Fantasmas en el campo: 50 años de la Reforma Agraria

Para los campesinos fue cuando se hicieron dignos. Para los hacendados, en cambio, se perdió la confianza. Fue el fin del latifundio, cuyas raíces se hundían en la Colonia y ciertamente habían configurado la sociedad chilena.

Fantasmas en el campo: 50 años de la Reforma Agraria

Autor: Daniel Labbé Yáñez

Carlos Opazo

Carlos Opazo recuerda que tenía 20 años, en 1961, cuando ingresó por primera vez a un sindicato, que se reunía de noche y en un lugar secreto dentro de una hacienda. El sitio era Pulluquén, en San Javier de Loncomilla, ribera sur del río Maule. Rememora el riachuelo que tuvo que atravesar con su padre, militante comunista, en medio de la lluvia y la oscuridad, hasta ingresar a un rancho, iluminado por una vela, donde algunos delegados, de poncho, sombrero de fieltro negro y hablar golpeado, le preguntaron si entraba a la organización.

Como miles, Opazo trabajaba desde niño. Dejó la escuela en tercero básico. En una quinta, en el sector de Copihue, trabajó aseando, plantando y cuidando el ganado. “Me pagaban 5 pesos de aquella época. Diarios”, dice. A los 12 ya sabía arar a caballo. Luego se transformó en afuerino de linguera, ofreciendo su fuerza de trabajo en diversas haciendas de Parral, San Clemente y Catillo. “Mi padre era tonelero; decía que no le aguantaba pelos en el lomo a nadie, así que vivíamos trasladándonos de fundo en fundo. Hubo tiempos en que no teníamos qué comer. Ya uno estaba medio catrutro (crecido) y se daba cuenta. Había que rebuscársela”, relata.

“A mí me sacaron de la escuela para ir a trabajar, a los 12 años. Era el fundo Agua Fría, de Molina hacia la cordillera”, cuenta Alicia Muñoz. “Los patrones del fundo consideraban que éramos de su propiedad. Como mi hermano mayor se había ido al servicio militar, fueron a hablar con mi mamá para que me fuera fogueando”.

Son imágenes de hace 60 años. Chile rural tenía su vasallaje, su “servidumbre aceptada”, al decir de José Bengoa en el libro “Valle Central. Memoria, Patrimonio y terremoto en haciendas y pueblos de Chile central”. Más allá de la frondosa literatura que narra la sociedad hacendal, la magnitud se puede entender con este trozo: “El estado de Chile se construyó en los hombros de la sociedad que existía en el valle central (…) No es el estado el que construye la sociedad del valle central. Esta sociedad ya estaba construida”. Otro país. Uno cuya mayor población se encontraba en el campo.

Una época donde los fundos, muchos herederos de las encomiendas de la Colonia, se extendían por miles y miles de hectáreas. Como la hacienda Catapilco, perteneciente a la familia Ovalle, que se mantuvo casi sin modificación desde 1599. Época de “la obligación”, como era conocido el vínculo que los campesinos sin tierra, los inquilinos, tenían con el hacendado. Tiempos donde el terrateniente tenía un poder sobre la vida de quienes vivían al interior de la hacienda. De tratos sociales como “mande patrón”, “mandé misía”, y miradas al suelo. De castigo físico. Como en San José del Carmen de El Huique, en Colchagua, con el cepo donde se amarraba de los pies a los rebeldes. Tiempos de roles como administradores, llaveros, afuerinos, medieros, caminante o caminero, “voluntarios” (que reemplazaban a los inquilinos) y mujeres en las lecherías. De las casas de los inquilinos, con piso de barro, cocina fuera y sin baño. De paga en regalías, como sacos de porotos, trigo y leña para el año. De “la galleta”, que era la colación que les entregaban a los trabajadores cuando se presentaban en la llavería de la hacienda, al despuntar el alba, antes de iniciar su faena diaria. “Era como una tortilla, y a veces era dura. Una de las cosas que peleábamos era que no podía ser añeja”, recuerda Opazo. O las porotadas con el cucharón “de color”. De descuentos en las colillas de pago. De analfabetismo. De carencia abismal de escuelas. De miles de personas desconectadas del mundo. “No había radio ni diarios dentro del fundo. El que tenía una radio a transistores debía tenerla escondida”, evoca Alicia Muñoz.

