«Chile despertó» es una frase que se hizo viral no solo en el país suramericano sino que traspasó fronteras e hizo enterarse al mundo de que la nación, que algunos llegaron a calificar como «la Suiza latinoamericana» por su «prosperidad económica», guardaba un oscuro secreto en la trastienda y que la clase política y empresarial dominante no querían que se conociera: una sociedad injusta, plagada de desigualdad, con precariedad social, laboral y humana, con una Constitución creada por una de las peores dictaduras militares de la historia que perpetró terribles crímenes de lesa humanidad, con miles de personas asesinadas, desaparecidas, torturadas y privadas de libertad vilmente.
La histórica frase surge en octubre de 2019, en medio de un histórico estallido social que mostró la cara del verdadero Chile, el rostro del chileno de a pie, el de bajos recursos, el que sale a trabajar para sostener a su familia, el campesino, el indígena, el adulto mayor desamparado, el joven sin oportunidades de estudio ni de mejoras sociales, todos víctimas de un modelo político y económico capitalista excluyente, que durante años, soportó las injusticias de la dictadura militar de Augusto Pinochet y su séquito de comandantes de la autodenominada «Junta Militar» que se impuso para controlar al país, luego de asesinar y derrocar al presidente constitucional Salvador Allende, el 11 de septiembre de 1973, y ha tenido que aguantar una profunda desigualdad y precariedad que aún debe resarcirse.
Aquel estallido social, que sigue latente y retenido en el espíritu de millones de chilenos que salieron a las calles a manifestarse, marcó un antes y un después en la historia política, social y económica del país, que aún busca conseguir que las demandas más preocupantes de la sociedad sean resarcidas por el Estado a través de una nueva Constitución que de fundamento legal a los requerimientos de la población. Además, abrió la puerta a la renovación de la clase política de un país que era puesto como el ejemplo más exitoso de las políticas neoliberales en América Latina.
De igual forma, el estallido social derrumbó el espejismo neoliberal, ya que demostró el hartazgo social ante la profunda desigualdad generada por un modelo económico que en Chile favoreció la concentración de la riqueza en unas cuantas familias, que seguramente sí vivían en una «Suiza chilena», incluida la del expresidente Sebastián Piñera, quien estuvo a cargo de la brutal represión policial ejecutada contra los manifestantes durante cinco meses continuos, mientras su mandato era reprobado por la gran mayoría de la ciudadanía, denunciado por violaciones a los derechos humanos, investigado penalmente y con la amenaza de un juicio político.
La magnitud y consecuencias de las protestas eran inimaginables a principios de octubre de 2019, cuando estudiantes de secundaria comenzaron a saltarse los torniquetes del metro para protestar por el alza al precio de los pasajes. Sin embargo, días antes, Piñera presumía: «En medio de esta América Latina convulsionada, veamos a Chile: somos un verdadero oasis«. Claramente, los manifestantes no pensaban lo mismo y las movilizaciones crecieron, se replicaron, y la noche del 18 de octubre terminaron de detonar con protestas masivas que incluyeron saqueos e incendios. Ya no eran solo los estudiantes, sino múltiples colectivos sociales que exigían un cambio total.
La respuesta del Estado fue a pura violencia: mientras los Carabineros reprimían vilmente y a mansalva, el Gobierno decretaba estado de emergencia y toque de queda y desacreditaba a los manifestantes. El Ejército se mostraba con armas de guerra en las calles y Carabineros detenía a su antojo y a montones. Incluso, cuando se conmemoraron dos años del estallido y en plena pandemia, la represión dejó dos muertos, 56 lesionados y 450 detenidos.
El saldo de esos meses aciagos fue de 34 muertos, miles de heridos –entre ellos más de 350 personas que ciegas porque los policías les dispararon directo a los ojos–. Casi 9.000 personas resultaron detenidas y 2.500 quedaron presos tachados como «terroristas» por sectores aliados a Piñera y como «presos políticos» por los grupos que apoyaron las manifestaciones.
Los presos del estallido, como ahora se les conoce, son aún un asunto pendiente para el Gobierno de Gabriel Boric, el diputado treintañero que se convirtió en presidente y que surgió como una nueva esperanza en medio del estallido social, al ser una referencia ajena a la clase política tradicional, y que ahora busca lograr que las demandas de los manifestantes sean finalmente reivindicadas, incluyendo la tan anhelada nueva Constitución, mientras enfrenta la élite del viejo modelo político que busca evitar los cambios fundamentales para los chilenos.
