La gente hizo malabares en las redes sociales para dar con el paradero de Benjamín Martínez Wilson. Los medios, sus familiares, e incluso quienes no conocían ni tenían amigos en común con el estudiante de veintidós años, compartieron la imagen de búsqueda en sus perfiles de Facebook, Twitter e Instagram, todo con el objetivo final -nadie puede decir lo contrario- de acabar con el sufrimiento del desaparecido y su familia. La idea era ayudar de la manera en que fuese posible. Sin embargo, todos esperaban que el esfuerzo que ponían en la búsqueda estuviera justificado. Nadie lo dijo en su momento, claramente, pero cuando se conocieron las razones que mantuvieron al joven alejado de su círculo cercano durante tres días, hubo un grupo considerable de personas que se sintió estafado.
«El cuiquito se la pasó en hoteles porque no sabía qué estudiar», «Pobre cabro», «Este hijo de papá no tiene idea lo que es pasarlo mal», fueron sólo algunos de los MILES de comentarios que se repartieron en los medios que habían publicado la noticia. Si el titular tenía incluidas las palabras «crisis vocacional», entonces al estudiante lo humillaban un poco más. «Pendejo sacowea», «ojalá te pase algo grave para que aprendas», «imbécil»…
Si hacemos el ejercicio y buscamos el argumento implícito en los insultos, nos encontramos con que, para estas personas, los motivos que llevaron a Martínez a desaparecer durante 72 horas, carecían de absoluta validez. Ellos no lo plantearon así, pero puede inferirse fácilmente: Carecían de absoluta validez porque Martínez estudia en una universidad cara y prestigiosa, porque sus padres tienen plata, porque hay personas que lo pasan mucho peor y porque hay otras que son felices con mucho menos.
Pensarlo así tal vez no sea tan grave, uno siempre puede no estar de acuerdo, el problema se produce cuando, por discrepar, terminamos insultando hasta la humillación a una persona que ni siquiera conocemos, como si fuéramos dueños de decidir por qué cosas se puede sufrir en esta vida y por cuáles no. Como si en nosotros recayera la responsabilidad de enjuiciar el dolor del otro, de sumarle y restarle valor, de darle o quitarle importancia.
De todas formas, la paradoja no deja de hacer ruido:
Hace pocas semanas se suicidó Chris Cornell, una leyenda del Grunge, músico emblemático dueño de una voz única, multimillonario, éxito en ventas, reconocido y aclamado por la crítica, padre de familia, esposo de una encantadora y y bella mujer. Ella quedó devastada, pero nadie saltó a insultar al ex Soundgarden e ironizar diciendo «pobrecito, estaba deprimido por ser tan exitoso».
¿Por qué? Porque en esa oportunidad todos entendimos que uno no puede juzgar el sufrimiento de otra persona. En esta pasada, en cambio, no tengo idea qué fue lo que ocurrió.