Ella cuenta que fue ayudista de un sindicato clandestino. Los campesinos organizados se reunían secretamente en un cerro. Luego se tomaron el fundo. “(Con la aparición del sindicato) Hubo una relación que cambió con el patrón. Empezaron las negociaciones. Ya no despedía cuando quería. De ahora en adelante se entendía con los dirigentes”, evoca.

Opazo formaría parte de varias organizaciones y, finalmente, de la Federación Campesina de Linares. Enumera los temas que le tocó abordar como encargado juvenil: “Aprender a leer y escribir; que las escuelas estuvieran más cerca de donde estaban los villorrios; crear canchas de fútbol en las haciendas. Esas reivindicaciones se sumaban al pliego de peticiones”.

En 1967 fue promulgada la ley 16.625 de sindicalización campesina por el gobierno de Eduardo Frei. Eran numerosos los factores para este hito. La movilización campesina, era una. “Los pampinos que fueron a trabajar para la pampa (el norte salitrero) trajeron esas ideas de sindicalismo”, recuerda Opazo, ilustrando lo que algunos historiadores han planteado como que la ruptura de la pax hacendal vino desde fuera.  En 1968, asistió como delegado al congreso constituyente de la Confederación Campesina e Indígena Ranquil. Formó parte de la directiva nacional. Eran tiempos agitados. Proliferaban las tomas de fundos. Comenzaba otra época. Efímera.

Cuando nos pusimos pantalones largos

“La ley de Reforma agraria y la de sindicalización campesina no se explican por separado”, señala Sergio Gómez. A partir, de 1967, este sociólogo trabajaría en ICIRA, el flamante Instituto de Capacitación e Investigación en Reforma Agraria, desarrollado por FAO y el gobierno chileno. Gómez añade una causa más: La reforma electoral de 1958 y la creación de la cédula única. “Hasta ese momento no había libertad electoral. Los patrones decían por quién se votaba en la hacienda. El nuevo sistema crea las condiciones para que partidos progresistas hagan un trabajo electoral. El voto rural pasa a ser disputable”, recalca.

El gobierno de Alessandri ya había realizado una reforma agraria que, debido a sus limitaciones, fue conocida como “la de los maceteros”. “A mediados de los 60 había un acuerdo nacional sobre el tema. Sólo había algunos grupos esotéricos, raros, como Fiducia, que se oponían pero se consideraba una condición para el desarrollo”, plantea Gómez. En este empeño coincidían no sólo la DC, PS o PC sino las organizaciones sindicales campesinas que les eran cercanas. Además, la iglesia católica (el cardenal Raúl Silva Henríquez entregó los fundos de la curia para expropiación) y organismos internacionales como FAO, CEPAL, hasta la Alianza para el Progreso, creada por Kennedy a inicios de década, para contrarrestar el fuego de la revolución que calentaba desde Cuba.

Arnaldo Chibbaro

“La burguesía chilena ha sido históricamente rentista; con la renta le bastaba para vivir bien. Eso llevó a que el latifundio produjera poco y en muchos casos casi nada”, indica hoy Arnaldo Chibbaro, economista y consultor internacional. A fines de los 60 trabajó en el ministerio de Economía. “Teníamos un empresariado latifundista esencialmente cómodo, y eso necesitaba un cambio”, agrega.

El 27 de julio de 1967 se promulga la ley 16.640 de Reforma Agraria. Según el estudio  “El caso de Chile”, cuyo autor es Sergio Gómez, contenido en “Capitalismo: Tierra y poder en América Latina” (1982-2012) (UAM/CLACSO), entre 1964 y 1970, se expropiaron 1.408 predios, el 23,4% de la tierra regada del país, beneficiando a 21.270 campesinos, especialmente de la zona central. Era el principio del fin de una época.