¿Qué lograron las protestas?
Más allá de mostrar las costuras del verdadero Chile, las protestas del estallido social consiguió notables avances para las demandas de la población. En principio demostraron el desgaste de la clase política tradicional en Chile y le abrió paso a nuevos y diversos liderazgos.
Otro logro fundamental fue el plebiscito en el que un contundente 80 % de los votantes se pronunció a favor de dejar atrás la Constitución de la dictadura. Luego vino la elección de los 155 convencionales constituyentes, proceso en el que los grandes derrotados fueron los partidos tradicionales, porque el nuevo órgano, en el que se garantizaba paridad de género y cuotas de representación de los pueblos originarios, quedó integrado en su mayoría por militantes progresistas, entre ellos líderes feministas, barriales, ambientalistas, de derechos humanos, indígenas, activistas LGTBI y de todo tipo de causas sociales.
Otro símbolo de los históricos cambios chilenos fue la elección de la académica mapuche Elisa Loncón como presidenta de la Convención. Tal protagonismo de las mujeres y de las naciones indígenas era impensable hasta antes de octubre de 2019. Aunque esa convención no logró diseñar un texto constitucional que fuese aprobado por los chilenos, como resultó el rechazo de 2022, allanó el camino para perfeccionar una Carta Magna que la sociedad chilena aspira que cubra todas sus demandas y de vuelta atrás a la precariedad social y sobre todo a la marcada desigualdad.
Otro legado de las protestas fue la elección de Boric en la Presidencia frente al ultraderechista José Antonio Katz, un hombre que representaba la antítesis del estallido social y se promulgaba como un aturdido retardatario que podría repetir en la sociedad chilena, las terribles injusticias de la dictadura militar de Pinochet.
La posición de Katz estaba en sincronía con la versión de Piñera sobre lo ocurrido a partir de octubre de 2019, y que, en lugar de reconocer las demandas ciudadanas, se enfocaron en hablar de hechos como saqueos, quema de autos y destrozos en las calles. De hecho, el Gobierno difundió un documento en el que advirtió que no se debía olvidar que las protestas dejaron pérdidas por 3.000 millones de dólares. Mientras que sobre las violaciones a los derechos humanos documentadas en informes oficiales nacionales e internacionales no hubo mención alguna.
La debacle de Piñera
Cuando ocurrió el estallido, Piñera llevaba año y medio en la presidencia. Desde entonces su popularidad se sumió en una debacle de la que nunca pudo recuperarse del todo. Dejó de ser mostrado como líder modelo de la derecha en América Latina, perdió las elecciones de convencionales constituyentes, gobernadores regionales y alcaldes y votaciones clave en el Congreso, como las relativas a los retiros anticipados de las pensiones.
Además, las protestas, marchas y cacerolazos en su contra no cesaron, ni siquiera durante las duras restricciones que impuso durante la pandemia del covid-19, momento que también develó las profundas desigualdades y notables diferencias de los sistemas sanitarios privados y público, que puso en evidencia como una clase adinerada privilegiada pudo acceder a costosos tratamientos, mientras la clase trabajadora y pobre, estaba a su suerte.
Piñera llegó a tener una popular mínima histórica de apenas 6% de apoyo. Se convirtió en uno de los presidentes peor evaluados de la región, y las represiones le costaron denuncias por crímenes de lesa humanidad en tribunales chilenos e internacionales. Incluso la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) denunció en 2022 el «uso excesivo de la fuerza» durante el estallido social por parte de la fuerza pública.
Además, se descubrió un turbio escándalo de corrupción en los llamados Papeles de Pandora, un trabajo del Consorcio Internacional de Periodistas de Investigación (ICIJ, por sus siglas en inglés) reveló que Carlos Delano, uno de los empresarios más acaudalados de Chile y amigo de Piñera, compró en 2010 Minera Dominga, una firma en la que la familia presidencial tenía mayoría de acciones.
La pandemia en Chile sumó a las demandas del estallido
La doctora en ciencia política Claudia Heiss, graduada de la New School for Social Research y Magíster por la Universidad de Columbia, y jefa de la carrera de ciencia política de la Universidad de Chile, publicó un artículo titulado ‘Chile: entre el estallido social y la pandemia‘, donde analiza la situación social, económica y política del país durante esos años.
