A veces es difícil superar el pasado, la memoria. A veces se tardan años en poder expresar con franqueza y casi con levedad experiencias que nos marcan y que se salen de esa zona de confort que también tienen los recuerdos. Dentro, los socialmente aceptables. Fuera, aquellos que nos pondrían inmediatamente bajo el punto de mira, casi siempre cruel, de nuestro entorno. Para integrar esos recuerdos y expresarlos hace falta mucho carácter o mucho tiempo, o ambas cosas juntas.
El trabajo sexual, siempre bajo sospecha de todo tipo de esclavitudes y abusos (con razón, por otro lado) ha sido también, en ocasiones, una simple salida “laboral” ocasional para mujeres y hombres, que en un momento dado de su vida necesitaron dinero urgentemente y no tuvieron amigos, familiares u otro ‘background’ que los apoyase. Incluso en los casos en los que se trató de un hecho ocasional, la marca de remordimiento y duda suele tardar en desaparecer.
Abrirse
Asi lo cuenta Levi Loving en un artículo de ‘Salon’. Como era de esperar, sólo muchos años después, cuando ya es una profesional asentada y una escritora respetada, se atreve a comentarlo, en una reunión de compañeros de trabajo. El efecto es liberador, aunque remueve también algunos de los miedos que parecían dormidos. Esa confesión adopta además, las formas de un reto, casi, con esa agresividad que a veces se usa para reconocer hechos de cuya dignidad no estamos del todo seguros: “Yo he sido trabajadora sexual. Supera eso”, les espeta a dos compañeros que hablan sobre proposiciones que les fueron hechas en sus años de universidad.
“De inmediato, los chicos me bombardean con preguntas”, cuenta. Todo el mundo tiene curiosidad ante el tabú. Y la prostitución, cuando se trata de alguien “normal”, alguien a quien no ubicamos en los márgenes de la miseria y la explotación, es todavía más tabú: “¿Cuándo? ¿Cómo llegaste a eso? ¿Te gustó? ¿Tuviste miedo? ¿Cuánto cobrabas?”. Ella, desinhibida por fin, contesta a todas las preguntas menos a la última: “”Mi instinto me dijo que aquella información podía ser perturbadora y que, además, no era asunto suyo”.
Las dudas surgen a la mañana siguiente, los viejos miedos contraatacan: “¿Lo sabrá ya todo el mundo en la oficina? ¿Me estarán imaginando en la cama? ¿tratarán de acostarse conmigo, de pagarme? ¿Querrán seguir trabajando conmigo?”. Ninguna de esas amenazas llega a materializarse. Lejos de ello, termina escribiendo un artículo, como una especie de “testamento” liberador. Ahora todo le suena lejano y superado, pero “fue algo importante en su momento, algo que me llevó años admitir, incluso frente a mi terapeuta”.
Una cosa llevó a otra
Su historia es, por lo demás, bastante común, y eso es lo importante: una historia que podría ser la de cualquiera que en algún momento difícil deba salir adelante como sea. Arruinada y sin trabajo, la joven Loving se va a vivir a Nueva York, donde un amigo le ofrece sitio en su piso. Atraviesa el país en uno de los míticos buses greyhound que todos hemos visto en las películas y llega a Brooklyn. Su búsqueda de trabajo fracasa sistemáticamente y cada vez la cosa se complica más. Buscando trabajo, se encuentra en el periódico con los anuncios “personales”: están los “estrictamente platónicos”, el territorio Meg Ryan. Están, después, los etiquetados como “encuentros casuales”. Allí, los anuncios son sobre sexo, con una terminología que ella no controla todavía pero que pronto descifra: BBW es “big beautiful woman” (mujer Hermosa y grande), BBBW es “big black beautiful woman”, o sea, lo mismo pero de color; “sub” es “sumiso”. “420” es un códifo que indica que quien se anuncia es amigo de la marihuana. Aunque ahora un anuncio en presa nos suene a pasado remoto, no es difícil imaginar el mismo proceso llevado a cabo con tecnología de hoy. En realidad a ese nivel pocas cosas han cambiado.
