Una operadora de telefonía sueca en 2005 investigó cuánto se respetaba el derecho a la intimidad de la pareja. La encuesta arrojó resultados inquietantes: dos de cada tres personas espiaban los mensajes y el buzón de voz de su media naranja. Aprovechaban para hacerlo mientras el otro dormía o estaba en el cuarto de baño. Una década después, el espionaje conyugal ha acabado en el Código Penal del ese país. Sin ir más lejos, un juzgado gironés condenó en 2015 a dos años y medio de cárcel a Antonio J. S. como “autor de un delito de descubrimiento y revelación de secretos con el agravante de parentesco”.
Científicos como Luis Felipe El Sahili, profesor de la Universidad de Guanajuato, en México, y autor del libro Psicología de Facebook, recuerdan que las redes sociales y el uso de WhatsApp aumentan el riesgo de convertirnos en vigilantes de otras personas. Es fácil revisar las fotos que el compañero sube a internet y las conversaciones que mantiene.Tenemos herramientas para convertirnos en espías de la otra persona, y esto puede volverse en contra nuestra y aumentar los celos.
La desconfianza patológica hacia la pareja se repite en todas las épocas. En algunas ha sido políticamente correcto reconocerlo y en otras no. Por ejemplo, los suecos de la encuesta citada tendían a explicar que su espionaje –a pesar de ser realizado con alevosía y nocturnidad– era por pura curiosidad. Sin embargo, en un sondeo dirigido por Florencio Jiménez Burillo y sus colegas de la Universidad Complutense de Madrid aparece que los españoles nos confesábamos con mucho mayor desparpajo. El 40 % decía sentir muchos celos; el 30 %, bastantes; y el 10 %, algunos. Solo una de cada diez personas declaraba estar libre del pecado de la sospecha.
Datos como estos conducen a una hipótesis con la que trabajan expertos como Gregory L. White, de la Universidad de California, en EE. UU. Según este psicólogo, los celos resultan inevitables en la mayoría de las personas. Da la impresión de que son inherentes a losmecanismos biológicos del amor. Deseamos que el otro nos convierta en exclusivos y cuando no lo hace nos volvemos suspicaces. Nuestras hormonas nos avisan de que estamos perdiendo algo básico: la sensación de ser especiales al menos para una persona.
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