 1963 y 1973, aseguró que la operación de 1964 “fue una campaña del terror, que se apoyó fuertemente en imágenes de tanques soviéticos y de pelotones de fusilamiento cubanos y que se dirigió en especial a las mujeres”.
En su texto, Herrero detalla cómo El Mercurio apoyó el citado esfuerzo conspirativo: “Periodistas pagados por la CIA fabricaban cierto tipo de noticias, que eran divulgadas a través de contactos en agencias de prensa o por la Agencia de Información de Estados Unidos (USIA). El diario recogía y publicaba esa información, lo que llevaba a otras agencias de noticias a recoger el artículo de El Mercurio y difundirlo en un despacho a todos sus clientes en Chile y América Latina. Lo elegante de este método era que el diario podía alegar inocencia, por cuanto sólo había tomado informaciones de otras fuentes”.
Finalmente Frei se impondría con 56% de los votos contra 39% de Allende. “Los estadunidenses se sentían partícipes de la resonante victoria. Tanto así, que hasta el día de hoy la CIA considera la campaña realizada en Chile en 1964 como una de sus grandes historias de éxito”, expresa Herrero.
El complot eterno
La noche del 4 de septiembre de 1970 la pesadilla de los Edwards y de la Casa Blanca se hizo realidad. Allende venció en los comicios presidenciales al candidato del Partido Nacional, Jorge Alessandri.
Un día después Edwards convocó a sus principales colaboradores a una reunión-almuerzo en su hogar. Según señala el libro de Herrero, “en un momento, Edwards pidió la palabra para hacer un anuncio:
“–Señores, como ustedes saben, yo he apoyado a Alessandri. Pienso que el triunfo de Allende es irreversible y he tomado la determinación de irme a Estados Unidos lo antes posible.
“Se produjo un largo silencio. Doonie –como le dicen a Edwards sus cercanos– prosiguió:
“–Quiero dejarlos encargados de mantener a flote las empresas.”
En los meses previos Washington se había empeñado en una dura campaña anticomunista, pero –según opinión de Edwards– había descuidado el respaldo a Alessandri, lo que provocó su molestia.
En el libro se aborda este aspecto: “En el verano chileno de 1970, Edwards perdió la paciencia con lo que le parecía una política errada que, posiblemente, le entregaría en bandeja el poder a Allende. Y no estaba solo: Henry Hecksher, el jefe de la CIA en Chile, con el cual solía conversar con frecuencia, pensaba lo mismo. Y también sus buenos y poderosos amigos estadunidenses David Rockefeller y Donald Kendall (dueño de Pepsi). Así, en marzo de 1970, Doonie se embarcó rumbo a Estados Unidos”.
A poco de llegar, Edwards se reunió con Rockefeller, quien lo puso inmediatamente en contacto con el consejero de Seguridad Nacional, Henry Kissinger. Rockefeller recordó este episodio en sus memorias:
“En marzo de 1970, mucho antes de la elección, mi amigo Agustín Doonie Edwards (…) me dijo que si Allende ganaba (…) Chile se convertiría en otra Cuba (…). Insistió en que Estados Unidos debía impedir su elección (…). Más tarde me enteré que los informes de Doonie confirmaron los datos de inteligencia ya recibidos de fuentes de inteligencia oficiales, lo que llevó a que el gobierno de Nixon aumentara sus subsidios financieros clandestinos a los grupos opositores a Allende.”
Poco tiempo después de la visita de Edwards comenzaría a canalizarse el dinero para la campaña anticomunista contra Allende. Pero los recursos no pudieron evitar esta vez que el proyecto socialista alcanzara la victoria.
Sin embargo, pese a que el candidato de la Unidad Popular obtuvo la primera mayoría, a la derecha le quedaba una opción. Su triunfo debía ser ratificado por el pleno del Congreso Nacional –en la sesión especial del 24 de agosto de 1970– dado que no había obtenido mayoría absoluta. Aunque por tradición el Poder Legislativo apoyaba al ganador, no era obligatorio que lo hiciera.