«Nada de drogas. Sana. Abierta de mente»
“¿Puedo tener sexo con un extraño por dinero?”, se pregunta a sí misma una y mil veces. Hace la lista de razones por las cuales la idea es mala: “podrían arrestarme, podría infectarme, podrían robarme, ser violada, asesinada… podrían reconocerme (porque nunca se sabe)”. Y sin embargo, la respuesta final es sí, y la razón, la de casi siempre: “necesito dinero”. El anuncio que finalmente cuelga reza así: Soy una universitaria que intenta hacer algo de dinero extra. ¿Te gustaría quedar? Metro setenta. Voluptuosa. Pelo marrón y ojos color miel. Nada de drogas. Sana. Abierta de mente. Cindy. “El nombre”, explica, “lo tome de una chica a la que odiaba en el colegio”.
Lo que sigue, lejos de ser la clásica historia de terror de la prensa sensacionalista, es una serie de encuentros bastante correctos. La primera cita es con un estudiante asiático que resulta ser muy amable, y, pese a la tensión, en algún momento decide soltarse. “Deja que haga lo que quiera”, pensé, “ríndete a este momento. Haz que se sienta amado”. Después, él la acompaña hasta el metro. Se muestra agradecido. Ella, incluso orgullosa de haber conseguido pasar por aquella prueba.
La cosa se repite otras cinco o seis veces, y sólo hay un encuentro desagradable. “Fue el único que tuvo lugar de noche”, cuenta Loving. “Cuando llegué me di cuenta de que había otra persona más, otro chico, en el apartamento. Casi me largo de inmediato, pero ellos accedieron a estar conmigo de manera individual. Estar con dos tipos, uno después del otro me trajo malos recuerdos de una situación similar, cuando tenía 16. Me sentí traicionada, pero no me fui. Sin embargo, aquello me hizo reflexionar a fondo: todo era demasiado arriesgado, y no era bueno para mí emocionalmente. Sentía cada vez más vergüenza”.
Final de trayecto
Sin embargo, como en todo pozo profundo, había un rayo de luz. Uno de los clientes, un profesor de universidad, resultó ser incluso atractivo. “Tenía algo sexy, y me gustaba su apartamento que olía suavemente a marihuana y estaba lleno de obras de arte, esculturas y libros de filosofía… La segunda vez que estuve con él, al terminar, me preguntó si le dejaría que me ‘diese placer’ él”. La subsiguiente escena de sexo con orgasmo final, mascaras y vibradores, sea cierta o no, es digna de ese porno suave vendido como duro que han popularizado ’50 sombras de Gray’ y otros pastiches. Pero es ahí, en ese punto medio entre enamorarse y cobrar, entre la gentileza y la brutalidad, cuando se configura el desenlace.
Tras irse del apartamento, se sienta en el parque más próximo y rompe a llorar: “En una ciudad de millones de personas, no podía hablar de todo aquello con nadie, y eso me hacía sentir terriblemente sola. Aquella noche juré arreglar mi vida y no volver a aquella situación. Y esa fue la última vez”.
La vida, después evolucionó para bien. Loving se casó y fue feliz, y cuando su marido murió, pese al intenso dolor, consiguió cambiar de rumbo y forjarse un nombre como escritora. Sus conclusiones son simples; “Ya no me siento avergonzada por lo que sucedió en el pasado, ni juzgo a nadie, ni a mí misma, por hacer trabajo sexual. Sin embargo, trato esas experiencias con cuidado porque sé que las corporaciones y clientes con los que trato quizá no sean igual de comprensivos”. Quizá por eso –como es evidente– su firma es un pseudónimo y la confesión es, por tanto, sólo parcial, aunque inteligente en su comprensión de las demandas de su tiempo. Es picante y conservadora en el fondo, y no puede evitar un final Disney donde, al cabo, lo que importa es el príncipe, siempre a la vuelta de la esquina: “Cuando veo a mi vieja yo sentada en el parque, llorando, me gustaría poder abrazarla y decirle que no es una mala persona, que no es una puta y que no hay nada fallido en ella; que vale mucho más de lo que cualquiera de esos hombres pueda imaginar. Quiero decirle que en los días que vendrán encontrará un buen hombre que la aceptará por lo que es”.
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