La respuesta de los gobiernos a los migrantes en un contexto de creciente estigmatización hacia los foráneos, a los que se les suele responsabilizar de los males sociales locales –o, cuando menos, de su agravamiento–, ha devenido en justificación para aprobar leyes antiinmigración, implementar políticas de seguridad cuestionables y militarizar sus fronteras para detener los flujos ilegales.
El argumento que se esgrime es que los extranjeros, en su mayoría en condiciones de pobreza y que provienen de los países del Sur global, son responsables del incremento de la criminalidad, explica Zhandra Flores en un reportaje de RT.
Medios de comunicación, gobiernos y líderes políticos suelen hacerse eco de esta aparente causalidad, pese a que de momento no existen datos que la comprueben, algo que ha sido denunciado insistentemente por diversas organizaciones de derechos humanos, incluyendo Amnistía Internacional.
América Latina no es ajena a estas doctrinas aporofóbicas aplicadas en el Norte global desde hace varias décadas, a pesar de que los migrantes internacionales representan apenas el 2,3 % de la población, es decir, cerca de unos 14 millones, según las cifras más recientes de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM).
Así, países como Perú, Chile, Ecuador, República Dominicana, Honduras, Guatemala o Colombia informan de un deterioro en sus índices de seguridad ciudadana que achacan, con frecuencia, a bandas de crimen organizado de procedencia extranjera o a migrantes irregulares.
Discriminación hacia venezolanos
La cifra de venezolanos en el exterior es difícil de determinar con precisión. Algunos datos, emanados de organismos como la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur), son controvertidos y difieren de las estimaciones del Gobierno de Nicolás Maduro.
Caracas ha denunciado que el estimado que han dado organizaciones internacionales y gobiernos sobre el número de venezolanos en el exterior se ha inflado deliberadamente por razones políticas. El canciller Yván Gil ha criticado la «manipulación de las cifras relacionadas con movilidad humana, con la finalidad de captar recursos financieros no sometidos a rendición o auditoría».
Sea como fuere, muchos de los países que albergan a venezolanos han apelado en algún momento a un discurso que criminaliza la migración y han anunciado o adoptado medidas de seguridad discriminatorias contra ellos.
Culpabilización en Bogotá
En Colombia, donde Acnur estima que residirían unos 1,7 millones de venezolanos, la alcaldesa de Bogotá, Claudia López, los ha culpabilizado en numerosas ocasiones por crímenes sucedidos en la capital.
El último episodio se produjo el pasado 28 de junio, cuando la burgomaestre aseguró que 15 personas venezolanas detenidas en un operativo pertenecían al Tren de Aragua, una banda criminal surgida en el centro de Venezuela. La especie fue desmentida por el Gobierno del presidente Nicolás Maduro, pero López no se retractó.
En noviembre de 2020, López acusó a los venezolanos de «hacerle la vida de cuadritos» a los bogotanos y como descargo replicó que «hay un 20 % de participación de venezolanos en los robos», aunque no ofreció detalles del origen de la cifra ni presentó documentación que la respaldara.
En agosto de 2021, arremetió nuevamente contra los migrantes de Venezuela, cuando propuso la creación de un comando especial para «combatir bandas criminales que involucran a la población migrante«.
La medida no se implementó, pero sus palabras no son inocuas. Una comisión especial de la Asamblea Nacional de Venezuela para investigar los crímenes perpetrados contra migrantes venezolanos en la última década, logró documentar 4.918 asesinatos hasta agosto de 2022, aunque no se han hecho públicas ni las totalizaciones por país ni la actuación de las autoridades locales en cada caso.
Migrantes: chivo expiatorio en Chile
El Instituto Nacional de Estadísticas de Chile refiere que al cierre de 2021, cerca de 1,48 millones de personas de origen extranjero residían en el país, de los cuales, los nacionales de Venezuela, Perú, Haití, Colombia y Bolivia representan los colectivos más numerosos. De estos, poco más de un tercio serían venezolanos.
Los datos oficiales indican que los foráneos representan el 8,4 % de la población. No obstante, estas estimaciones son parciales, pues la contabilidad solamente incluye a quienes han tramitado sus permisos de estancia.
El pasado octubre, en una mezcla combinada de alegatos sobre el control fronterizo, la regularización migratoria y el deterioro de los niveles de seguridad, el presidente Gabriel Boric, instó a los migrantes que residen en suelo chileno sin contar con los documentos exigidos por la ley a regularizar su situación, porque de lo contrario, tendrían que marcharse.
«A los que estén en situación irregular: o se regularizan o se van. Y los que cometen delitos directamente se tienen que ir, acá no hay nadie que vaya a estar encima de la ley», dijo en una intervención, en la que recalcó que no podía permitir que «la delincuencia» se apoderara del país.
Meses más tarde, el gobernante matizó sus expresiones y exhortó al pueblo chileno a no confundir «a todos los migrantes con delincuentes», aunque formuló el comentario en el contexto del anuncio de nuevas medidas para frenar los flujos migratorios por vías ilícitas y en medio de lo que calificó como una «crisis de seguridad» derivada del asesinato de tres agentes de la fuerza pública en un lapso breve.
