En materias religiosas, los creyentes son, en general, intransigentes; los hay indiferentes a la promoción de su fe o tolerantes de boca con quienes disientes de ellos pero, eso sí, en cuanto a la veracidad de sus dogmas… Allí no ceden un ápice. Sus textos sagrados son revelados, sus rituales son fórmulas infalibles.
Los ateos, la otra cara de la moneda, tienden a ser aún más inflexibles que los teístas y quienquiera que se atreva a creer en un dios es, por definición, incauto y estúpido: “¿Cómo puede alguien defender algo que no se puede comprobar?”
Estos extremos se están encogiendo. Los creyentes rezan cada vez menos y muchos ateos han comenzado no a orar pero sí a practicar meditación. La espiritualidad no es el dominio exclusivo de los credos. La religión es ciertamente una expresión de la necesidad humana de espiritualidad –de trascendencia–, pero esta última cualidad es mucho más amplia. La espiritualidad incluye nuestra relación con la naturaleza, nuestra admiración de la belleza, nuestra fascinación con lo incomprensible, nuestra humildad ante la inmensidad del cosmos y la eternidad del tiempo…
Toda religión es el invento de alguien; la espiritualidad, en cambio, es un descubrimiento individual. Toda religión de alguna forma separa; la espiritualidad integra. Las religiones utilizan la oración verbal; la espiritualidad sugiere la meditación silenciosa.
Hace ya bastantes años, por sugerencia de mi madre y por curiosidad propia (yo no estaba enfermo), asistí a una ceremonia de sanación en una iglesia de Cartago, mi tierra natal. El sacerdote oficiante nos ordenaba rotar la atención por los brazos, las piernas, la cabeza, el tronco… “Cada parte de su cuerpo se encuentra bien”, decía con voz firme que, aunque más de mando que de invitación al bienestar, bien pudiera asimilarse a la secuencia de instrucciones de una meditación yoga.
Tal ejercicio repetido bajo la dirección de un sanador con renombre en el campo (como era este prelado) puede resultar curativo para los feligreses constantes. Por supuesto que el efecto placebo, que crece con la fama, ayuda muchísimo. Numerosas investigaciones han confirmado los beneficios de la meditación continuada para la salud.
Cuando yo estaba ya ‘en la onda’, el sacerdote se salió del libreto yoga – “Jesús jamás dijo observen la respiración”–, y yo me salí del ‘estado alfa’ profundo donde me encontraba. Para el voluntarioso clérigo y para sus fieles, los efectos positivos de la rutina provenían, no de los reajustes en las conexiones cerebrales que causa la meditación y menos aún del efecto placebo, sino de intervenciones divinas invocadas por él a través de su ritual.
Dejemos de lado a los creyentes y vámonos ahora a una historia de escépticos. Recientemente, Sam Harris, el filósofo norteamericano que con el biólogo inglés Richard Dawkins conforma el dúo ateo más célebre del tercer milenio, recibió una calurosa ovación al ser presentado en una convención de censores de la fe ciega.
Ya adelante en su conferencia, sin embargo, cuando el escritor quiso compartir su positiva experiencia con la meditación, la cordial bienvenida inicial se convirtió en un desconcertante y ruidoso abucheo. Increíble, ¿verdad?
En la cabeza del sacerdote de Cartago, al igual que en la de los ateos gritones, no caben los posibles efectos positivos del silencio mental. Para el primero, la meditación –la atención a la respiración– es brujería y los beneficios de su sanación son milagros.
Para los segundos, la meditación es una variación de la oración, inaceptable desde su punto de vista irreverente. Todo pareciera indicar que muchos creyentes y muchos incrédulos por igual se autoprohíben la opción de la ‘meditación pura’ pues esta va en contravía de sus respectivos ‘principios’.
La meditación de la atención total nos desinfla el ego redundante y apacigua nuestros condicionamientos dañinos (apegos, obsesiones, odios, fobias, prejuicios, hipotecas mentales…).
Entonces, en el silencio de la mente, espontáneamente sentimos admiración por lo eterno y lo infinito, por lo que sí sabemos y por lo que no comprendemos, por la vida, por la consciencia… Y, claro está, experimentamos armonía interior. Entonces, como fluyendo con la existencia, somos espirituales, sin necesidad de creer en nada metafísico ni de renegar de doctrina alguna.
Texto extraído de los estudios de Gustavo Estrada y su libro de ‘Inner Harmony through Mindfulness Meditation’www.harmonypresent.com