Por Mauricio Becerra Rebolledo
En todas las civilizaciones en que fue conocida, la marihuana fue parte de la farmacopea. En la tradición china se le menciona en el herbario Pen Ts’ao Ching, compilado en el siglo I pero atribuido a un legendario emperador que vivió en el año 2.700 a.C. También es mencionado en el Atharva Veda de la tradición hindú. En Occidente, Heródoto en el siglo V a.C. lo mencionaba como embriagante, siendo considerado también por los médicos de la Antigüedad, Dioscórides y Galeno como parte de su arsenal terapéutico.
En Chile las propiedades medicinales del cannabis eran consideradas en la farmacopea colonial. Aparece así en el Inventario de la Botica de los Jesuitas, realizado en 1767 en Santiago. El historiador de la medicina Enrique Laval cuenta que se usaban las semillas para preparar emulsiones dulcificantes y diuréticas. Se ocupaba también como infusión en casos de gonorrea y como emulsión en cistitis para calmar los dolores. En 1863, un informe hecho por el alienista Ramón Elguero lo incluía entre los medicamentos más usados en la Casa de Orates, abierta en 1852. El cannabis era utilizado junto al opio, la belladona, daturas y la digital. Según se desprende de las actas del Hospicio de Santiago de 1889, hasta fines del siglo XIX -por lo menos- se siguió encargando su compra en Europa como tanato cannábica.
Sin embargo, desde que en 1806 se aislara la morfina del opio, el esfuerzo de los farmacólogos fue aislar el compuesto activo de todas las especies conocidas. Varias plantas que aparecían en las farmacopeas, como la coca, la digital o la cinchona, fueron sometidas a series de procedimientos para obtener un compuesto activo. Así, en los años siguientes aparecen varios alcaloides, como la estricnina (1817), cafeína (1820), quinina (1820), atropina (1831), codeína (1832) y cocaína (1859). El siglo XIX se puede decir que fue la centuria de los alcaloides. Su aparición modificó completamente las prácticas médicas.
Así ocurrió en el campo de la anestesia, que también se ve reforzada por el desarrollo de instrumentos como la jeringa hipodérmica. Si a comienzos del siglo XIX una cirugía en el Hospital San Juan de Dios de Santiago exigía contar con dos asujetadores y mucha dosis de vino y opio, la aparición del cloroformo y el éter a partir de 1840 ampliarán las posibilidades de intervención médica. La emergencia de la morfina en la década de 1870 acabaría por consolidar esta perspectiva terapéutica basada en el uso clínico de los alcaloides. La posibilidad de estabilizar una dosis exacta que permita distinguir entre provocar un leve mareo, sueño, sedación o la muerte, significaron un gran avance para las prácticas médicas.
A diferencia de gran parte de la flora medicinal conocida hasta la época, la cannabis fue obstinada en dar a conocer sus secretos. Farmacólogos franceses desde la década de 1830 y médicos ingleses en Calcuta en 1842 intentaron extraer un compuesto activo de la marihuana sin grandes resultados. Los instrumentos y procedimientos que permitieron aislar gran parte de los alcaloides conocidos en la actualidad, no conseguían hacer familiar el principal alcaloide del cannabis.
La ausencia de un compuesto activo aislable y mesurable según los parámetros de la farmacología implicó que ya en la década de 1930 el cannabis desapareciera de las farmacopeas. También se debe considerar que las prácticas médicas no dejan de ser performativas. Recetar ungüentos o maceraciones de una planta no diferenciaba mucho a los médicos de los yerbateros ante sus clientes, en momentos en que el estamento médico está construyendo una imagen de sí como profesionales sanitarios.
CONVIRTIENDO A LOS USUARIOS EN ENFERMOS
Al mismo tiempo que el cannabis era expulsado de las farmacopeas, se comenzaba a construir una narrativa en clave de enfermedad sobre el uso de psicoactivos. Tras la masificación de la morfina en los hospitales, surge en la década de 1870 la figura del morfinómano y, posteriormente con la divulgación del uso de la cocaína como anestésico tópico, el cocainómano. Ambas figuras concurrieron para la emergencia del toxicómano como una categoría diagnóstica psiquiátrica, propuesta por el alienista francés Paul Sollier en 1899. Esto implicó que el enganche producido por la morfina modelaría en adelante como grilla de inteligibilidad el uso de cualquier sustancia extraña a Occidente o las producidas por el desarrollo de la química de síntesis.
