Tengo la convicción de que pronto asistiremos a grandes cambios en el modo de concebir el aprendizaje y la educación. Y, a riesgo de que me consideren un presuntuoso, añadiré que mi equipo y yo esperamos contribuir a ellos. Desearíamos que en esta sección pudieran asistir en directo a esa aventura. Por eso la hemos titulado La Nueva Frontera. Los investigadores nos movemos siempre en el límite de lo conocido y lo desconocido. Ampliamos el espacio habitable. La idea central de nuestro modelo es que la fuente de nuestras ideas, de nuestra creatividad, de nuestros sentimientos, de nuestras decisiones, no es consciente y que, por lo tanto, si queremos tener mejores ocurrencias, experimentar sentimientos más adecuados o tomar mejores decisiones, debemos educar el inconsciente.
Me apresuro a decir que no se trata del inconsciente que explotan los psicoanalistas. Estamos en las antípodas de Freud, porque este genio literario –que no se sometió nunca a criterios científicos– creía que estábamos a merced de nuestro inconsciente, mientras nosotros creemos que se puede educar. Supongo que esta afirmación herirá susceptibilidades, y por supuesto estoy dispuesto a cualquier debate. La idea de “inconsciente” con la que mi equipo trabaja procede de la neurociencia. Hay consenso científico en afirmar que las operaciones neuronales no son conscientes. Sólo conocemos algunos resultados de esas operaciones. Eric Kandel, neurólogo premio Nobel, pensaba que no llegan al diez por ciento.
Para aclarar este fenómeno, les pondré el mismo ejemplo que pongo a mis alumnos más jovencitos. Respondan a la siguiente pregunta: “¿Han estado en Marte?”. Estoy seguro de que ninguno de ustedes ha tenido dificultad en contestarla. Lo habrán hecho con bastante rapidez. No habrán tardado más de cien milisegundos. La pregunta interesante viene ahora: “¿Cómo han sabido que no han estado en Marte?”. Supongo que responderán “lo sé” o “mi memoria me lo dice”, respuestas que son claramente insatisfactorias. Si queremos que un ordenador responda a la misma pregunta, tendríamos que hacer lo siguiente: darle una relación de todos los lugares donde hemos estado, introducir la palabra “Marte”, e iniciar un proceso de matching, de emparejamiento. Si “Marte” no encuentra pareja en la relación que hemos dado al ordenador, este dirá que no hemos estado en Marte. ¿Opera de igual manera nuestro cerebro? No lo sabemos, pero algo tiene que hacer.
Aunque tú no estés pensando, tu cerebro sí lo hace
Comencé a estudiar las posibilidades del “inconsciente cognitivo” a partir de una actividad de alto nivel intelectual: las matemáticas. Son el paradigma del pensamiento racional, que debería ser consciente hasta el escrúpulo, puesto que no puede dar ningún salto en el vacío. Pero la historia de los descubrimientos matemáticos nos dice otra cosa. Gauss, el mayor genio matemático de la historia, contó en una carta su descubrimiento de un complejo teorema de la teoría de números: “Hace dos días, lo logré, no por mis penosos esfuerzos, sino por la gracia de Dios. Como tras un repentino resplandor de relámpago, el enigma apareció resuelto. Yo mismo no puedo decir cuál fue el hilo conductor que conectó lo que yo sabía previamente con lo que hizo mi éxito posible”. Hamilton, otro gran matemático, describió así su descubrimiento de los cuaternios: «Vinieron a la vida completamente maduros, el 16 de octubre de 1843, cuando paseaba con la señora Hamilton hacia Dublín, al llegar al puente de Brougham. Allí saltaron en mi interior como chispas las ecuaciones que buscaba”. Henri Poincaré recuerda que la solución al complicado problema de las funciones fuchsianas apareció de repente en su cabeza, cuando no estaba pensando en ellas, en el momento de subir a un autobús para iniciar una excursión. Poincaré sacó de estos fenómenos la conclusión obvia: él no estaba pensando en esas funciones, pero su cerebro, sí. La creación matemática, concluyó, es inconsciente. El gran matemático inglés G.H. Hardy escribió la historia de Srinivasa Ramanujan, un intrigante matemático indio, gran experto en teoría de números, que desconocía cómo descubría sus teoremas. Atribuía la tarea a la diosa Namagiri. Por cierto, Hardy escribió un delicioso libro titulado Apología de un matemático, que para Graham Greene era la descripción más completa del trabajo creador.
