Los recientes protestas en Colombia contra el régimen de Iván Duque no han parado, contabilizan varios muertos y centenares de heridos. La mayoría pide su salida del gobierno y esta vez no es solamente Bogotá donde radican las fuertes manifestaciones.
En un reportaje de RT, la periodista Nazareth Balbás explica qué es lo que hay detrás de estas protestas y por qué el pueblo colombiano está tan enardecido.
Cali arde desde antes. La tercera ciudad más importante de Colombia, después de Medellín y Bogotá, es el foco de atención de los medios en los últimos días por las impactantes imágenes de violencia, represión policial y desmanes, pero el polvorín se ha formado durante años. La reforma tributaria del Gobierno de Iván Duque, lanzada (y retirada) durante la pandemia, solo lo hizo explotar.
La capital del Valle del Cauca, ubicada entre las regiones Andina y Pacífico, es considerada como «la ciudad de los desplazados«. En esa etiqueta se evidencia el saldo más doloroso de la violencia armada, que persiste a pesar de haberse firmado la paz con la guerrilla más antigua de la región, y que se traduce en un conflicto latente de desigualdad económica y estigmatización social, agravada por la herencia del narcotráfico.
En ese contexto se han desarrollado las protestas de la última semana. Hasta el momento, las autoridades han confirmado al menos 24 muertos y 42 personas desaparecidas. En contraste, organizaciones sociales reportan un saldo de 31 fallecidos, 1.220 heridos y 87 ciudadanos no localizados.
Las imágenes de la violencia, que han sido profusamente difundidas en redes sociales, dan cuenta del uso de armas de fuego por parte de las autoridades, pero también de civiles, así como el bloqueo a vías de acceso a la ciudad, el desabasto en comercios, la destrucción de mobiliario público, vandalismo y una indignación que empieza a rebasar la coyuntura para poner el dedo en una herida más profunda. Entonces, ¿por qué Cali?
«Halcones de la muerte» en Colombia
La nueva ola de protestas se inició en toda Colombia desde el 28 de abril. Pero el viernes pasado, un tuit del expresidente Álvaro Uribe llamando a respaldar el uso de armas de fuego contra los manifestantes levantó la indignación a tal punto que Twitter tuvo que eliminarlo.
Para Uribe, jefe político del presidente Iván Duque, los policías y soldados debían usar su armamento para «defender a la población» de la «acción criminal del terrorismo vandálico«, en un discurso que además se volcó a criminalizar las protestas. Un día después, el propio ministro de Defensa, Diego Molano, aseguró que detrás de las manifestaciones estaban factores del narcotráfico, así como las disidencias de las FARC y el ELN, una versión que fue respaldada este miércoles por la Fiscalía.
Aunque el fiscal general de la nación, Francisco Barbosa Delgado, prometió investigar «todas las agresiones» perpetradas por la fuerza pública contra los manifestantes, insistió en que también se pondría la lupa en las acciones contra la policía y los militares, destacando que el derecho legítimo a la protesta tiene «un límite» y no será «permeado por la delincuencia organizada«.
Del lado de los manifestantes, sin embargo, la situación es otra. Con llamados de «paren esta masacre» y «nos están matando», las personas que han tomado las calles para expresar su repudio a la gestión de Duque y padecido la represión, no cesan de mostrar en redes sociales la acción desproporcionada de agentes que disparan armas de fuego contra multitudes, detienen arbitrariamente a la población, corretean a quienes se reúnen para reclamar y arremeten contra las poblaciones más desfavorecidas de Cali, como Siloé y La Luna.
En contraste con los llamados a diálogo que ha hecho el Gobierno nacional, en redes sociales abundan las denuncias de los caleños por los abusos policiales, el sabotaje a internet para impedir la transmisiones que les permiten sortear el silencio de los medios tradicionales en Colombia, y la indefensión frente a las muertes, desapariciones, detenciones y centenares de heridos, que ni siquiera han sido consolidadas oficialmente. Los números de víctimas varían dependiendo de quien dé las cifras.
El lunes, tras conocerse la muerte de Nicolás Guerrero, el alcalde de Cali, Jorge Iván Ospina, no ocultó su consternación ante la situación. «Condeno radical y absolutamente que se hayan utilizado armas de fuego, condeno completamente que algunos halcones de la muerte quieran utilizar a Cali como teatro de operaciones, como escenario de confrontación armada. Tenemos que desescalar esta circunstancia, tenemos que convocar a la vida», dijo. Y añadió: «Hay manos criminales en esas actividades».
Desigualdad, desplazamiento y narcotráfico
La imagen opuesta de la represión policial en las zonas populares de Cali está en Ciudad Jardín, uno de los barrios más acomodados de la capital de Valle del Cauca, donde sus habitantes han amenazado con usar sus armas para repeler cualquier ataque de los «vándalos».
El martes, los videos de camionetas de lujo blindadas colmaron las redes sociales para mostrar cómo los vecinos de ese sector bloqueaban los accesos a la urbanización, situada en el sur de Cali. Esa postal, aunque particular, es muestra de los niveles de desigualdad social que están en el sustrato de esa ciudad.
Según el reporte más reciente del Departamento Administrativo Nacional de Estadística (DANE), unas 6,3 millones de personas se sumaron a las filas de la pobreza en Colombia durante 2020. En el conteo de las ciudades, Cali está en el segundo puesto, después de Bogotá, con mayor número de pobres.
Esos datos, que reflejan el impacto de la pandemia en el país, tienen especial significado en Cali, donde buena parte de la población de los estratos populares vive del trabajo informal, se ha visto más afectada por las cuarentenas, reclama atención del Estado y rechazaba un proyecto tributario, como el de Duque, que pretendía imponer mayores tributos al consumo.
Además, la identificación de la capital del Valle Cauca como una ciudad que recibe a desplazados de las zonas de conflicto agrega una carga mayor a la situación, ya que estas personas no solo son víctimas económicas de la pandemia, sino también de la violencia en sus territorios, del narcotráfico y la precariedad.
De hecho, la ubicación geográfica de Cali entre zonas como el Chocó, el Cauca y el Valle del Cauca, donde el narcotráfico, el paramilitarismo y los grupos armados tienen el control ante la ausencia del Estado –desde mucho antes de las protestas–, la hacen especialmente vulnerable a flagelos como el tráfico de armas, un asunto que varios analistas han apuntado como la razón de que la situación haya escalado con mayor violencia y, hasta el momento, parezca difícil de controlar.
Por el momento, los manifestantes siguen empeñados en visibilizar sus reclamos y denunciar los excesos de la policía, mientras que el Gobierno ha convocado a un «diálogo» para tratar de calmar las críticas que se empiezan a oír, aunque con timidez, por parte de la comunidad internacional. No obstante, hay algo que está claro: Cali arde desde antes, pero ahora se ve.
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