Los rostros que habitan el verdadero infierno

Una visita a los indigentes que viven bajo los puentes de Concepción de un periodista de La Diagonal da cuenta de otro mundo, muy distinto al de las cámaras que criminalizan o al asistencialismo de los ‘jóvenes bien’ que les dan un café y un pan un vez a la semana


Autor: Mauricio Becerra

Una visita a los indigentes que viven bajo los puentes de Concepción de un periodista de La Diagonal da cuenta de otro mundo, muy distinto al de las cámaras que criminalizan o al asistencialismo de los ‘jóvenes bien’ que les dan un café y un pan un vez a la semana. Un relato crudo, con frío y destemplado.

No tuvieron que cometer grandes pecados, ni desobedecer los no sé cuántos mandamientos ni idolatrar falsos dioses. Nada de aquello. Esta condena fue mucho más simple y rápida: sobrevivir bajo los puentes, en un mundo que en ninguno de los casos imaginables puede ser denominado como humano.

Estaba decidido. En reunión de pauta ni siquiera hubo disenso, es más, se vociferó que debía ir en portada. Algunos de los presentes habíamos sido testigos en un día cualquiera de lo que acontecía bajo la luz cotidiana del puente que conecta Concepción con Lorenzo Arenas. Claro, ese que se eleva por sobre la Plazoleta Padre Hurtado y viene a conectar con Avenida 21 de Mayo. Y donde más de uno de nosotros se había quedado viendo incrédulo por minutos varios las inconcebibles escenas que se daban vida  -como si nada- debajo del mencionado paso nivel.

No era un lugar muy amistoso, por decirlo de alguna manera. Se corría la voz de que era un sitio peligroso. Hasta resonó la idea de que fuéramos junto a las personas del Hogar de Cristo que en horas de la noche van a repartir pan y café caliente al sector. Estaba concluido, el que se embarcaba en dicha empresa tenía que ir acompañado. Y así fue.

DESCENDIENDO A LOS ABISMOS

Nos reuníamos en Prat con Maipú. Eran pasadas las 14.00 horas de un día de semana de abril, era martes. Había un sol de los mil demonios y la sed hizo que nos estacionáramos en un boliche cercano a comprar algo para beber. Mientras llegaban y llegaban estudiantes de una joven universidad cercana al lugar, nosotros trazábamos líneas sobre lo que haríamos si ocurrían ciertas suposiciones que nos acosaban desde hacía unos minutos. No había vuelta atrás, si ello pasaba sólo quedaría improvisar.

Seguíamos el rumbo. Llegábamos a la Plazoleta Padre Hurtado y nos insertábamos por debajo del puente acompañados únicamente de la línea del tren. El paisaje comenzaba a tornarse desolado y más allá podía verse una suerte de preludio para lo que veríamos luego. Un tipo desnudo de la cintura hacia arriba nos miraba decididamente de lejos. Se encontraba a un costado de unos vagones de trenes arrumbados dando una atmósfera aún más periférica al sector.

Por fin dábamos con el sitio que buscábamos. Ahí se encontraba, debajo del puente, como incrustada, como esas guaridas de arañas que apretujadas están en algún rincón de la pared. Latas viejas y roñosas, tablas de diferentes colores, cordeles amarrando otras cuantas y bolsas colgadas se lograban apreciar a simple vista. Era lo que en definitiva daba forma a una casa, una casita o una casucha, si es queremos ser positivos. Estaba silenciosa, oscura, completamente oculta, con dos alambres que cruzados en la puerta nos comunicaban que no tenía moradores. Nos acercamos y lo confirmamos: se encontraba vacía, salvo un perro apresado del cuello que ya comenzaba a ladrar.

Esperamos un par de minutos. Nada. No obstante, de un momento a otro vimos que una persona haciéndonos señas desde unos cien metros venía caminando hacia nosotros. Era una mujer, que a medida que se acercaba nos gritaba algo que simplemente no podíamos entender. Tampoco sabíamos si sus intenciones eran amistosas o no. Lo único que percibíamos era que venía a paso lento tambaleándose de un lado a otro  por la línea férrea, que aparentaba unos cincuenta y cinco años y que estaba entre otras cosas desaseada. Por fin llegaba y la saludábamos.

ARDIENDO EN EL FUEGO ETERNO

Murmulla con palabras casi inteligibles. Cuando atinamos a preguntarle algo se pone las manos en el rostro y se larga a llorar para desconcierto nuestro. No hay duda, viene bebida y después de tratar de explicarle en qué andamos nos encamina a su inusual morada instalada a unos cinco metros de altura de la línea del tren. “Por aquí papito” me dice y ya intuimos que mal no nos tratará, mientras subimos por entre los pilares que sujetan el Padre Hurtado.