Esto me permite pasar del campo de las matemáticas al del arte, donde la ignorancia acerca de la fuente de las ocurrencias está mejor aceptada. Los creadores siempre han hablado de “inspiración”, de una voz que soplaba a los creadores sus ideas. Durante siglos no se supo que esa voz venía de dentro. Es el cerebro el que comunica el poema al poeta. El genial Rimbaud lo expresó en un misterioso texto: Je est un autre. El yo que escribe es otro que el que inventa el poema (que también soy yo). Cuando alguno de mis alumnos quiere ser escritor, le digo que tiene que empezar por construirse un inconsciente de escritor, es decir, debe poner a punto esa impresionante máquina de producir formas literarias. Estudié este tema con más detenimiento en el libro La creatividad literaria, que escribí con el gran escritor Álvaro Pombo.
El mecanismo para educar el inconsciente es laborioso pero sencillo. Consiste en automatizar operaciones que primero vigilábamos atentamente. Aprender a conducir, o aprender un idioma, son procesos de este tipo. Al principio nos exigen una atención agotadora, pero, poco a poco, conducir o hablar se va convirtiendo en un hábito, y lo hacemos sin esfuerzo gracias al entrenamiento. Pues bien, crear, sea en matemáticas o en poesía, es un hábito y como tal se puede aprender también.
No sólo sabemos de dónde surgen las ideas. También sabemos de dónde brotan nuestros sentimientos. Son el resultado de unos esquemas generadores cuya acción desconocemos. En inglés se distingue entre emotion y feeling. Este es la emoción que se ha vuelto consciente, lo que implica que otras no lo hacen. El miedo está producido por el esquema no consciente productor del miedo, y lo mismo sucede con la furia, la tristeza, el entusiasmo o el amor.
Las decisiones que tomamos fuera de la conciencia
Todavía hay un papel del inconsciente que nos resulta más extraño. Nuestras decisiones –que parecen ser lo más propio nuestro, porque en ellas se manifiesta nuestra libertad– también suceden fuera de nuestra conciencia. Los neurólogos lo saben muy bien desde que los experimentos de Benjamin Libet demostraron que unos doscientos milisegundos antes de que tomemos la decisión de hacer un movimiento, ya se han activado las zonas premotoras correspondientes. Es decir, el cerebro ha tomado su decisión y nos la comunica. El gran neurólogo Joaquín Fuster, en su reciente libro Libertad y cerebro, indica que en el cerebro hay una permanente pugna entre redes neuronales para hacerse cargo de la acción. La que triunfa, decide.
Estos descubrimientos, que aparentemente reducen nuestra capacidad de obrar, que nos convierten en autómatas, abren en realidad un fascinante campo al aprendizaje y a la libertad. Lo hacen por un camino indirecto: a través de la educación del inconsciente, es decir, de las estructuras cerebrales no conscientes que producen las ideas, los sentimientos, las decisiones. Rafael Nadal juega prodigiosamente porque es dirigido por sus automatismos musculares, por su inconsciente fisiológico. Pero ese inconsciente lo ha construido él, libre y esforzadamente, mediante el entrenamiento.
Me cuesta trabajo frenar mi entusiasmo ante las posibilidades que se nos ofrecen y que podemos trasladar a la vida de nuestros niños o a la nuestra propia. Podemos aprender a pensar mejor, a crear, a tener mejores sentimientos, a comportarnos de modo más eficiente, a ser más libres. Su cerebro es más inteligente que usted, pero usted puede ponerlo a trabajar a su servicio. Este es el campo en que trabajamos. ¿Les interesaría seguir estando informados de nuestros progresos?
José Antonio Marina/ El Confidencial