Adicionalmente –y en coordinación con el Gobierno de Dina Boluarte en Perú–, Chile decidió en marzo militarizar la frontera común. El objetivo, sostuvieron ambos mandatarios, era preservar el control territorial y frenar la migración irregular.
La decisión derivó en una crisis donde unas 300 personas, principalmente venezolanas, se quedaron atrapadas en tierra de nadie, porque se les impidió el paso en el puesto fronterizo de Tacna (Perú) y no podían devolverse al territorio chileno.
En abril de 2023, el fiscal general de ese país, Ángel Valencia, equiparó tácitamente a migrantes y delincuentes al afirmar que según datos de la Fiscalía del Centro Norte de Santiago, «entre el 35 % y 40 % de detenidos cada día son de nacionalidad extranjera».
Asimismo, en el marco de la presentación de su cuenta anual, Boric apuntó de nuevo al tema de la migración y recalcó que en su gestión se ha avanzado significativamente «en retomar el control de la frontera norte» con la participación de las Fuerzas Armadas.
«En esto tenemos que ser claros, sin fronteras seguras no hay Estado y las nuestras en el norte habían colapsado gravemente», alegó, en referencia a los asentamientos irregulares de migrantes en la Región de Arica.
Los grandes olvidados
En contraste con la visibilidad mediática que han obtenido los migrantes procedentes de Venezuela en el último lustro, sus pares de Haití apenas aparecen en los titulares.
El Ministerio de Relaciones Exteriores de República Dominicana comunicó en 2020 que había «alrededor de medio millón […] de inmigrantes haitianos indocumentados […], la mayoría trabajando en la construcción, en la agricultura y el servicio doméstico».
La respuesta del Gobierno del presidente Luis Abinader ha sido levantar un muro a lo largo de los 380 kilómetros de la frontera común, en replicación de la política de cercos hacia vecinos poco deseables, por el motivo que fuere.
Mientras, el Grupo de Apoyo a Repatriados y Refugiados de Haití asegura que solamente en 2022, Santo Domingo deportó a 160.000 haitianos, de los cuales 60.000 pisaron la prisión antes de ser expulsados.
Por su lado, el alcalde dominicano de Dajabón, Santiago Rivero, dijo a France24 que «el muro también tiene la ventaja de que va a evitar el tráfico de motocicletas y vehículos, y el tema del narcotráfico», al tiempo que recalcó que no era «discriminatorio» y que se inscribía en el derecho de cada país «a cuidar su frontera». «Lo han hecho los EE.UU., ¿por qué nosotros no?«, destacó.
El maltrato hacia los migrantes haitianos y los controles migratorios excesivos para los nacionales de ese país antillano, no son cosa exclusiva de República Dominicana.
La Organización de Naciones Unidas denunció el pasado abril que estas prácticas, extendidas por todo el continente americano, tienen un componente innegablemente racista.
En particular, el Comité de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) para la Eliminación de la Discriminación Racial solicitó a los países americanos «poner fin a las expulsiones colectivas» de personas migrantes de origen haitiano y tomar medidas concretas para protegerlas.
Militarización y negocio migrante
Acaso desprevenidamente, el alcalde de Dajabón puso el foco en un punto clave: los países latinoamericanos y caribeños han hecho de la política basada en cercos, trabas legales, muros, militarización y criminalización de la migración implementada por EE.UU., su modelo a seguir.
No obstante, como advierte la organización InSight Crime en un reciente informe, estas medidas «han creado un mercado negro de tráfico de personas cada vez más lucrativo», pero no han frenado las llegadas a la frontera.
Cálculos basados en información oficial de EE.UU. apuntan que el negocio alrededor de la migración facturó al menos 12.000 millones de dólares en 2022, si se considera que al menos 1,2 millones de migrantes pagó unos 10.000 dólares a los traficantes para cruzar al otro lado del muro.
De su parte, la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos advirtió a inicios de 2021 que el incremento de los controles fronterizos y el uso de la fuerza pública para enfrentar a los migrantes no constituía ninguna solución y, en cambio, los exponía a las redes de crimen organizado.
En adición, la política de ‘tercer país seguro’ adelantada por la Casa Blanca, y que incluía acuerdos con El Salvador, Honduras y Guatemala para que solicitaran asilo desde Centroamérica sin hacer el viaje a EE.UU., tampoco ha rendido los frutos prometidos.
Alentados por información inexacta, muchos migrantes han emprendido largas caminatas hacia México para toparse con lo mismo que les esperaría en el norte: una frontera altamente militarizada.
Entretanto, los Estados receptores se afincan en el derecho a defender su territorio de las amenazas contra su seguridad, categoría en la que han venido encajando, de más en más, los migrantes en situación de pobreza.
El comprobado fracaso de esta política no ha desestimulado la migración, pero sí ha abierto el compás para que las organizaciones criminales se lucren con la desesperación de millones de personas, que año a año, emprenden caminos cada vez más peligrosos con la esperanza de encontrar una vida mejor fuera de la tierra que los vio nacer.
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