Concebir cualquier uso de psicoactivos como toxicomanía permitió a la psiquiatría, disciplina que a fines del siglo XIX se estaba consolidando como especialidad médica, tener una nueva conducta que reclamar como categoría diagnóstica. Desde este momento en el pensamiento de las sociedades occidentales cualquier modificación de la conciencia producida por embriagantes o psicoactivos es relacionado con una proximidad a la locura. En el caso particular del cannabis, la idea había sido esbozada en 1845 por el alienista francés Moreau de Tours, quien tras experimentar hachís lo concibe como una ventana a la locura. En su comprensión, bajo los efectos del hachís podía sentir lo que era estar en la mente de un loco.
Este encuadramiento marcará hasta el día de hoy la mirada de los médicos respecto del uso de cannabis. Dicha forma de comprender el uso de la planta estableció para la profesión terapéutica unos límites cognitivos incapaces de desenfocar dicha perspectiva ante el uso de la marihuana, concibiendo a los usuarios en el territorio de las enfermedades mentales.
En 1925, a instancias de EE.UU., el Convenio de Ginebra incluirá al cáñamo dentro de las sustancias a controlar, junto a los derivados del opio y la cocaína. En 1936 un folleto editado por la Asociación Internacional de Educación sobre Estupefacientes dice que “el consumo de marihuana produce una rápida degeneración física y mental, depravación lujuriosa e inclinaciones irrefrenables a la violencia y el asesinato sin motivo”. Otro señalaba que “es un terrible narcótico, fumado por los criminales y otra gente depravada”.
Asistimos a una campaña montada contra la marihuana, cuyo principal impulsor era H. J. Anslinger, jefe del Federal Bureau of Narcotic de la política americana entre 1928 y 1962. La ‘cruzada’ se levantó en un fondo de opinión pública formateado por las cadenas de periódicos de William R. Hearst, quien diseminó relatos que dibujaban a mexicanos o negros violentos tras consumir marihuana.
El cine fue también utilizado en la campaña contra el cannabis. En 1936 se estrena la película Marihuana de Dwain Esper, que es la historia de un grupo de jóvenes que tras fumar cannabis se vuelven criminales. Ese mismo año, Anslinger encargó otra película a Louis Gasnier, Reefer Madness, con similar guión. Sus sermones cristalizan en la Marihuana Taxt Act de 1936, primera legislación en el mundo destinada a prohibir el cáñamo. El salto mundial de dicha legislación se dio en 1961 en la Convención Única de Drogas de las Naciones Unidas, cuando se legisla para eliminar en los próximos 25 años el uso del cannabis en el mundo.
Es importante considerar que la emergencia del usuario de marihuana como problema médico se dio en un contexto dominado por la eugenesia, doctrina tendiente a producir cuerpos sanos y vigorosos a través de intervenciones biológicas y que tuvieron su principal expresión en la medicina nazi a partir de 1933.
El modelo biológico de producir un antígeno para el combate de enfermedades también se empieza a ocupar para dimensionar cuestiones sociales. Pese a la condena del nazismo y sus doctrinas cientificistas, el enfoque y la retórica utilizada para encuadrar a otros grupos sociales persiste en los discursos médicos al momento de referirse a las drogas. El anhelo de ‘un mundo libre de drogas’, colocado desde la década de 1990 como objetivo de Naciones Unidas, evidencia que de fondo la guerra contra las drogas persigue el ideal de una comunidad pura.
EL REVIVAL DEL CANNABIS MEDICINAL
Pese al cerrado rechazo al cannabis de gran parte del estamento terapéutico, núcleos de científicos dispersos en el mundo no se dejaron empapar por los prejuicios y se afanaron en investigar sobre la planta. Uno de esos núcleos era el laboratorio del químico israelí Raphael Mechoulam, quien en 1963 consigue aislar un compuesto activo del cannabis, el tetrahidrocannabinol (THC). Él mismo cuenta que para conseguir encontrar lo que hasta ahora se reconoce como el principal compuesto activo con efectos psiconáuticos, fue necesario el desarrollo de instrumentos y procedimientos de laboratorio, muy lejanos a los que hicieron posible la química de síntesis del siglo XIX.
El hecho de que en las últimas décadas recién el cannabis se abra a revelar sus propiedades medicinales da cuenta más de los límites cognitivos, instrumentales o procedimentales de una época, que de ausencia de propiedades terapéuticas. El neurólogo Ethan Russo comenta que la falta de estandarización, los problemas de biodisponibilidad y, en última instancia, la prohibición, fueron factores que impidieron desde fines del siglo XIX las investigaciones en cannabinoides, algo que recién se reanudó en la década de 1970 con trabajos tanto de laboratorio como del entorno clínico.
