El Informe Mundial de Felicidad, estudio patrocinado por la ONU, confirmó en los primeros lugares del ranking planetario de felicidad a los países nórdicos, algunos europeos y latinoamericanos. En el tramo sur, Chile lidera a la región en un destacado puesto 20.
¿Cómo se mide la felicidad? Un concepto en principio abstracto y en apariencia muy subjetivo, que integraría otras variables como la libertad, honestidad, seguridad, generosidad, educación, salud, confianza en las instituciones, en los gobiernos y, por cierto, también los niveles de ingreso. Una panoplia de valores ciertamente importantes para la vida social, cuyo desarrollo se ha identificado con la seguridad social y el Estado de Bienestar propio de las democracias del norte de Europa.
Es importante conocer la metodología de esta investigación para comprender sus alcances y, en especial, su grado de confiabilidad, si es que la tiene. El estudio abarcó 155 países, desde los cuales se obtuvieron distintos datos entre 2014 y 2016 en consultas relacionadas con indicadores sobre las variables mencionadas. En cada una de estas preguntas, el encuestado ha de responder en una escala de uno a diez, según su grado de satisfacción.
Muchas de estas preguntas y sus áreas de consulta tienen relación con el Estado, sus instituciones y la vida social y comunitaria, elementos en los cuales los países del norte de Europa llevan la delantera aun cuando, según este informe, son cada vez más alcanzados por los países latinoamericanos, evolución que destacan los mismos comentaristas del informe. “Los aspectos humanos son los que importan. Si la riqueza hace más difícil tener relaciones frecuentes y de confianza con otras personas, ¿merece la pena?”, se pregunta John Helliwell, principal autor del reporte y economista en la University of British Columbia, de Canadá, y agrega: “Lo material puede interponerse en el camino de lo humano”. Sin embargo, hay que tener algo de dinero para ser feliz: la mayoría de los países en las últimas posiciones viven una situación de pobreza extrema. Pero a determinados niveles, el dinero de más no sirve para comprar un extra de felicidad, explica Helliwell.
La felicidad, como índice, es utilizado para valorar el progreso social y el nivel de bienestar. En este caso y bajo esta mirada, ya no sería necesariamente un concepto abstracto ni tampoco subjetivo, sin una variable para medir políticas sociales y económicas. La felicidad sería variable y medida para comprender la satisfacción y plenitud de vida. Nuevamente, aquí hallamos una relación directa entre el Estado de Bienestar de los países nórdicos y el índice de felicidad. A partir de aquí nos sumergimos en un terreno complejo y no sin contradicciones. Tras los países nórdicos y Suiza, coladas entre ellos, podemos hallar a Canadá, Nueva Zelanda y Australia. En el lugar catorce se inscribe Estados Unidos, en el 16 Alemania y en el 19 Gran Bretaña. Los chilenos, en el escalón 20 de este ranking, son mucho más felices que los españoles, franceses y, por cierto, que los italianos, rusos y japoneses.
CONTRADICCIÓN EVIDENTE
Pese a la contundencia de este informe, a su aparente solidez y solvencia, en el caso chileno este se estrella no sólo con una percepción cotidiana y ciudadana del devenir social, político y económico, sino también con no pocos otros sondeos de opinión que apuntan en una dirección diametralmente opuesta. Un primer comentario lo podemos exponer tras recoger las reacciones inmediatas que generó la difusión en Chile de este informe, las que circularon de forma profusa en redes sociales y tweets bajo la forma de comentarios irónicos. La sola lectura de la prensa diaria, apoyada por opiniones en las redes sociales, es una primera señal para poner en duda la fiabilidad de ese estudio.
Un segundo comentario es sin duda más sólido, ya que se apoya en herramientas similares aun cuando pudieran diferir en sus metodologías. Ningún otro sondeo ni estadística a mano sobre la sociedad chilena podría avalar las conclusiones del Informe de la Felicidad. En sentido inverso, el universo de los sondeos y cifras económicas y sociales arrojan una realidad bastante más infeliz para los chilenos.