Gómez, a quien le tocó recorrer decenas de fundos y dialogar con centenares de protagonistas lo explica así: “Los dirigentes (campesinos) decían ‘Cuando nos pusimos pantalones largos’. Los patrones, a su vez, ‘Cuando se perdió la confianza’… Significó el quiebre de un sistema social, cultural, con un peso brutal”.

“Fuimos considerados seres sociales, con deberes y derechos”, recuerda Carlos Opazo.  La ley también configuraba un sistema de financiamiento para las organizaciones sindicales.

Haciendas gigantescas como la Ñuble-Rupanco o El Huique llegaron su fin. A los antiguos propietarios se les dejaron 80 hectáreas de riego básico como reserva. El gobierno falangista le dio mayores atribuciones a la Comisión Nacional de Reforma Agraria, (CORA). Su objetivo no era sólo mensurar terrenos para dividir sino capacitar, prestar financiamiento. Se iniciaron los asentamientos, forma de propiedad colectiva cuyo objetivo era la producción agrícola a cargo de los campesinos organizados.

La frase del momento era “La tierra para el que la trabaja” (Gómez la mediatiza diciendo que era una adaptación de aquella de Emiliano Zapata, en Morelos, 1910: “La tierra para el que la trabaja con sus propias manos”). Arnaldo Chibbaro comenta, a la distancia de los años: “La frase era a menudo interpretada como algo literal. La tierra debe pertenecer a quien está parado en ella, rompiéndose el lomo para producir pero sin ser dueño… Yo creo que va más allá. Significaba que bajo el latifundio había una cantidad muy grande de tierras sin explotar productivamente. Entonces, no era justo que tenga tierras quien no las esté usando, ya que es uno de los factores de producción y de desarrollo. En consecuencia, la tierra que no era explotada se expropió. Es un modo distinto de ver la cosa. Es justicia social pero con intencionalidad productiva”.

Profundización y desacuerdos

{destacado-1} Durante el gobierno de la UP la reforma agraria se profundizó. En 3 años se  expropiaron 4.401 predios, correspondientes al 35,3% de la mejor tierra cultivable chilena. Se favoreció a 39.869 familias.

El plan del gobierno era transformar los asentamientos en Centros de Reforma Agraria (CERAS). Así ocurrió en algunos lugares… donde los campesinos favorables a la UP eran mayoría. En otros, se mantuvieron los asentamientos. También se generó un híbrido llamado Comités Campesinos. Otro objetivo fue la creación de los Centros de Producción (CEPROS) que pretendían ser granjas modelo, de propiedad estatal. Esta medida fue muy cuestionada por la oposición que la tildó como una copia del modelo soviético, donde los campesinos no tendrían tierra. Hacia 1972, se repartían en los campos chilenos 300 asentamientos, 700 comités, 100 CERAS y 30 CEPROS. No resulta menor lo acaecido en territorio mapuche, donde el gobierno de Allende usaría la reforma agraria para devolver tierras usurpadas a las comunidades.

El latifundio llegó a su fin. “Quizás el único cambio irreversible que ha perdurado hasta la actualidad”, sostiene Gómez.

“La reforma de Frei fue muy ordenada y muy limitada. Muchos funcionarios y mucho tiempo para hacer las cosas.  Viene la UP y hay una masividad brutal. Ademas, es  un período de discusión política y de falta de acuerdos”, recuerda Gómez, quien militaba en el MAPU en aquellos años. “A mitad de 1972 todavía no había acuerdo sobre qué debían ser estos CEPROS. El PC tenía una posición muy conservadora. Veían el campo como una bodega para producir alimento. El PS tenía una postura bastante puntuda, de hacer el socialismo en el campo”. De aquel período, tras el paro patronal, data un trabajo suyo titulado “El rol del sector agrícola y la estructura de clases”. “Pensábamos que íbamos a seguir. Terminó siendo un epílogo”, dice.

El campo privado

El Golpe modificó de raíz lo que pasaba en el campo. Desde los primeros momentos, la represión contra dirigentes sindicales y campesinos cercanos a la UP fue brutal. Los crímenes de Paine, los fusilamientos de Lonquén, el encarnizamiento con que fueron perseguidos los obreros del Complejo Forestal Panguipulli o la persecución a los mapuche de Malleco, pueden considerarse revanchas, cuando no castigos con fines ejemplarizadores. Responder al atrevimiento que habían tenido estos miles de hombres y mujeres.