El exilio de las farmacopeas durante la primera mitad del siglo XX, dado por no poder estabilizar una dosis, cambió en la actualidad a un intenso interés por los cannabinoides. Mechoulan mismo destaca que no hay laboratorio farmacéutico en el mundo que no esté realizando pesquisas en torno de ellos. A su juicio, “la marihuana es un tesoro medicinal recién en proceso de descubrimiento”.
Hasta el momento se ha descubierto que la cannabis tiene más de 500 compuestos, entre los cuales hay aproximadamente unos 120 cannabinoides. La identificación del sistema endocannabinoide, trabajo también realizado por el grupo de investigación de Mechoulan; de la anandamida como neuromodulador y de la existencia de receptores cannabinoides en diferentes sistemas -como el nervioso, cardiovascular, digestivo, respiratorio y esquelético-, orientan en la actualidad interesantes investigaciones.
En los últimos años en varios estados de EE.UU. se ha legislado para permitir el uso medicinal. También ocurre lo mismo en Uruguay, Canadá, Israel y varios países europeos, como Portugal y Alemania. En Chile el uso medicinal está permitido por la Ley de drogas, pero ocurre que varios cultivadores han sufrido el acoso policial y la incautación de sus plantas. Para regular esto, la diputada Karol Cariola (PC) promovió la Ley Cultivo Seguro junto a organizaciones de pacientes como Mamá Cultiva y la Fundación Daya, proyecto de ley que tras ser aprobado en la Cámara está en proceso de discusión en la Comisión de Salud del Senado.
FABRICANDO LA EVIDENCIA CIENTÍFICA
En medio del debate parlamentario sobre el cannabis medicinal fue publicado en 2018 un estudio sustentado en Medicina Basada en la Evidencia (MBE), que retira todas las propiedades terapéuticas del cannabis en 80 enfermedades. Realizado por la Fundación Epistemonikos, fue publicitado como la mayor recopilación de evidencia científica a nivel mundial sobre las propiedades medicinales del cannabis. Su vocero, el médico de la PUC Gabriel Rada, sentencia en una columna publicada en prensa que “no existe ninguna condición en la cual los beneficios del uso de cannabis o productos derivados sean superiores a sus efectos adversos y riesgos”.
Es de perogrullo que cualquier persona ante un problema de salud va a querer que las prácticas terapéuticas que emprenderá sean basadas en la mayor evidencia científica disponible. En eso no hay duda. El problema es quién determina esa evidencia. Quién se coloca a partir de qué atribución y utilizando qué tipos de mecanismos para decir qué terapéutica es respaldada en la evidencia y cuál no. La publicación de la Fundación Epistemonikos, al reducir la discusión sobre el cannabis medicinal a lo posible de comprobar por un estudio de MBE realizado por ellos mismos, persigue monopolizar el debate, autoestableciéndose como única autoridad científica.
En la década de 1970 se consolida en Inglaterra la MBE (del inglés evidence-based medicine). Uno de sus principales promotores fue el médico escocés Archie Cochrane, quien aboga por el ajuste de las ciencias biomédicas a estudios randomizados, lo que implicaría una medicina más efectiva y eficiente basada en ensayos controlados aleatorios. Al mismo tiempo se producen bases de datos de revisiones sistemáticas. Dicho ideario cuaja con la creación del Centro Cochrane en Oxford y una red de colaboradores en el mundo, del que forma parte Epistemonikos.
Si bien es de gran importancia producir un padrón que permitiera dirimir entre estudios bien realizados y cuáles no en las ciencias biomédicas, esta búsqueda de ‘objetividad’ está de igual forma atravesada por intereses ideológicos, políticos y económicos. En un análisis dedicado a la MBE en la prevención y el tratamiento del accidente cardiovascular (ACV), Angel Chamorro y otros médicos plantean como elementos preocupantes de la MBE el tono positivista que impregna sus discursos; el eventual reforzamiento de un modelo de medicina radicalmente reduccionista de la realidad biopsicosocial del ser humano a su dimensión meramente biológica y a menudo ‘troceada’ del cuerpo; y, por sobre todo, su posible utilización perversa por los gestores de políticas sanitarias de inspiración neoliberal, o por la ilimitada avidez de las compañías privadas de seguros médicos.
Epistemonikos se apropia del concepto ‘evidencia’. La psiquiatra e investigadora en bioética de la Universidad de Montreal, Mona Gupta, en su análisis de la MBE en psiquiatría, detalla que en dicho campo se produce una operación similar a la que realiza Epistemonikos respecto del cannabis: se resume a que tienes un grupo de personas que toman el control de un área profesional, reclaman la propiedad de la misma y también se apropian de la terminología persuasiva en ese campo.