Sin ir más lejos, otro ranking vino a reafirmar las cifras de desigualdad en la distribución de la riqueza. Los datos aparecidos, consolidan una visión crítica sobre el modelo económico y parecieran no haber influido en la visión de felicidad que comparte la población encuestada. Un renovado informe de la revista Forbes sobre los millonarios en Chile y en el mundo no sólo confirmó a los multimillonarios chilenos, sino que consignó un aumento significativo en sus patrimonios. Iris Fontbona, viuda de Andrónico Luksic Abaroa, saltó desde el lugar 99 al 84 del ranking global, con un aumento de más de tres mil millones de dólares en su fortuna en apenas doce meses. Fontbona, con una fortuna de casi catorce mil millones de dólares, es la persona más rica del país.
Algo similar para los diez más acaudalados de Chile, entre los que aparecen Horst Paulmann, dueño de Cencosud; Eliodoro Matte y su familia (Papelera); el mecenas de la política, Julio Ponce Lerou (SQM); y el ex presidente Sebastián Piñera (Bancard). Todos los mencionados, más unos cuantos otros multimillonarios, han aumentado sus fondos en proporciones similares.
Al observar estas cifras, se desatan muchas posibles interpretaciones. De partida, hacemos una observación inicial. Iris Fontbona aumentó su fortuna en casi 24 por ciento durante un año en el cual la economía chilena apenas creció 1,6 por ciento, la expansión más baja en nueve años. Una comparación que muestra la enorme distorsión en el proceso de creación de riqueza, que consolida la tendencia hacia la concentración del capital y la desigualdad.
DESPROTECCIÓN LABORAL, POLÍTICA Y SOCIAL
El año pasado, y lo que llevamos de 2017, se han caracterizado por un evidente deterioro en los empleos. Aun cuando el comportamiento del empleo no incide en la tasa general, en torno al seis por ciento, sí respecto a su calidad. Ha habido una creciente pérdida de trabajos asalariados, los que han sido compensados por labores por cuenta propia o “emprendimientos”. En esta categoría pueden hallarse desde pequeñas pymes a vendedores ambulantes. Una mutación laboral que conlleva precariedad, inseguridad social e inestabilidad. Si el informe mide también la percepción de los ciudadanos sobre las políticas de inclusión y protección de los Estados, estamos aquí no sólo ante un enigma, sino también una posible inconsistencia.
Otras muchas mediciones, más o menos periódicas, realizadas sobre la percepción de la población ante los distintos sistemas públicos y privados que inciden en sus vidas nos llevan a conclusiones diametralmente opuestas sobre la percepción de bienestar y felicidad. Si nos asomamos a la encuesta Cadem y sus mediciones semanales, podemos observar datos que configuran a otro país, tal vez el real.
Una de las variables que el informe de marras considera es la relación de la ciudadanía con sus gobernantes. Para ningún chileno es un misterio que el apoyo a la presidenta Michelle Bachelet se halla en niveles mínimos en tanto su rechazo alcanza grados históricos. Al 20 de marzo, Bachelet concita apenas 22 por ciento de respaldo y 68 por ciento de repudio. Esta percepción, bien sabemos, no es una ojeriza exclusiva de la población hacia su gobernante, sino un malestar y desprecio que se extiende hacia toda la clase política. En febrero pasado la encuesta Adimark afirmó que el Congreso muestra una evaluación pública inferior al veinte por ciento, percepción que se ha mantenido prácticamente sin variación desde 2015. “No hay registros de un periodo tan prolongado de rechazo y desvalorización respecto al Senado y la Cámara de Diputados”, concluía Adimark. En cuanto a las grandes coaliciones políticas, Chile Vamos obtenía apoyo del 28 por ciento, en tanto la Nueva Mayoría un escaso 17 por ciento.