Se llama S i l v i a   R o s a   M a t a m a l a   Z a m b r a n o; tal cual, así lento –como tetando de recordar- nos deletrea nombres y apellidos. Al llegar arriba podemos ver una batea con algunas prendas a medio lavar, unos carbones sobre una parrilla, unos tomates podridos más allá en el suelo rodeados de un par de panes visiblemente duros. Hay olor a deposiciones de animal, las cuales no sabemos si de son de los tres gatos que andan dando vueltas por el lugar o del quiltro que ya se acostumbra a nuestra presencia y deja de ladrarnos. Desenreda uno a uno los cables que hacen de candado en la puerta y con un “papito esta es mi casa” nos invita a que entremos.

El espectáculo es desolador, tristemente inconcebible. A la izquierda un colchón de no más de una plaza desnudo y saturado de manchas, al fondo ropa dispuesta sobre unos palos que se anteponen entre telas de arañas y unas húmedas y oscuras paredes de cemento; al centro, imprimiendo la única cuota de vida en esa suerte de caverna, una docena de moscas se agitan al momento de internarnos. Cuando le pregunto cómo lo hace para alimentarse, se dirige a un rinconcito, abre dos bolsas y nos muestra su despensa. Un surtido de cebollas, tomates, algunos panes, papas y un par de frutas ya bastante pasadas se ven en el fondo del plástico. “En la feria son buenos conmigo, todos me quieren, siempre me dan alguna cosita”, nos relata como si lo que acontece fuera lo más normal del mundo. Sin embargo, la realidad vuelve a sacar la voz nuevamente-cuando le pregunto si tiene algún familiar que la pueda ayudar- y le arrebata otra oleada de profusas lágrimas.

– ¿Nos puede contar por qué llora?

– Es que mi hija….mi hija, no me viene a visitar.

-¿Y ella sabe que usted vive aquí?

– Si, pero no le interesa, y la echo de menos, tuvo una guaguita. Vive con su esposo en Hualpencillo y hace tiempo que no la veo.

-¿Y alguien se ha acercado a ayudarla, gente de la municipalidad, alguna autoridad?

-No, nadie, una vez me prometieron una mediagua, pero pasó el tiempo y nunca me la dieron.

Y el verbo fue enajenar

Después de confesarnos que antes de venirse a la casa se andaba tomando “una cañita de copete en una picá allá arriba” tratamos de inmiscuirnos un poco más en su vida cotidiana. Nos cuenta que lleva más de un año sobreviviendo debajo del puente, que tiene un conviviente que en ese momento no está porque “anda haciendo unos trabajos, parece que en la construcción”, que todas las mañanas hace “jueguito con el carbón, calienta la tetera y se prepara lo que tenga” o que “a veces va a ayudar a los vendedores de flores del cementerio para que le den unas monedas”, entre otras cosas.

Como si todo fuera poco, cuando nos internamos en puntos que para cualquiera pueden ser triviales y sabidos, para ella definitivamente no lo son. Como para tantear el terreno le pregunto ¿dónde vivía antes de llegar aquí?, y mirándonos un buen rato, como pidiéndonos ayuda, nos dice que “allá cerca del cementerio, al lado del cementerio”. Sigo en esa dirección y le pregunto si sabe en qué año estamos. La misma cara de desconcierto, los mismos o más segundos de espera mirándonos de reojo y finalmente mueve la cabeza de un lado a otro. Tampoco sabe.  ¿Y recuerda cuántos años tiene? y la escena se repite. Tampoco. Luego como si una ráfaga de conocimiento la alcanzara dice “cincuenta y ocho, ochenta” ¿ochenta años? le cuestiono…Sí, ochenta confirma. ¿Y sabe que ahora usted tiene una presidenta que es mujer, la conoce?… Y como si se tratara de un espectáculo chocante, siniestro, sombrío, nuevamente vemos moverse su cabeza de un lado a otro sumado a unos gestos de extravío. Fue la última pregunta. No tenía sentido seguir picoteando allí.

Ya eran cerca de las 15.30 horas y varias personas que pasaban a píe por el Alberto Hurtado nos miraban extrañadas de que estuviésemos ahí. Nuestra anfitriona nos preguntaba la hora y decía que debía irse a ver unas cosas al cementerio, sin antes agradecernos con una sonrisa tristona el que la hayamos ido a “visitar”. En tanto, mientras bajábamos yo no podía dejar de preguntarme dónde estaban todos esos partiduchos políticos que van con el pecho en alto, orgullosos de saberse defensores de los derechos humanos, o esos otros que se aglotonan la boca con un discurso que definen como cristiano en un par de abrazos los domingos por la mañana.

Y todo seguía igual. Nosotros volvíamos a las céntricas calles penquistas. Y la señora Silvia se perdía nuevamente a lo lejos, tambaleándose de un lado a otro, por las férreas líneas del tren.

Por Douglas Alarcón I.

LaDiagonal.cl


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