La deuda histórica que tiene el Estado chileno con el pueblo mapuche es algo que no se discute. Es un hecho que en la actualidad existe algo muy diferente a lo que hubo en el pasado, así como también es cierto que los distintos procesos de negociación han resultado infructuosos. La razón es conocida y apunta a la mano privada que posee un título de propiedad y que carece, al mismo tiempo, del argumento ancestral. Una mano privada no mapuche.
Las empresas del rubro forestal son las que acumulan títulos sobre tierras de ocupación tradicional. Se hicieron de éstas por medio de la colaboración generosa del Decreto de Ley 701, iniciativa creada en la década del 70 y agilizada durante la dictadura militar, que le permitió tanto a Mininco (CMPC, del grupo Matte) como a Arauco (del grupo Angelini) contar con una bonificación del 75% a la hora de comprar predios para plantar pino y eucalipto.
El Estado, pese a la inclinación histórica hacia el mundo privado, promulgó una regulación en septiembre de 1993, conocida como Ley Indígena, que destinó una parte del presupuesto nacional a la creación del Fondo de Tierras y Aguas, administrado por la Corporación Nacional de Desarrollo Indígena (Conadi). Desde entonces a la fecha, y de manera insuficiente, han retornado títulos de merced a personas particulares y comunidades mapuche que exigían una restitución: las 2.000 hectáreas del fundo Alaska, adquiridas por cerca de $1.400 millones a Mininco, en la IX Región, fue una de las restituciones históricas.
No sería una primicia asegurar que las medidas adoptadas desde la política pública carecieron de éxito y terminaron profundizando un conflicto entre el Estado chileno y el pueblo mapuche.
Ese momento álgido, incentivado por esta especie de ente supremo, invisible, estatal, es el que se desarrolla en la actualidad.
El Ciudadano entrevistó a entendidos en algunas experiencias internacionales de relación entre el Estado y pueblos indígenas. Si bien tienen pros y contras, hablan de una disposición por parte del poder a conversar y lograr un acuerdo para que las comunidades o tribus se reconozcan en distintos niveles de la sociedad, desde el ámbito legislativo, cultural, social y económico.
En ningún caso nuestra intención es plantear una forma de hacer las cosas; los convenios internacionales de Naciones Unidas, como el 169 de la OIT –vigente en Chile desde septiembre de 2009– obligan a respetar costumbres, tradiciones e instituciones de los pueblos indígenas. Además, especifican que cualquier medida adoptada por un Estado debe ser compatible con las aspiraciones y formas de vida ancestrales.
EL CASO DE NUEVA ZELANDA
En 2012 un grupo de dirigentes mapuche de la costa williche viajó hasta Nueva Zelanda. La idea, impulsada por el Fondo Mundial para la Naturaleza (WWF, sigla a partir de su nombre en inglés), era que personas de las comunidades conocieran el modelo de desarrollo que las tribus maorís habían aplicado luego de una extensa negociación con el Estado del país oceánico.
“El tiempo de negociación política en Nueva Zelanda ocurrió en los 70 u 80. Estos negocios y todo este proceso ya está súper consolidado, ya tiene 30 años”, dice Rodrigo Catalán, director de conservación de WWF. El pacto, sucedido en el tribunal de Waitangi –con participación indígena– implicó demostrar de forma empírica la autoridad por parte de las tribus sobre las tierras reclamadas.
“Cada tribu que reclamaba derechos sobre recursos o tierra tuvo que defender que efectivamente les pertenecían con anterioridad”, cuenta Catalán. Eso, según el entendido en la materia, ocurrió únicamente en el caso de terrenos pertenecientes al fisco. “En el caso de propiedades privadas –ciudades, por ejemplo– no hubo manera de expropiar, y lo que ocurrió ahí fueron las compensaciones económicas”, cuenta, y añade que el hecho de que una buena parte de los territorios pertenecieran al fisco resultó de gran ayuda a la hora de retornar los predios. Esa, sin dudas, sería una de las grandes diferencias con el caso chileno.
A partir de los fondos dispuestos nacieron distintas corporaciones que tuvieron el objetivo de armar negocios. El estado neozelandés, de hecho, entregó los dineros con la condición de que estuvieran destinados en algo determinado y no fueran repartidos entre las familias. Así, los clanes formaron empresas pesqueras y emprendimientos de ecoturismo, que luego de un tiempo pasaron a ser negocios consolidados. “Formaron empresas que permitieron partir negocios que actualmente son rentables. Visitamos un negocio que es de avistamiento de ballenas, conducido y de propiedad de una tribu maorí, que se manejan con sus barcos e instalaciones, en la que reciben recursos abundantes que reinvierten en educación, cultura, y otras cosas interesantes”, cuenta Catalán.