La académica, que también es integrante del Instituto de Asuntos Públicos de la Universidad de Chile e investigadora adjunta del Centro de Estudios de Conflicto y Cohesión Social (COES), explica que con la llegada de la covid-19 a Chile, con un primer caso detectado el 3 de marzo de 2020, se originó, más allá de frenar el estallido social que arrancó en 2019, «pareció una extensión de la crisis social y política vivida» desde ese año.
«Al igual que ante las masivas protestas, el gobierno declaró un estado de excepción constitucional: de Emergencia en el primer caso, de Catástrofe en el segundo, sacando a los militares a la calle y decretando el toque de queda nocturno. Con ambos fenómenos las personas vieron alteradas sus rutinas, interrumpidos sus trabajos y amenazada la provisión de alimentos y servicios básicos«, explicó Heiss.
Además, la pandemia obligó, debido a las medidas del gobierno de Piñera, a que las personas realizaran teletrabajo, una política que acentuó la desigualdad, porque a gran mayoría de los chilenos debían contar con condiciones tecnológicas que quizás no tenían para cumplir sus responsabilidades labores y asumir costos que muchos no podían y condiciones a las que no tenían acceso. Lo mismo ocurrió con la educación en casa y otras condiciones que precarizaron, aún más, la calidad de vida durante la pandemia y aumentaron la presión laboral y el exceso de trabajo.
Precarización de las clases medias y bajas en Chile
«El estallido y la pandemia han tenido como elemento central de discusión política la gran desigualdad y la precarización de las clases medias y medias-bajas que existe en Chile», señaló Heiss.
La académica agrega que «desde el retorno a la democracia en 1990, la Constitución impuesta en 1980 por la dictadura de Pinochet se ha mantenido como una camisa de fuerza, impidiendo que el proceso político conduzca a transformaciones sociales y profundizando el modelo neoliberal». En ese sentido, dijo, la pandemia mostró, «una vez más, la desigualdad entre quienes pueden atenderse en clínicas privadas bien equipadas y quienes deben concurrir a centros públicos donde hay una dramática escasez de insumos y de profesionales«.
«La Carta Fundamental chilena garantiza que las personas puedan elegir entre la provisión pública y privada de servicios sociales en áreas como salud, educación y pensiones, impidiendo el componente solidario que las convierte en derechos sociales y generando una segmentación extrema según la capacidad de pago. Cuando se han sugerido medidas mínimamente redistributivas entre estos dos sistemas, el Tribunal Constitucional indefectiblemente las ha vetado. Así como la demanda por una mayor protección social fue uno de los de tonantes del estallido, la crisis de salud pública puso en relieve esta fractura de la sociedad chilena», comentó la politóloga.
Heiss explica que la pandemia llegó a confrontar al gobierno, defensor del modelo neoliberal y del estado subsidiario consagrado en la Constitución de 1980, con la necesidad de un nivel de coordinación social e intervención estatal contrarios a su proyecto ideológico, tema que ha estado en el centro de la disputa política de las últimas décadas. De esa manera, dijo, la reticencia a la intervención estatal se hizo patente respecto de las medidas económicas para combatir la pandemia. Mientras Chile, con una deuda pública menor al 30% del PIB, planteó soluciones que representaban alrededor del 5% de este, otros países de la región, con menor capacidad de endeudamiento, hicieron esfuerzos mucho más sustantivos.
«El Estado de Catástrofe parece haberse invocado más para recurrir a la represión que para una efectiva acción pública. La intervención en mercados clave ha sido tímida. Solo luego de una enorme presión social se estableció un precio tope al cobro por el examen PCR, que en algunas clínicas se había disparado», señaló Heiss. Además, comentó que mientras se exigía el uso de mascarillas en el transporte público, bajo pena de multa, no había provisión gratuita ni restricción al precio comercial de este producto, que escaseaba en el comercio.
«Frente a la masiva reacción que provocó el alza del pasaje de metro, detonante del estallido, la (entonces) primera dama (Cecilia Morel) señaló que le parecía estar frente a una invasión alienígena. Este nivel de incomprensión demuestra una preocupante distancia entre la ciudadanía y sus autoridades políticas. La verdad es que la acentuada abstención electoral y la notoria explosión de movimientos sociales a partir de 2011 venían dando signos ciertos de un profundo descontento y de la incapacidad del sistema político institucional para canalizarlo. El foco en las cifras macroeconómicas y las saludables finanzas públicas no permitió ver que ellas descansaban en un grave endeudamiento de las familias y una intolerable desprotección frente la vejez, el desempleo o la enfermedad«, agregó Heiss.
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