El estudio de Epistemonikos justamente defiende que la evidencia sobre el cannabis no la pueden dar pacientes o sus familiares que experimentan una mejora de sus síntomas, sino que debe ser realizada por estudios de MBE. Es decir, instituciones grandes como laboratorios o centros de estudio son los únicos autorizados a enunciar un discurso científico sobre el cannabis.
Carlos Ibáñez, director de la Sociedad Chilena de Neurocirugía, Psiquiatría y Neurología (Sonepsyn), representa esta perspectiva biomédica que reduce la efectividad del cannabis experimentada en pacientes y sus cercanos. En una columna sostuvo que “los médicos y científicos no descalifican la experiencia personal de alivio de algunas personas al consumir marihuana. Sin embargo, hacen hincapié en que esas experiencias individuales no constituyen sustento suficiente para definir una política pública sanitaria, ni para que los médicos comiencen a prescribir marihuana a sus pacientes cuando la ciencia lo desaconseja”.
Es importante considerar además que la ausencia de evidencia científica que acusa Epistemonikos respecto del cannabis, no implica que la especie no posea efectividad terapéutica. Gran parte de nuestras decisiones en salud no están basadas en un saber producido por la MBE y el recurrir a profesionales de la salud es una opción que aparece cuando hemos agotado nuestra experiencia o de nuestro entorno. Además los parámetros de muchos estudios de MBE a veces impiden llegar a evidenciar resultados satisfactorios. La ausencia de evidencia presentada no sólo tiene que ver con los prejuicios sobre el cannabis, algo que depende de los reducidos esquemas cognitivos de un sector importante de los médicos chilenos. También la posibilidad de comprobar la efectividad de un medicamento está determinada por preguntas mal formuladas en la investigación, problemas metodológicos o las capacidades de los instrumentos.
La estrategia discursiva de Epistemonikos se basa en omitir estudios que otorgan considerable importancia a los efectos positivos del cannabis, minimizar la evidencia relevante y contrastarla siempre con efectos adversos que serían más dañinos. Según su revisión sistemática no hay suficiente evidencia de que el cannabis estimule el apetito en pacientes con el síndrome de emaciación (wasting), asociado generalmente al VIH/SIDA; tampoco respecto de sus cualidades antieméticas en el control de náuseas y vómitos inducidos por quimioterapia; o en el glaucoma ocular, respecto del cual afirman que “la certeza de la evidencia es baja”.
En abril de 2018, cuando fue difundido a través de los medios masivos, el estudio de Epistemonikos movilizó inmediatamente el respaldo entusiasta del corporativismo médico. Pese a tratarse de una revisión sistemática de metaanálisis que se despliega en más de una decena de artículos que suman varias páginas que revisar, con pocas horas o a lo más algunos días varias sociedades médicas apoyaron el estudio, como la tradicional Sonepsyn.
CANNABIS MEDICINAL Y NUEVAS PRÁCTICAS TERAPÉUTICAS
En marzo de 2019 fue presentado un ‘Manifiesto de apoyo a las investigaciones con cannabis y al tratamiento con sus derivados’, firmado por cerca de 200 profesionales biomédicos. El documento salió al paso de la supuesta evidencia científica que Epistemonikos reclama sobre el uso medicinal de la planta. Los investigadores y médicos llaman la atención de las autoridades respecto de la importancia del cannabis como medicina, su aceptación entre las alternativas terapéuticas disponibles y el reconocimiento de la experiencia de los pacientes en la formulación de políticas de salud.
El manifiesto parte por lamentar el estado actual del cannabis en el listado de drogas prohibidas y las “formas de hacer ciencia basada en prejuicios y cuyo objetivo es aportar argumentos para fortalecer la penalización del cannabis y desincentivar las investigaciones científicas”, esto en directa alusión al estudio de Epistemonikos.
Los puntos principales del manifiesto son un llamado a los gobiernos y parlamentos del continente a propender a facilitar el acceso al cannabis medicinal; estimular el desarrollo de investigaciones sobre los usos terapéuticos del cannabis; y detener la persecución a científicos que investigan en cannabinoides y a usuarios de cannabis medicinal.