El costo negativo que se deja entrever a partir de este modelo es que la entrega de fondos podría tener la finalidad de que los pueblos indígenas, habituados en otro contexto, terminen por entrar al sistema impuesto por el Estado, restándole así el derecho de autodeterminación.
José Aylwin, coordinador del programa de globalización y derechos humanos del Observatorio Ciudadano, critica esta compensación económica, aunque valora algunas medidas adoptadas por Nueva Zelanda respecto del uso y administración de ciertos territorios.
“Lo valorable es que en áreas protegidas se han establecido sistemas de reconocimiento de los derechos de los pueblos maorís, como derechos de uso, de participación en la administración o el derecho a renombrar áreas protegidas y sitios sagrados”, dice Aylwin. Uno de los casos emblemáticos, según el abogado, es el monte Cook, que luego de las gestiones pertinentes pasó a llamarse Cook/Aoraki, en honor al nombre con el que era conocido por las tribus maorís.
“En general existe un procedimiento desde el Estado para abordar las demandas por tierra y que han resultado en una serie de acuerdos con clanes, que serían acá los lofs, donde se les compensa y se les otorgan dineros que han derivado en una capitalización de la economía maorí, al punto que dicen que esta crece más que la economía de Nueva Zelanda. Ha generado un fenómeno de transculturización en la medida que los maorí entran al mercado”, cuenta Aylwin.
Acompañado de este incentivo que varios cuestionan, se aplicó otra política pública que motivó la convivencia: un espacio en el parlamento. “En materia política hay un sistema de escaños especiales que se les reconoció. Eso ha determinado que tengan una representación política en el departamento más o menos acorde a su población. También han conformado un partido maorí que les da sobre representación, además de los cupos especiales, que es una medida interesante”, dice Aylwin.
EL CASO DE CANADÁ
En Canadá también hubo conflictos por tierras arrebatadas a los pueblos originarios. Tras años de políticas de desposesión por parte del Estado –con todo el atropello a los Derechos Humanos que esto incluye–, los indígenas comenzaron a llevar los casos a las cortes, argumentando el derecho de propiedad sobre los territorios. Y comenzaron a ver resultados.
“Empezaron a ganar el reconocimiento de su título originario sobre las tierras nunca renunciadas a través de mecanismos como los tratados”, cuenta Aylwin.
Estos hechos, sucedidos a partir de la década de los 70, derivaron en un proceso de restitución de tierras de ocupación ancestral. Sin ir más lejos, hoy en día, según el abogado, una parte significativa de territorios están en manos indígenas.
“Sobre esas tierras los indígenas crecientemente tienen derechos de autonomía y derechos de autogobierno, en sus planos económicos, cultural, y el Estado ha compensado de una manera importante a los pueblos”, continúa.
Lo que se presentó como adverso en el país de América del Norte tuvo relación con una de sus principales actividades económicas: la extracción de recursos naturales. Ahí quedó a la vista el conflicto entre dos mundos, uno ancestral y otro contemporáneo, con distintas formas de ver la vida, con diferencias importantes en los sistemas de producción, y por ende, con diferencias en las formas de interacción humana.
Fue necesario hacer algo para la convivencia entre indígenas, mineros y extractores de petróleo.
“Ellos (Canadá) son los primeros inversores mineros del mundo. Y mucha de esa minería y extracción de petróleo se da en territorio indígena. Han habido casos muy interesantes en que la Corte Suprema de ese país ha reconocido primero el derecho de los pueblos indígenas a ser consultados y después a que el Estado tenga que acomodar con los pueblos indígenas sus intereses”, cuenta Aylwin.
Se comenzaron a implementar acuerdos entre ambas partes; acuerdos que rigen hasta hoy.
“En la práctica, el extractivismo opera en territorio indígena y las empresas mineras, petroleras, suelen negociar con los pueblos a través de lo que se llaman Acuerdos de Impacto Beneficio”, dice el abogado.
Este pacto es voluntario, pero en la práctica y con el paso del tiempo, según el co-director del Observatorio Ciudadano, implicó costos para los pueblos indígenas.
“Igual hay una crítica importante a ese modelo de Acuerdo de Impacto Beneficio porque, a la postre, las empresas salen adelante con su proyecto de inversión. En Canadá hay una situación de disparidad entre la población indígena y no indígena muy importante. Hay una situación de pobreza enorme equivalente a un país del tercer mundo siendo ellos del primer mundo. Hay una población penal indígena que es la más elevada del país y muy superior. Todo eso ha derivado en un movimiento indígena muy fuerte, se han movilizado en los últimos años para poner término a esa desigualdad”, dice Aylwin.
