La privatización de la sanidad arrolla a los sistemas públicos desde la década de los noventa. En los últimos tiempos y sobre todo debido al creciente Endeudamiento de los estados a consecuencia de la crisis, esta tendencia se está agudizando. La ola privatizadora de la sanidad comenzó en América Latina, donde se presentó como una forma para mejorar la gestión de los servicios, mientras el Estado actuaba como controlador.
Fue un modelo ampliamente impulsado por las instituciones financieras internacionales y que seguía la imagen del débil sistema de salud de Estados Unidos (que actualmente deja sin cobertura sanitaria a 47 millones de personas, a pesar de ser el país del mundo con más gasto sanitario). Curiosamente, ahora que Estados Unidos está girando hacia un sistema público que garantice la asistencia a todas las personas, hay países como España que van para atrás.
Ante esta tendencia, cabe preguntarse si es lícito hacer negocio con la salud. Si la gestión se rige por las leyes del mercado, ¿qué ocurre con la medicina preventiva, las enfermedades crónicas o los sistemas de vigilancia epidemiológica? ¿Pueden los sistemas privados hacer frente a los grandes retos mundiales que suponen epidemias como la gripe A? ¿Y qué ocurre cuando los hospitales dejan de ser rentables? La ingente cantidad de dinero que los Estados tienen que invertir para rescatar a centros de gestión privada que quiebran ha sido denunciada de forma reiterada por la Organización Mundial de la Salud (OMS).
La salud como derecho humano fundamental no debería comprarse ni venderse, debería garantizarse y defenderse. Sólo los sistemas públicos pueden garantizar la salud de las personas más pobres y enfermas. La gran tentación es crear estructuras estatales “sólo para pobres”, tal como sucede en América Latina y como ocurría en España cuando existía la beneficencia. Unas estructuras que están mal dotadas, peor atendidas y en las que el paciente ni siquiera tiene derecho a reclamar porque, en el fondo, son estructuras de caridad.
Además de vulnerar derechos humanos, la privatización de los servicios de salud no ha demostrado ser capaz de mejorar sensiblemente la salud de la población. La OMS ha sido muy clara en este sentido. En 2006, denunció que la gestión privada de los centros reduce la calidad de la asistencia, puesto que se centra fundamentalmente en el cumplimiento de plazos y presupuestos en lugar de centrarse en la atención a las personas, encarece las prestaciones y enriquece a los concesionarios a costa de las arcas públicas.
¿Quién paga, entonces, el negocio de la Sanidad? La Asociación para la Defensa de la Sanidad Pública presentó recientemente un informe bastante crítico sobre la Sanidad en España. Según este documento, el sector público cubría en 1980 el 81% del gasto sanitario anual; en 2005, esa cifra se redujo al 70%. Aunque no seamos conscientes de ello, el sector privado ya representa el 30% del gasto sanitario, con lo que ello supone.
La obtención del lucro económico, intrínseca a la gestión privada, se logra a costa de altas hospitalarias precoces, reducción de medicamentos, disminución de personal, precarización de contratos y derivación de los casos más complicados a centros de gestión pública.
En definitiva, los grandes perdedores somos los ciudadanos y, en concreto, las personas más vulnerables, con menos recursos, inmigrantes en situación irregular o quienes sufren enfermedades crónicas o raras. Debemos preguntarnos si queremos que nuestros hospitales se gestionen como negocios empresariales, determinar cuál es el concepto de salud que defendemos, pensar si es lícito hacer negocio con la salud y permitir que unos pocos ganen en detrimento de la salud de la mayoría.
Debemos, en definitiva, fortalecer y mejorar un sistema sanitario como el español –valorado como uno de los mejores del mundo– y alejarnos de la vorágine neoliberal que comercializa incluso los derechos humanos y las necesidades más básicas de las personas.
Teresa González
Presidenta de Médicos del Mundo – España
Centro de Colaboraciones Solidarias
El Ciudadano