El Decreto Ley 208, en los hechos, expulsó de las tierras a la dirigencia sindical de izquierda y a quienes participaron de tomas de fundos. Carlos Opazo recuerda que el 12 de septiembre la sede de la Ranquil, en calle 18, fue invadida por militares. Quedaron para la posteridad imágenes donde se aprecian soldados sacando papeles y publicaciones que luego queman en la calle. El ejército se apoderó de todos los bienes que poseía la organización. Luis Eduardo Vegas, a quien Opazo había reemplazado 3 años antes en la directiva nacional, fue detenido y desaparecido. Algunos de sus restos fueron hallados, mucho tiempo después, en la cuesta Barriga. En 1978, otro decreto ley disolvió las organizaciones sindicales. La CORA corre similar suerte en aquel año.

No todas las tierras expropiadas fueron devueltas a sus antiguos propietarios y este es un dato significativo. Un tercio se reasignó a campesinos, algunos pertenecientes a asentamientos. La dictadura profundiza un proceso de privatización de la tierra. Tal como en el llamado “capitalismo popular” se hace creer a los campesinos, en tanto minipropietarios rurales, que tienen alguna posibilidad de desarrollo. Paradójicamente se desincentiva la organización cooperativa, así como se paraliza la ayuda estatal. La reducción del rol del estado termina transformándose en un sabotaje al minifundio. La ley de Reforma Agraria fue derogada, fácticamente, por los decretos ley 208, 1600 y 2262.

{destacado-2} Entre otras cuestiones, se permitió la venta de parcelas derivadas del proceso de Reforma. Asfixiada por deudas, la gente comenzó a vender. Las cifras son elocuentes. Por citar un ejemplo, en la región del Maule, de 9.750 asignatarios de tierra, en 1974, el número baja a 2.061, en 1980, y apenas 640, un par de años después. La superficie en hectáreas, en manos de pequeños propietarios desciende de 225.464 a 14.632, en 1982. Hacia 1984, el 50% de las tierras entregadas por la CORA habían sido vendidas. (2).

Los nuevos actores del campo provienen del empresariado y la banca. Es el inicio del agronegocio. “La dictadura permite que el campesino venda el pedazo de tierra individual que le tocó con la Reforma e incluso promueve eso. Al no tener ese campesino ni capital, ni recursos, ni asistencia técnica, las tierras son vendidas o arrendadas a menudo por unos pocos pesos”, plantea Arnaldo Chibbaro. “Pero no se reconstituye el latifundio de antes. Se produce una inyección de capital -y con ello de tecnología- que era el elemento que faltaba. Eso lo realiza la banca o la industria. Ese capital se mete al campo con una concepción financiera: La mayor eficiencia posible por unidad de capital invertido”.

{destacado-3} Proverbial, en este sentido, es el DL 701, que bonifica la reforestación pero que, en términos reales, subsidia la plantación de miles de hectáreas con pino insigne y eucaliptus por parte de empresas privadas como Mininco y CMPC, o antiguas estatales -ahora privatizadas- como Arauco. El rol de Julio Ponce Lerou como liquidador del Complejo Maderero Panguipulli, cuyas gigantescas extensiones acabaron en un puñado de apellidos de la élite empresarial, tiene consonancia con lo anterior.

Vastas zonas del campo chileno se transformaron en lo que los estudiosos denominan un complejo agroindustrial. Plantaciones, monocultivo. Cítricos, paltas, arándanos, kiwis, especies exóticas, viñedos, flores. Mayormente para exportación. Con trabajo de temporada. También comienza el incremento de centros productores de aves y cerdos. Los censos agropecuarios de 1997 y 2007 detectarían una gran concentración de tierras en favor de los predios más grandes. Asimismo, crecían los cultivos más rentables en favor de otros. Por otro lado, los predios de gran extensión poseen mayor productividad, al acceder a tecnología y tener conexión con los mercados.

Reportaje publicado en la edición n° 214 de la revista El Ciudadano.


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