MONDI, SUDÁFRICA
Si bien Canadá y Nueva Zelanda cuentan con negocio forestal –en el país oceánico se planta pino radiata, al igual que en el sur de Chile–, el caso que puede dar luces es el ocurrido en Sudáfrica con Mondi, empresa dedicada al mismo rubro que Mininco y Arauco.
Los indígenas de ese lugar reclamaban su derecho sobre las tierras ancestrales. Ante tal demanda, se iniciaron las conversaciones para lograr un traspaso condicionado. Todo esto ocurrió antes del Apartheid.
“Lo que hizo Mondi fue devolver las tierras. La motivación fue decir ok, no nos interesa la propiedad, nos interesa nuestro negocio forestal. Hagamos un acuerdo. El gobierno se metió. Obtuvieron sus títulos y siguieron vinculados. Lo que logró Mondi es que el territorio, incluyendo comunidades, comenzó a distribuir mejor la riqueza del negocio forestal, y se recuperó la titularidad de la tierra de las comunidades que la reivindicaban”, dice Rodrigo Catalán, de WWF.
No cabe duda que el contraste entre la riqueza generada por las empresas forestales y la pobreza en el pueblo mapuche tiende a aumentar el grado del conflicto. Esta, la de Mondi, sería una medida que eventualmente solucionaría ese aspecto. Sin embargo, sería difícil apostar por tal iniciativa, puesto que los intereses de cierta fracción de la población indígena no solo apuntan a la recuperación de las tierras, sino que además apuntan a la recuperación del bosque nativo. Y esto último no necesariamente para fines turísticos.
LA EXPERIENCIA DEL ECOTURISMO
Desde WWF cuentan la experiencia que tuvo la organización con el proyecto de Parque Pewenche, en la región de La Araucanía. Luego de varios años pudieron acceder a las tierras que estaban ocupadas por una empresa maderera. Catalán relata que la semejanza entre la aplicación del ecoturismo maorí y pewenche radicó en que ambos pueblos quisieron, ante todo, mantener ciertos aspectos en la privacidad. No vender la cultura.
La gran diferencia fue el capital financiero con el que comenzaron.
“Para echar a andar un proyecto de ecoturismo tú necesitas infraestructura que permita obtener las lucas que vienen del alojamiento y alimentación. Si no los ingresos son bajos; solo por concepto de guiado o compra de artesanía. El negocio necesita capital inicial fuerte y no ocurre en el turismo mapuche. Mientras tienes algo rentable puedes capacitar a la gente. El inglés es un límite acá, los maorí hablan inglés”, dice.
EL FUTURO
Lo cierto, como se mencionaba en un comienzo, es que ningún ejemplo resulta exportable con fidelidad de un país a otro. Se pueden tomar lecciones, claro, pero el poder de autodeterminación de los pueblos debe respetarse; así lo indican los tratados internacionales; es lo mínimo.
Asimismo, el Estado de Chile no debería hacer intentos por dividir a las comunidades; debería hacerse cargo del contexto de exterminio en el que eventualmente se plantearían soluciones.
Dicho esto, la experiencia internacional aconseja que es admisible la administración de áreas protegidas (Reservas, Parques Nacionales y más) por parte de los pueblos indígenas. Pero resulta difícil imaginar un traspaso desde el Estado sin requisitos. En ese contexto salen a la vista las zonas nativas que están en manos de empresas forestales. Cerca del Parque Nacional Nahuelbuta, por ejemplo.
“En las zonas de Caramávida hay bosques nativos hermosos que son propiedad de Arauco y Mininco. Tienen una tremenda biodiversidad y están conectados con el Parque. No están explotados turísticamente hablando. Eventualmente se podría trabajar con las comunidades mapuche pero es un modelo que estamos lejos de que sea factible; requeriría un acuerdo entre las comunidades, el Estado y las empresas forestales para ponerlo en marcha”, dice Catalán.
José Aylwin, del Observatorio Ciudadano, cree que los caminos de salida frente al conflicto entre el Estado chileno y el pueblo mapuche no deben comenzar desde la imposición, sino que desde el entendimiento.
“Ese entendimiento se basa en un derecho fundamental que es el de la libre determinación. El pueblo mapuche tiene derecho a determinar cuál es su modelo, no hay receta ni desde el mundo de los Derechos Humanos ni desde las ONGs. No podemos decir el modelo es este u otro. Podemos entregar elementos para que el pueblo mapuche tome sus decisiones”, dice.
El desafío a corto plazo, comenta al final, es que “el pueblo mapuche identifique cuáles son sus tierras de ocupación tradicional que debieran ser restituidas”.