La IV Encuesta Auditoría a la Democracia del PNUD, publicada en septiembre de 2016, entregó datos similares. La percepción en cuanto a que la democracia funciona mal o muy mal, aumentó desde un 20 por ciento en 2012 a un 40 por ciento en 2016, en tanto quienes no se identifican con ningún partido político subió desde un 53 por ciento en 2008 a un 84 por ciento el año pasado. En esta misma línea, teniendo en cuenta los profusos escándalos de corrupción, quienes perciben que hay mucha corrupción en distintas instituciones públicas y privadas aumentó en promedio al doble en los últimos seis años, pasando de 23 por ciento en 2010 a 47 por ciento en 2016.
Si esta es la percepción de la política, las instituciones públicas y privadas no están mejor. En educación no falta siquiera acudir a las estadísticas. En cuanto al rechazo al lucro y a su escasa calidad, se ha expresado desde finales de la década pasada en frecuentes y masivas protestas callejeras. Respecto a los servicios de salud, una encuesta publicada el año pasado, realizada por la Universidad Andrés Bello, reprobó el sistema de salud: los usuarios le pusieron una nota promedio de 3,2 al sistema público y un 3,6 al privado.
Una percepción similar recibe el sistema previsional privado, expresada a través de masivas manifestaciones que exigen su término. Un estudio de 2016 levantado por la Superintendencia de Previsión Social reveló que el 58 por ciento de los usuarios tiene una percepción negativa del sistema, en tanto un sondeo realizado por la Universidad de Santiago arrojó que el 61 por ciento de los trabajadores está por cambiar el modelo de AFP por un sistema público solidario.
ABUSO Y CORRUPCIÓN PRIVADA
Si estos son algunos de los datos recogidos por diferentes sondeos respecto a las instituciones públicas, hay otros relacionados con la vida cotidiana y privada que no ayudan a conformar un país con ciudadanos felices. Una encuesta Cadem de 2016 reveló que el 80 por ciento de las personas consideran que las empresas abusan de los consumidores, porcentaje que sube a 84 por ciento en el caso de las grandes corporaciones. En el mismo sondeo se consigna que el 87 por ciento de la población estima que la colusión es una práctica habitual entre las compañías.
En las grandes ciudades, en especial en Santiago, el desplazamiento diario es una actividad incómoda y difícil. Una encuesta realizada sobre la población pobre de Santiago por la Universidad Silva Henríquez, reveló que este es el servicio peor evaluado por este segmento de la población, con una nota negativa de 3,1. Una percepción similar obtuvo con trabajadores de Santiago la Universidad Adolfo Ibáñez el año pasado: reveló que la peor preocupación y actividad diaria es transportarse en la ciudad.
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Estos y muchos otros perfiles de la ciudadanía distan en mucho de una población feliz. Pero hay un indicador que sin duda se estrella con el centro del Informe de la Felicidad. Es la salud mental. Chile es el segundo país de la OCDE que más ha aumentado su tasa de suicidios durante los últimos quince años. Además, durante la última década el suicidio ha sido una de las diez primeras causas de muerte en hombres chilenos, concentrando 19,1 por ciento de la mortalidad masculina en 2010. Además, según un informe de 2016 de la Organización Mundial de la Salud (OMS), más de un millón de personas sufren de ansiedad en Chile y 850 mil de depresión.
Una explicación a la enorme contradicción entre estos datos y el Informe de la Felicidad tal vez podríamos hallarla en nuestra actual condición de consumidores. El chileno parece feliz en el mall y en su fruición por adquirir cosas. Un actividad que nos lleva a otro tipo de registros, los cuales han establecido una diferencia entre la alta satisfacción que manifiestan los chilenos respecto a su vida privada en oposición a la vida social. Esta visión, sin embargo, también choca con las altas tasas de divorcio y violencia de género, expresada en grados intolerables con un aumento importante en los femicidios.
El sociólogo clásico estadounidense Edward Banfield, desarrolló a comienzos del siglo pasado el concepto de “familismo amoral”, para definir aquellas sociedades enraizadas en el interés personal y no en los asuntos comunitarios. Una definición que podría adaptarse a la sociedad chilena posdictadura, encandilada con el mall, el consumo masivo y los discursos que elevan como valor el individualismo. El mundo termina en el núcleo familiar y los bienes adquiridos. Una falsa felicidad que conlleva la esclavitud laboral y financiera.