Entonces, altos mandos del Ejército y de la Democracia Cristiana diseñaron un plan que consistía en que la DC apoyaría en el Congreso a Alessandri. Éste aceptaría la nominación, formaría un gabinete militar y renunciaría el mismo día de su asunción (4 de noviembre), momento en que convocaría a nuevas elecciones. A éstas se presentaría Frei con apoyo de la derecha. Este plan, que fue originalmente apoyado por Washington, se denominó Track I.
La información de este plan fue entregada mediante un extenso reporte poselectoral dirigido al Consejo de Seguridad Nacional –fechado el 7 de septiembre de 1970– por el embajador de Washington en Santiago, Edward Korry.
“Pocas horas después de recibir el reporte del embajador, Viron Vaky, principal asesor de Kissinger en el Consejo de Seguridad Nacional, le envió un memorándum a su jefe resumiendo la información respecto de Chile, incluyendo varios despachos de la CIA”, relata Herrero.
Vaky estimaba que las probabilidades de conseguir que el Congreso chileno no ratificara a Allende eran escasas y que para tener un “juicio certero” sobre lo que podría ocurrir Washington requería “más información acerca del parecer y de las intenciones de gente como Frei, Alessandri y Augustin (sic) Edwards”.
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El 10 de septiembre Edwards escapaba del país. Salió en su avión particular con destino a Buenos Aires. Tres días después aterrizó en Nueva York. Kendall lo esperaba en el aeropuerto. En la noche éste telefoneó a Nixon: “Ambos eran viejos amigos y correligionarios políticos. (…) Le confirmó al mandatario que Agustín Edwards ya se encontraba en el país y que al día siguiente irían a Washington a reunirse con Kissinger”, narra el libro.
“Lunes 14 de septiembre: De madrugada, Kendall y Edwards tomaron un avión privado a Washington. (…) En la terminal los esperaba el director de la CIA, Richard Helms, quien los trasladó al Washington Hilton, un hotel en el barrio diplomático de Dupont Circle, a unos tres kilómetros de la Casa Blanca.
“La conversación entre Edwards, Kissinger y Kendall duró poco más de una hora. Doonie hizo un rápido repaso de la situación política de Chile y de cómo él veía las cosas. Los tres estuvieron de acuerdo en que había que hacer algo para impedir que Allende entrara a La Moneda (el despacho presidencial) el 4 de noviembre.”
Herrero destaca que lo tratado en esta reunión “revela hasta qué punto Edwards maniobró con altos funcionarios de Washington para detener a Allende a fines de 1970”.
Al día siguiente de este encuentro, Kissinger, Helms y el fiscal general John Mitchell acudieron a la Casa Blanca, convocados por Nixon. Esta cita “dio origen al plan secreto de la CIA conocido como Track II: Se trataba de un curso de acción paralelo a los intentos por impedir constitucionalmente la ratificación de Allende en el Congreso. Es decir, contemplaba algún tipo de intervención militar”.
Aunque finalmente dicha intervención se abortó, nada pudo detener parte de su desarrollo. Con armas y apoyo financiero provisto por la CIA, el 22 de octubre de 1970 un grupo de militares y ultraderechistas chilenos atentó contra la vida del entonces comandante en jefe del Ejército, general René Schneider, quien murió tres días después. Aunque el objetivo de esta operación era impedir que Allende asumiera el poder, éste ingresó con la banda presidencial a La Moneda el 4 de noviembre de 1970.
Sin embargo, la conspiración de Washington, que incluyó la entrega de -al menos- 1 millón de dólares a El Mercurio, continuaría hasta conseguir el derrocamiento de Allende, el 11 de septiembre de 1973.
* Este reportaje también fue publicado por Proceso (México) N° 1989.