También el manifiesto hace un llamado a respetar y considerar las experiencias y saberes de los pacientes. Sostiene que “la incorporación de las vivencias de los pacientes abre nuevas dimensiones para mejorar las prácticas clínicas. El hecho de que muchas personas hoy estén produciendo su propia medicina a contrapelo de los intereses de importantes poderes científicos, que buscan hegemonizar el saber, no puede ser contestado con un cierre epistémico de la discusión basado en una supuesta autoridad científica que niega la experiencia de los pacientes y sus familiares. La controversia médica respecto del cannabis debe implicar tanto a los pacientes como a los investigadores bajo un principio de simetría y no generar relaciones verticales basadas en una supuesta experticia alejada de prácticas de cura concretas”.
Entre las organizaciones adherentes destacan dos universidades federales de Brasil, la Universidade Federal da Paraíba (UFPB) y la Universidade Federal de Juiz de Fora (UFJF); y organizaciones de pacientes de Argentina, Brasil, Chile, México, Paraguay y Uruguay.
Una de las promotoras del manifiesto, la psiquiatra brasileña Eliane Nunes, considera que todavía en el estamento médico hay prejuicios tras décadas de prohibición. “La academia aún no discute esa temática con la propiedad que merece, reproduciendo la idea instalada del cannabis como dañino para la salud”, sostiene.
Nunes es enfática en señalar que “el discurso prohibicionista llevó a una formación de clínicos que desconocen las propiedades médicas del cannabis y los recientes avances sobre cannabinoides”.
Patricio Silva, médico de Fundación Daya, sostiene que “en Chile no hay Escuela de Medicina que entregue formación en endocannabinoides y aplicación terapéutica de cannabis. Algunas universidades puedes incluirlo de forma muy superficial en asignaturas como Fisiología, pero no llegan a la aplicación clínica, que es un muy buen primer paso para derribar prejuicios de parte de los futuros médicos y personal de salud. Creo que aún queda mucho por recorrer para llegar a utilizarla abiertamente como una opción terapéutica segura y eficaz”.
Respecto de su interés en el cannabis, sostiene que fue autoformativa, junto al estudio de material bibliográfico, revisión de publicaciones científicas y la experiencia con pacientes. Eliane, por su parte, trabaja en drogas hace más de 30 años y dice tener abertura para escuchar las demandas que llegan a la clínica. “Me enfrenté en los últimos 5 años con muchos casos sin resolución que mejoraron mucho a partir de la osadía de los familiares de usar la planta”, nos cuenta.
Silva considera que para él fue fundamental para cambiar el enfoque acostumbrado en las escuelas de medicina, su interés especial por la mirada de reducción del daño con respecto a sustancias y fármacos. “Me preocupé por ver alternativas diversas al prohibicionismo y juicio moral de los médicos con sus pacientes a la hora de conversar de sustancias, dentro de las cuales se encuentra la cannabis, imponiéndose como una nueva alternativa para complementar en el arsenal terapéutico del dolor y otros síntomas como rigidez, espasticidad, náuseas y vómitos en pacientes sobrellevando quimioterapia, ansiedad, síntomas de síndrome de estrés post traumático, entre otros más”.
La Fundación Daya en sus seis años de existencia ha dado atención a más de 25.000 pacientes. Silva detalla que entre los motivos de consulta, “un 60 por ciento es por dolor crónico oncológico y no oncológico, otro 30% por causas neurológicas y un 10% restante se distribuye entre salud mental, afecciones dermatológicas y otras”.
El uso de cannabis ha modificado las formalidades terapéuticas. Silva cuenta que en la Fundación Daya se puede “contrastar una atención basada en la enfermedad versus atención basada en el paciente”. La consulta implica la participación de un terapeuta que orienta la entrega de información sobre el sistema endocannabinoide, la Ley 20.000 y formas de administración de cannabis. También se solicita al paciente la documentación de historia clínica. Luego comenta que se evalúan hábitos como dieta, calidad de sueño y funcionalidad. “Se orienta a empoderar al paciente para que se eduque y tenga la mayor cantidad de conocimiento para el manejo de su patología y finalmente se entrega indicación con respecto a su terapia con cannabis”, destaca.
El médico considera que “la medicina occidental actual se orienta al tratamiento de la patología, en vez de promover hábitos de vida saludable para evitar enfermar; así vemos cómo el espíritu consumista, de solo comprar la solución en la farmacia, ha invadido las salas de atención médica”.
La psiquiatra Eliane Nunes es optimista respecto del cambio que significa para las prácticas terapéuticas la discusión respecto del cannabis. Si bien reconoce que para muchos médicos les cuesta salir de esquemas clásicos, la apertura implica “mucho intercambio de información que puede ser vivenciado a partir de la relación con los pacientes”. Hace una pausa y comenta: “creo que nos obliga a pensar en una nueva clínica”.
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Reportaje publicado en la edición nº 233 de la revista El Ciudadano.