Llegada la brisa vitalista y liberadora de fines de la República, la mujer romana ya no tenía que esconderse en las sombras del hogar e incluso se le permitía jugar al deleite del sexo tanto como a los hombres. Fue la tercera esposa del emperador Claudio y célebre por su influencia política, su belleza y su ninfomanía, de la que fueron objeto hombres de todos los rangos hasta un número que la leyenda sitúa en ocho mil.
Se cuenta que se prostituía en el popular barrio de Subura con el nombre de Lycisca y que en una ocasión retó a la ramera más famosa de Roma, llamada Escila, a ver quién tenía más aguante fornicando.
Mesalina se alzó victoriosa tras pasar 25 hombres por su lecho en 24 horas, aunque hay quien dice que en realidad fueron 70. Las cifras bailan extraordinariamente cuando se trata de estos asuntos: de Julia, hija del emperador Augusto, célebre también por su intensidad sexual, se cuenta que estuvo con 80.000 hombres.
Exagerado suena el número, si bien tuvo que ser alto pues Julia salía con un grupo de amigas, casi a diario, literalmente a violar hombres por las calles. De casta le venía el fuego corporal, como a las tres hermanas de Calígula, Livila, Drusila y Livila, que, a la sombra del polémico Emperador, también dieron qué hablar. Las relaciones incestuosas con el hermano, los incesantes adulterios y las orgías marcaron parte de la vida de estas tres mujeres.
Desmadre en palacio
Si a los súbditos del imperio apenas nada les estaba vetado, qué no pasaría en la corte, habitada a veces por emperadores que llegaron a creerse dioses y, como tales, con derecho a todos los cuerpos. Suetonio, el cronista rosa de la Roma imperial, cuenta de Tiberio que, en su retiro de Capri, creó un escenario de constante actividad sexual, con los más bellos esclavos que satisfacían su incansable voyeurismo. A los más jóvenes los llamaba “mis pececitos” y los hacía retozar a su alrededor en la piscina del palacio, donde creó el puesto de “intendente de placeres”.
Poca cosa en comparación con lo que el escritor afirma sobre Calígula, a quien atribuye, aparte del incesto con sus tres hermanas, una obsesiva afición a la prostitución, que le hacía personarse en los lupanares romanos casi a diario y que le llevó a montar un prostíbulo en palacio, donde las chicas eran las patricias de más alto rango.
El dinero que salió de esta iniciativa ayudaría a resolver la crisis de las arcas reales. Una idea tan pinturera como las tantas que se le ocurrieron a Nerón, de quien Suetonio y Tácito cuentan verdaderas barbaridades: adulterio con damas romanas, bacanales con jóvenes esclavos, violación de una virgen vestal, intentos de acostarse con su madre (Agripina) o una boda con un joven a quien hizo castrar (Esporo).
Y Marco Aurelio, que tenía unos guardias especializados en captar en las termas a los jóvenes más dotados. Y Julio César, especialista en fornicar con damas importantes. Y Vitelio, que se crió entre los prostitutos de Tiberio