Por Álvaro Bustos Barrera
Entrando por calle José Victorino Lastarria y llegando al número #11, se encuentra la Fuente de Soda y Shopería Torremolinos. Uno de esos lugares emblemáticos y clásicos del centro de Santiago que guardan mil historias y donde de seguro más de alguna vez entraste a almorzar y disfrutar de una reponedora cazuela, una carne mechada con tallarines, arroz o puré o unas prietas con papas cocidas, porotos granados, escalopas, pescada frita o sánguches varios, en una plancha que suele permanecer encendida casi 24/7.
Hace unas semanas mientras planificaba mis vacaciones, me encaminé a paso raudo y seguro hacia este tradicional lugar, pues debía hacer un trámite en la cercanía del barrio Lastarria y tomé la sabia decisión de visitar esta picada que años atrás conocí gracias a un querido y recordado profesor universitario de nombre Francisco Bustamante (QEPD).
Traspasé la antigua cortina metálica de entrada y eché una ojeada rápidamente por el interior. Lo primero que vi fue a un hombre de unos 70 años de edad, pelo cano y voz de mando, quien supe después es el dueño, don Roberto Opazo. A su lado, una antigua caja registradora que luce intacta, la barra y sus característicos pisos fijos, un par de mesas para dos y luego, a mano izquierda, un pequeño espacio con mesitas de melamina para sentarse.
De pronto se acercó una señora de unos 60 a 65 años de edad, vestida con delantal rojo, menudita, mascarilla negra, mandil y un pañuelo que recubría su cabello rizado. Buenas tardes me dijo y antes de yo responder, me indicó una pizarra blanca donde podía elegir qué almorzar. “Acá tiene los platos del día, todo fresco y preparado en el momento”, comentó con tono seguro.
Con algo de dificultad pude leer algunas preparaciones, como Cazuela de Ave, Escalopa con Puré, Plateada con Arroz, Filete de Pollo con Ensaladas, Chuleta a lo Pobre, Churrasco al Plato, Consomé, entre otros clásicos platillos. Para remojar la garganta, las opciones van desde bebidas, jugos, cervezas nacionales, cañas de vino tinto, y una que otra sorpresa como fernet con manzanilla, piscolas, vodka tónica y hasta whisky.
Ya con mi decisión tomada, hice un gesto a la señora, quien antes de escuchar mi petición, dejó sobre la mesa el cubierto envuelto en una servilleta, un plato con una hallulla cortada en trozos y un pocillo con dos pedazos de mantequilla, más la alcuza con aceite, vinagre, sal y los clásicos envases marca Polo de mostaza, kétchup y ají.
“Estoy entre la mechada y la plateada, ¿qué me recomienda?”. Sin pensarlo mucho me miró con ojitos maternales, una sonrisa picarona y me dijo: “la plateada acá es de las mejores de Santiago. Es uno de los platos que más salen”, comentó. “Ok, tráigame la plateada con una porción de puré picante y una copa de vino tinto, por favor”, le dije con mucho respeto.
A la vez que esperaba la llegada de mi orden, me permití mirar con mayor detención este clásico lugar y recordar años atrás cuando visité el Torremolinos en compañía de mi profe Francisco. A decir verdad, no ha cambiado mucho y pienso que eso es precisamente lo que le da un valor a este tipo de picadas, junto con preparaciones abundantes, una generosa cuota de sazón y una atención cordial y rápida.
Como si fuese ayer, se me vino a la memoria una tarde de invierno del 2002 cuando mi maestro me dijo que lo acompañara a la fuente de soda, ya que necesitaba remojar su garganta con un fernet con manzanilla. Si mal no recuerdo, eran alrededor de las 14:00 horas y además de beber su trago preferido, le sugerí que aprovecháramos de comernos un completito para no tambalear con el alcohol.
De pronto vi venir mi plato en manos de la garzona, humeante y cargado de aromas a comida casera. Dos enormes trozos de carne en su jugo y una generosa porción de puré picante, además de la caña de vino a tope. Tomé la copa con mucho cuidado y lo acerqué a mis labios para beber y no desparramar ni una sola gota. Acto seguido agarré el tenedor con mi mano derecha y cuchillo con la izquierda para atacar con esmero tanto la proteína como el acompañamiento.
Sin mentirles y espero que mi santa madre no lea esta crónica, la plateada estaba sencillamente deliciosa. Jugosa, blanda, sabrosa. No cabe ninguna duda que tuvo un buen marinado, el sellado preciso y un tiempo de cocción en olla a presión que permitía cortarla solo con un tenedor. Cada trozo en compañía del puré fue una obra de arte y qué decir del tintán que, pese a no ser un reserva, sirvió para maridar perfectamente.
En resumen, el Torremolinos entra perfectamente en la categoría de picada para comer y lo es por varias razones: de partida y quizá lo más importante, sus precios están al alcance del bolsillo, incluyendo el mío, desde los $6.000 a los $11.800 pesos. A esto se suma, la abundancia y generosidad en los platos, sabores ciento por ciento caseros, el trato de su dueño, cercano, amigable y siempre pendiente de la clientela. El servicio de sus trabajadores es a la antigua. Cordial, pero de trato directo y sin rodeos.
Sin duda que este tipo de negocios no deberían morir nunca, pensé en voz alta. A una distancia media, observo también a don Roberto, el dueño, clavado frente a la caja registradora dirigiendo cada movimiento de su personal.
Reviso la hora, son las 15:25 y decido cruzar miradas con la simpática garzona que atendió mi mesa para hacer la clásica mímica con las manos en el aire, como escribiendo en un papelito y pagar el consumo: la cuenta total fue de $10.800 más el 10%.
Evaluación: Muy bueno.
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